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abril 20, 2013

De un viaje a las Islas

Oleo de Enrique Grau

"Nada ordinario me parece el hombre 
que se sienta de cara a la mar tumultuosa 
y bebe en calma su cerveza"

José Luis Rivas, Un navío un amor




Llegando a Barranquilla desde Santa Marta se ven a lado y lado de la carretera dos mares: uno azul y con oleaje, el Caribe, y el otro morado y apenas irisado por diminutas canoas de pescadores, la Ciénaga Grande de Santa Marta Doble asombro: doble exaltación sanguínea. 

Pero al llegar a Cartagena una emoción más fuerte nos asalta. La cercanía del mar bruscamente exalta la sangre como la aparición del amor o de otro país. El mar llega toca avasalla. 

El barco apenas se mece en el Muelle de los Pegasos. La Bahía de Cartagena ha amanecido sin risos y parece dormir todavía. Hay cielo nublado. Mañana fría de clima caliente: ninguna momento mejor para el café. 

Dianis está a la expectativa. El barco se atiborra de turistas que no saben, no sabrán lo que es la mar rizada ni la mareta sorda en alta mar. Se arruma de nubes también el horizonte. Mal presagio para el regreso. 

 Zarpamos a las 9:00am, escoltados o apurados por la Fuerza Naval –lanchas puntiagudas, veloces, tripuladas por uniformados armados. No tiene mucha velocidad el barco. 

Pasa muy lejos del litoral de la isla de Tierra Bomba, a diferencia de las lanchas pequeñas que merodean sus orillas al saludo de los isleños, chicos de piel negra que se sumergen profundo en busca de cualquier moneda, para el gusto perverso de algún turista esclavista.   Pero no presenciamos ese degradante espectáculo. Mejor. 

Rápido dejamos de lado izquierdo Manga –sus edificios, las grúas del puerto, la desembocadura del Canal del Dique–; atrás quedan, achicados, los rascacielos de Bocagrande. Salimos de la Bahía por Bocachica. 

Entramos a mar abierto.

No perdemos de vista Barú, la isla más extensa del Litoral, laboratorio musical –allá nacieron la cumbia barulera y la champeta– y laboratorio lingüístico de una lengua criolla con fricativas africanas: lengua de palenque, el palenquero. 



 Vamos con destino a las Islas del Rosario, islas coralinas que de noche viajan como lomos de animales prehistóricos y se hacen señas como monstruos –refugio de corsarios en tiempos coloniales; abastecimiento de galeones que se hundieron para siempre. 




Al principio el oleaje aduerme. Dormitan a los pasajeros –demasiado ígneos o terrígenos– a quienes demasiado pronto la mar fastidia. 

Dos horas después de repente va fondeando el barco. Cambian los colores, Nos despertamos y estallan de verde las retinas por el incendio coralino: varios peces pasan acariciando esa selva de flores sumergida cuyo resultado pétreo es esta isla pequeña que salpica con sus hermanas a la mar.




El recién llegado agota la pequeña la isla en menos de una mañana: se zambulle a clavados en una ciénaga interior, recorre las playas alrededor y, hambriento, devora el almuerzo de pescado y patacón que lo deja pesado, lento, perezoso. Con Dianis me aduermo en una hamaca. Hasta que suena la sirena del barco: están a punto de soltar las amarras del pequeño muelle y de alejarse el barco sobre el lomo combo del mar y dejarnos... y corremos so pena de quedar abandonados...

"Prepárense para salpicarse", informa el contramaestre y confirma el capitán: "hay mar de leva de regreso". Mar rizada. Marejada. Mareo. A barlovento o sotavento –da igual– no hay masa ni energía posible para romper tantas olas. El capitán apaga motores humildemente, para volver avanzar en el valle entre las olas. Y así sucesivamente... 

Entre tanto, los pasajeros están más que salpicados, emparamados por el oleaje pícaro –ni siquiera enfurecido, me dice el contramaestre– que a muchos ha puesto a vomitar en cubierta. 

Lloriquean varias señoritas; trasbocan varios jóvenes por la quilla del barco; muchos no soportan el mareo –mal de mer en francés; sea-sick en inglés–, y otra ola inmensa, imposible de vadear, sacude terriblemente el barco: nos cachetea adentrándose juguetonamente al primer piso. Gritan los turistas de terror y maldicen a la mar cuando antes bendecían su calma. 

Frente a la mar tumultuosa –como frente a la vida–: non ridere, non lugere, neque detestari, sed intelligere. 

Solo Dianis y yo al menos sacamos debajo del asiento el chaleco salvavidas: nos lo acomodemos como podemos en medio del azote de la mar, so pena de vomitar por un mal movimiento. Y que el mar haga lo que quiera con nuestros cuerpos y espíritus, que nos anegue o levante –oh, Cernuda– libremente, con la libertad del amor, única libertad que me exalta, única libertad porque muero.   


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