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abril 30, 2013

Algunas influencias mexicanas en la literatura colombiana


Texto leído en el marco de XXVI Feria del Libro de León (FENAL), 29 de abril de 2013.

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Imagen: Retrato de Juana Inés de la Cruz. Autor: Desconocido, firmado por J. Sánchez. Fuente: Wikimedia Commons
Retrato de Juana Inés de la Cruz. 


Desde quién sabe qué edades prehispánicas ha habido relaciones culturales. Pero al menos desde la Colonia se sabe que los poemas de sor Juana Inés de la Cruz enamoraron al poeta bogotano Francisco Álvarez de Velazco y Zorrilla, por allá en 1690 a finales del siglo XVII, cuando él comenzó a dedicarle poemas, endechas y acrósticos que no sabemos si ella alcanzó a recibir. Hasta una carta apologética le mandó. Sí. Uno de los más entusiastas lectores y admiradores que tuvo en vida la mejor escritora mexicana de todos los tiempos, Sor Juana Inés de la Cruz, fue un poeta colombiano, FRANCISCO ÁLVAREZ DE VELAZCO Y ZORRILLA, nacido en Bogotá (o Santafé de Bogotá) en 1647 y muerto en altamar en 1704 por su culpa, de pena moral por nunca haberla conocido personalmente. En 1703 había zarpado del puerto de Cartagena de Indias con destino a Veracruz en el Golfo de México, con miras a subir hasta la capital de Nueva España y visitar a su amada, sin saber que una peste había arrasado con ella y otras miles de personas en 1695, es decir, siete años atrás. Las noticias entre las colonias hispanoamericanas sufrían de inmensos obstáculos.

 Álvarez de Velazco y Zorrilla, que usaba todos sus apellidos por prurito burocrático, se apartó de los tinterillos y escribientes coloniales del Nuevo Reino de Granada cuando murió su esposa. Se entregó al modo de vida epicúreo, dedicado al placer de la lectura y a componer poemas conceptistas, es decir, al estilo de Quevedo y de Petrarca y de Dante, mientras vivía de las pocas rentas de sus vastas haciendas que se extendían por el valle alto del río Magdalena y tocaban el puerto fluvial de Honda, que es el último tramo navegable del río. Alguna vez debió recibir algún baúl de libros proveniente de México o de España. O de ambos. En 1680 se tiraron varios ejemplares del Neptuno alegórico publicados en la imprenta oficial del virreinato de Nueva España, y en 1690, en Madrid, se distribuyó Inundación castálida de la única poetisa, musa décima, Sor Juana Inés de la Cruz, religiosa profesa en el monasterio de San Jerónimo de la Imperial Ciudad de Méxicoque en varios metros, idiomas y estilos, fertiliza varios asuntos, etcétera, etcétera. Bastó leer un par de sus versos para que cayera y se confesara enamoradísimo. Sin conocerla personalmente sino sólo por leer su poemario Inundación Castálida… (1689), él fue el primero en publicar, en la ruda y solemne colonia, endechas, sonetos y cartas de amor a esta mujer de carne y hueso. No tenía manchas de machismo o de coquetería barata. “Paysanita querida”, “Hipocrene”, “Apola”, la llamó. Con ella proclamó que Hispanoamérica ya estaba produciendo una cultura digna de atención: 

“Que también a estas partes 
Alcanzan los vergeles 
Del Parnaso, y que muchas 
Dicen, que está en tu celda su Hipocrene. 
Que no son caos las Indias, 
Ni rústicos albergues 
de Cíclopes monstruosos 
Ni que en ellas de veras el Sol muere”. 

A los poemas le anexó una “Carta Laudatoria, en donde le contaba su emoción por conocer la corte de Nueva España, “que la juzgo en toda metrópoli y cabeza de nuestras Indias […] con tanta más razón cuanto es más noble el objeto de estos deseos, reconociendo que con vuestra merced hay hoy en México una cosa mucho mayor y más admirable que el mismo México…” Nadie, en esos tiempos de abogados y clérigos, admitía estar locamente enamorado y menos escribir con esparcimiento y goce. “Me apliqué a las golosinas de las musas”, confesó en el prólogo a Rhitmica Sacra moral y laudatoria, título con el que reunió todos sus poemas. Este libro se publicó postumamente en Madrid en 1704. José Pascual Buxo indagó sobre ello en El poeta colombiano enamorado de Sor Juana (1999), y posteriormente el tema también ha dado para obras de ficción: a partir de una de las ilusiones del poeta bogotano, entrar de manera invisible en el estudio de Sor Juana y hacer ruido con sus papeles, R. H. Moreno-Durán imaginó en su obra de teatro, Cuestión de hábitos (2004), que Álvarez de Velasco alcanzaba a enviarle sus poemas y a visitarla secretamente en su convento.  
Amante inquieto, siempre
En tu celda invisible,
Haziendo ruido estoy con tus papeles.


