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mayo 21, 2013

Nicolás Gómez Dávila: el colombiano reaccionario

“El hombre inteligente llega pronto a conclusiones reaccionarias”.
Nicolás Gómez Dávila (Bogotá, Colombia, 1914–1994).

A pesar de su brevedad, el escolio, la máxima o el aforismo no es en modo alguno auto-referencial. También responde a un contexto histórico. El contexto de Nicolás Gómez Dávila fue el de mediados y finales de siglo XX. Por lo tanto, no se puede desconocer el contexto colombiano y latinoamericano para entenderlo. Voy a compartir parte de mi enfoque que sobre Gómez Dávila hice en mi libro Breve historia de la narrativa colombiana (2012):

¿De dónde salió este pensador de aforismos, ya traducido a varias lenguas europeas y celebrado por grandes autoridades de la filosofía?  ¿A qué respondió su obra? Ciertas constantes sugieren la posibilidad de que haya sido la crítica a la Revolución –en especial a las revoluciones izquierdistas del siglo XX– lo que dominó su pensamiento:
    "La revolución absoluta es el tema predilecto de los que ni siquiera se atreven a protestar cuando los pisan".
      "La revolución es progresista y busca el robustecimiento del estado; la rebelión es reaccionaria y busca su desvanecimiento."  
      "La estupidez es el combustible de la revolución."


No es gratuito que haya sido en México, hacia 1954, donde Gómez Dávila publicara, en edición limitada, sus primeros escolios bajo un título muy lacónico: Notas (1954). El libro salió a través de su hermano Ignacio, quien sí que residía en la Ciudad de México. Aunque no vivió propiamente allí, México representa el vivo ejemplo del fracaso de una Revolución, esto es, una de las retóricas nacionalistas y revolucionarias más abrumadoras del siglo XX en que el enarbolamiento de la "justicia social" anuló el Estado de Derecho, Lázaro Cárdenas, el presidente militar de "izquierda”, lo impuso con rigor. La continuaron todos los gobiernos. En la época en que Gómez Dávila urdía sus primeros escolios, además, el gobierno mexicano se hacía el de la vista gorda para dejar que se prepararan en su territorio los cubanos “intelectuales”, es decir, los que desembarcaron en Playa Girón, esto es, los de la Revolución cubana.
Gómez Dávila no podía ver con buenos ojos los entusiasmos revolucionarios . Pertenecía a cierta tradición, por así decirla, retrógrada. Al contrario del gobierno de Lázaro Cárdenas en México, durante la Guerra Civil española el gobierno de Colombia, al mando de Eduardo Santos y Laureano Gómez, se inclinó por el apoyo a Franco y no permitió el asilo de intelectuales de “izquierda” en su territorio. Contrario también a la retórica política de México, la de Colombia no concede ninguna virtud a términos como “insurgencia” o “revolución”. Al contrario: allí esos términos tienen significados peyorativos y están asociados a sus sanguinarias guerrillas. ¿Quiere decir esto que México sea revolucionario y Colombia reaccionaria? ¿Por qué el primer país muestra tanto entusiasmo por la Revolución, mientras el segundo muestra más bien un gran temor? ¿Qué hay de implícito en esta palabra para que produzca tanto fervor y al mismo tiempo tanto rechazo en dos países que hablan el mismo idioma?

Gómez Dávila debió presenciar con mucha atención la caída de la Junta Militar del general Gustavo Rojas Pinilla el 10 de mayo de 1957 en Bogotá. Porque esta caída impulsó el origen del pacto del Frente Nacional entre las dos élites políticas tradicionales: el liberalismo y el conservadurismo. Este pacto se firmó el 24 de julio de 1956 en territorio español (en Benidorm, cerca de Alicante) y obedecía, en su plan esencial, a impedir que otro partido político de tendencia izquierdista o populista se hiciera con el poder. Las élites, las élites oligarcas de Santa Fe de Bogotá, debían controlar el poder. Nadie más.  ¿No responde parte de la ideología de Gómez Dávila a la del Frente Nacional?: 