2
Tres de los principales escritores vivos de Colombia, Gabriel García Márquez, Álvaro Mutis y Fernando Vallejo, residen y habitan en México desde hace varias décadas. Cien años de soledad (1967), la novela colombiana más famosa del mundo, se escribió en un departamento de la colonia Cuauhtémoc o Anzures, cerca al centro del DF, bajo el hechizo –la lectura y la relectura constante– de la novela más mexicanaPedro Páramo de Juan Rulfo. En el artículo “Breves nostalgias de Juan Rulfo”, Gabriel García Márquez declaró lo siguiente:
El descubrimiento de Juan Rulfo –como el de Franz Kafka– será sin duda un capítulo esencial de mis memorias. Yo había llegado a México el mismo día en que Ernest Hemingway se dio el tiro de muerte –2 de junio de 1961–, y no sólo no había leído los libros de Juan Rulfo, sino que ni siquiera había oídos hablar de él. [Recordemos que El llano en llamas es de 1953 y Pedro Páramo de 1955]. […] Yo tenía 32 años, había hecho en Colombia una carrera periodística efímera, acababa de pasar tres años muy útiles y duros en París, y ocho meses en Nueva York, y quería hacer guiones de cine en México. El mundo de los escritores mexicanos de aquella época era similar al de Colombia, y me encontraba muy bien entre ellos. […] En esas estaba, cuando Álvaro Mutis subió a grandes zancadas los siete pisos de mi casa con un paquete de libros, separó del montón el más pequeño y corto, y me dijo muerto de risa:
            –¡Lea esa vaina, carajo, para que aprenda!
Era Pedro Páramo.
            […] El resto de aquel año no pude leer a ningún otro autor, porque todos me parecían menores. […] El escrutinio a fondo de la obra de Juan Rulfo me dio por fin el camino que buscaba para continuar mis libros [1].  

No se escapa de la influencia mexicana otra de las grandes novelas colombianas –quizá la más densa o intensamente colombiana–, La vorágine (1924). En efecto, José Eustasio Rivera había viajado a México en 1921 en misión diplomática y muy seguramente contempló el naciente muralismo que llevaba a cabo Diego Rivera. A pesar de que ninguno de sus biógrafos se ha detenido en su viaje a México y sus críticos poco hacen esta asociación con el muralismo, La vorágine de José Eustasio Rivera es un gran mural de la nacionalidad colombiana. Un mural perturbador. Si un pintor la representara trazaría un mural de líneas secas y tajantes y haría reverberar intensamente de verde la selva de esta novela deslumbrante. Digo que se parece a la técnica cubista y hasta surrealista porque ambos Riveras, el colombiano y el mexicano, agregan otro tipo belleza que roza con lo monstruoso.  Al horror agregan más horror, a la belleza más belleza –por seguir con un poema de Juan Manuel Roca, otro colombiano que vivió su niñez en México.

3

Resulta alarmante el constante transitar de los escritores colombianos por el mundo. Tienen como una constante “desazón suprema”, por decirlo con un término del poeta colombiano Porfirio Barba Jacob que también vivió y murió en México. Es que a diferencia de México, un país que ha hecho su cultura como política de Estado en pos de defenderse del imperialismo estadounidense, el gobierno colombiano no tiene ninguna de esas políticas como no sea vender al mejor postor sus recursos mineros y dejar que se fuguen sus cerebros. Barba Jacob anduvo por casi toda Latinoamérica durante la primera mitad del siglo XX. Y en su poema “Futuro” llegó a recitar como Whitman  su autobiografía: “vagó, sensual y triste, por islas de su América / en un pinar de Honduras vigorizó el aliento; / la tierra mexicana le dio su rebeldía, / su libertad, sus ímpetus… Y era una llama al viento”.
La vida de Barba Jacob la ha relatado minuciosamente otro escritor colombo-mexicano, Fernando Vallejo, quien también vive en la “desazón suprema” y en cuyas novelas, La virgen de los sicariosLa rambla paralela o El desbarrancadero, ha logrado fijar en el lenguaje, como nadie, el carácter apasionado y a ratos paranoide y compulsivo del colombiano que ha padecido el terrorismo desenfrenado del narcotráfico. Pero también su débil cohesión social. Su profundo individualismo. El poeta Barba Jacob, que antes se llamaba Miguel Ángel Osorio y por un tiempo, Ricardo Arenales, se parecía a Colombia que también había cambiado varias veces de nombre en su historia republicana. Llegó a México de veinticinco años sin ningún objetivo ni ningún por qué. Lo asustó el estruendo del DF, y se encaminó a Monterrey donde amistó con el hijo del gobernador del estado de Nuevo León, Alfonso Reyes, que solía pasar breves temporadas en esa ciudad, mientras cursaba Leyes en la capital. “Nunca podré olvidar –le confesará Reyes muchos años después– la sacudida eléctrica que recibí al acercarme a usted el primer día, ni podrá borrarse en mí la señal de nuestra amistad”. [2].  Lo que más admiró Barba Jacob en Reyes fue justamente lo que a él más le faltó: disciplina. En varias ocasiones le comentaba a su amigo proyectos literarios que nunca llevó a cabo: una oda a Monterrey en versos heroicos, una novela sobre quién sabe que tema, un ensayo sobre Jesús, otro sobre Bolívar y un drama que pensaba titular “Los tres caminos”. Mientras tanto, el joven Alfonso Reyes presentaba su tesis de Derecho, Teoría de la sanción, al tiempo que se sumergía en el teatro ateniense, interpretaba la poesía de Mallarmé, meditaba en el estilo de la prosa, espejo del pensamiento, reprochando de paso el fatigoso rodeo oratorio. Serían los temas que encerraría en su primer libro, Cuestiones estéticas, publicado en París a comienzos de 1911 y cuya primera edición se vendió casi toda en Colombia.[3]  

Colombia suele producir algunos de los escritores más contestatarios y rebeldes y groseros: Vargas Vila, Fernando González,  Fernando Vallejo... Todos pensadores a medias, ahogados a menudo en sus propias reflexiones, saturados, empalagados de su propia lucidez. No hay un pensador sereno y robusto como Alfonso Reyes. No. Baldomero Sanín Cano se quedó en libros muy sucintos. Hasta Nicolás Gómez Dávila, el de los Escolios, es rabioso y cascarrabias. Germán Arciniegas demasiado gracioso para tomárselo en serio. Acaso la razón sea geográfica. No hay un Valle del Anáhuac sino, al decir de Reyes, "anarquía vital": chorros de verdura por las rampas de la montaña; nudos ciegos de las lianas; toldos de platanares; sombra engañadora de árboles que adormecen y roban las fuerzas de pensar. "En estos derroches de fuego y sueño —poesía de hamaca y de abanico— nos superan seguramente otras regiones meridionales [Colombia o Venezuela]. Lo nuestro, lo de Anáhuac, es cosa mejor y más tónica. Al menos, para los que gusten de tener a toda hora alerta la voluntad y el pensamiento claro". ¿De ahí que se hayan ido García Márquez, Mutis, Vallejo, Marco Tulio Aguilera Garramuño, Laura Restrepo y quién sabe cuántos más a tratar de pensar mejor –escribir más claro– en el Valle del Anáhuac? Lo dudamos en unos; es evidente en otros. Pero no hay que culpar al medio por nuestras incapacidades cerebrales.

4

Quien en México tomara en su coche la carretera Panamericana o la “autopista del sur” y avanzara más allá de Chiapas, cruzando Guatemala, Honduras, Nicaragua, Costa Rica y Panamá, solamente llegaría hasta Yaviza, un pequeño pueblo en el estado panameño del Darién, a orillas del selvático río Tuira. Todavía le faltarían 87 kilómetros para alcanzar la frontera con Colombia y otros más para llegar al primer poblado, Chigorodó, en la provincia de Antioquia. Pero a huevo tendría que atravesar a caballo o a pie, por trochas empantanadas, el Tapón del Darién que tapa la comunicación entre las tres Américas. Es uno de los lugares más lluviosos del mundo: densa selva extendida por montañas azotadas de cascadas y henchidas de apretada vegetación. No hay quien pueda cruzarla, como no sea algún mochilero a fuerza de vadear ríos y pernoctar en la selva. Colombia es una cosa impenetrable, por usar el título de un ensayo de Juan Guillermo Gómez.