"Canónigo obscurantista del viejo capítulo metropolitano de Santa Fe, agria beata bogotana, rudo hacendado sabanero, somos de la misma ralea. Con mis actuales compatriotas solo comparto pasaporte".  
Aunque simulaba despreciar al público el tercero de sus libros, Escolios a un texto implícito (1977), salió publicado por el Instituto Colombiano de Cultura, es decir, por una editorial popular:
-          "Cierta manera desdeñosa de hablar del pueblo denuncia al plebeyo disfrazado." 
¿No balbució Gómez Dávila tonterías en una forma aristocrática? Sí: se dispersó en muchas ideas y le faltó la unificación de la inteligencia con otras inteligencias. Durante su vida denigró ponerse en contacto con el hombre medio de la calle y aun con otros intelectuales colombianos o hispanoamericanos (no sabemos si con alguien francés o europeo), porque no dejó correspondencias ni dio clases o conferencias en ninguna universidad. ¿Independencia intelectual acaso? Si se dignaba a salir de su biblioteca era para pasársela en el Jockey Club de Bogotá. Ni siquiera frecuentó, situado en la misma calle del Club, el Café Automático, aun cuando la conversación con uno de los contertulios de aquel café le hubiera agradado: el poeta León de Greiff también compartía su  temple colombiano, es decir, hosco y apasionado –tiene un verso que dice: “nada me importa sino mi rudeza”–, pero nunca comulgó con posiciones reaccionarias. Al contrarios: MariaANO Ospina Pérez y LaureANO Gómez lo encarcelaron por revoltoso. 

Las frases de Gómez Dávila dejan la impresión de una lagartija que, apenas se agarra, escapa cómodamente dejando la cola en la mano del lector. Pensador católico suelen llamarlo, como si todo el pensamiento occidental no lo fuera de algún modo después del paganismo; su defensa de Cristo, además, es más bien cierto ataque contra los postulados de la iglesia moderna. Pertenece –él mismo lo sugirió– a ese interesante linaje de panfletarios católicos: Pascal, Maestre, Veuillot,  Barbey, Bloy, Chesterton.
         Un ejercicio sano podría ser el de levantar un atlas hispanoamericano de los sentenciosos, aforistas y creadores de textos breves, mejor aun, una antología del pensamiento reaccionario. O aun mucho mejor: leer a Gómez Dávila sin ideologías de ninguna clase. Sin revolucionarios ni reaccionarios.

Yo lo leo al despertarme. Alguna de sus frases me hace quedar meditabundo; salgo a confundirme en el bullicio de la calle; olvido la impresión que esa frase me causó; pero andando el tiempo advierto que aquella frase, sin yo removerla, ha labrado tanto dentro de mí que toda mi vida espiritual se ve ha visto impregnada y modificada según ella. Esa frase puede ser cualquier escolio leído al azar como:
      La madurez del espíritu comienza cuando dejamos de sentirnos encargados del mundo.
O
      No es a resolver contradicciones, sino a ordenarlas, a lo que podemos pretender.

Este aforista colombiano nació en Bogotá hace 100 años. El 18 de mayo de 1913. No estudió en ninguna universidad. No tenía necesidades económicas. Pasó una temporada de su juventud en la Europa de entreguerras, donde adquirió el manejo de varios idiomas y, sobre todo, una biblioteca enorme. Se refugió en ella luego de sufrir, mientras jugaba polo en algún club de la sabana bogotana, una fractura de cadera. ¿Acaso quiso vengarse del mundo y de la sociedad? Si fue así por ningún lado se advierte su resentimiento. Al contrario. Sus escolios son reconfortantes refranes. Están llenos de sensualidad y lucidez. Deslumbran:  
      Un cuerpo desnudo resuelve todos los problemas del universo.
      Un gran amor es una sensualidad bien ordenada.
      Una presencia voluptuosa comunica su esplendor sensual a toda cosa.
      Quisiéramos no acariciar el cuerpo que amamos, sino ser la caricia.
      La idea inteligente produce placer sensual.
      La cultura del individuo es la suma de objetos intelectuales o artísticos que le producen placer. 


   Vertió toda su obra en pequeñas aforismos o escolios de tan acendrada condensación de belleza y verdad que parecen poemas o casi haikus. La belleza no sabemos si proviene de la idea que esgrime o de la prosa que labra; la verdad –o lo que parece verdadero– lo adquiere por la fuerza, por el acierto lírico o sintáctico. Si solemos subrayar ciertas líneas o párrafos de todo un tratado, ello quiere decir que los razonamientos y las investigaciones de la filosofía sólo valen si arrojan de vez en cuando conclusiones.  ¿Por qué no ahorrarnos ese largo raciocinio y expresar tan sólo la culminación, es decir, dar con el blanco sin necesidad del arco, la flecha y la trayectoria? “Morar en cada idea, un instante”, concluía. 

Y de nuevo la lagartija se nos escapa. Su cola no nos dice mucho. Como el verso de Juan Ramón Jiménez: "....sólo nos deja la forma de su huida..."










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