Estos accidentes geográficos son lo que más diferencian a México de Colombia. También los señaló el Barón von Humboldt en su viaje por nuestros países a comienzos del siglo XIX. El pequeño altiplano de Bogotá, donde los muiscas no dejaron ninguna pirámide, decía que no puede compararse en extensión con el de Anáhuac o México, salpicado de pirámides. Básicamente Humboldt sostenía que casi todo el territorio mexicano podía ser caminable de un océano a otro en pocos días: estaba más ajustado más a la naturaleza humana; no así el de Colombia:
"El reino de la Nueva Granada presenta valles transversales, cuya profundidad impide a los habitantes viajar como no sea a caballo [por trochas que suben y bajan por desfiladeros deslumbrantes]. En el reino de Nueva España, al contrario, van los carruajes desde la capital hasta Santa Fe, en la provincia de Nuevo México, por un espacio de 2,750 kilómetros, sin que todo este camino haya tenido el arte de vencer dificultades de consideración […] en México la loma misma de las montañas es la que forma el llano. […] Caminando desde la capital de México a las grandes minas de Guanajuato se sigue por espacio de diez leguas sin salir del valle de Tenochtitlan, que está 2,277 metros sobre las aguas del océano[3].  

A pesar de esas dificultades de comunicación,  tenemos casi los mismos apellidos y escribimos el mismo idioma (decir que hablamos igual es una exageración) y además desde la Colonia, si no fue por tierra, abundó el contacto marítimo a través del Caribe o mare nostrum. Siguen siendo ciudades hermanas Veracruz y Cartagena de Indias. Y actualmente más de diez vuelos diarios de pasajeros aterrizan o despegan entre México y Bogotá. 

Coletazo 

Mariachis colombianos en Puerta del Sol, Madrid [tomado de http://farm7.static.flickr.com/6126/6014194741_b36f0de341.jpg]
Otros temas –cuando apenas estamos espigando los literarios– arrojan las relaciones de la cultura popular colombiana con la mexicana. Lo que Juan Rulfo ha significado para muchos escritores colombianos –una influencia notable– lo ha ejercido José Alfredo Jiménez para los cantantes populares. “Pero sigue siendo el rey” suena dos veces como mínimo en cada pueblo colombiano. Y a ciertas horas de la noche y en ciertos puntos de Bogotá, por ejemplo, cualquiera puede detenerse y contratar a los mariachis como  en la Plaza Garibaldi del DF, para amenizar fiestas o armas parrandas. Ha hecho tan suyo el mariachi el colombiano que yo he llegado a ver en España que, quienes tocan vestidos de charros en la Puerta del Sol en pleno centro de Madrid y para turistas europeos, suelen ser inmigrantes colombianos. Da igual si en las películas de Hollywood aparece un narco colombiano vestido con sombrero de Jalisco y con acento norteño: no será difícil ver un mismo personaje de la vida real, sin necesidad que sea narco, en las cantinas de un pueblo colombiano. Pero esto, repito, es otro tema. 

Gracias, 

Sebastián Pineda Buitrago
Texto leído en el marco de XXVI Feria del Libro de León (FENAL), 29 de abril de 2013


 
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1) Tomado de la edición crítica de Claude Fell, Juan Rulfo. Obra completa, Archivos, París, p. 800.
2) La interesante relación epistolar entre el “mensajero colombiano” y el “mexicano universal” puede consultarse en dos fuentes: 1) las Cartas de Barba Jacob, recopiladas y anotadas por Fernando Vallejo,  Revista Literaria Gradita, Bogotá, 1992. Y 2) La biografía Barba Jacob el mensajero, también de Fernando Vallejo. Planeta, Bogotá, 1997. 
3) Humboltd, Ensayo político sobre el reino de la Nueva España, tomado de México en el siglo XIX, ed. de Álvaro Matute, UNAM, 1984, pp. 40-42.  

 

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