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agosto 08, 2013

Borges: el jardín de las lecturas que se trifurcan

Conferencia leída en la charla Borges: el jardín de las lecturas que se trifurcan en el Centro de Creación Literaria Xavier Villaurrutia
(México DF, 7 de agosto de 2013)


I

Me ha parecido genial el título global de esta charla. El jardín borgiano –que imagino de estilo inglés con discretos toques orientales, como el espía chino de su memorable cuento El jardín de los senderos que se bifurcan– en realidad se abre a todas las direcciones y a todas las interpretaciones. De los tres caminos que se trifurcan esta tarde-noche, el primero lo abre Elisa Corona Aguilar, el segundo Marina Porcelli, y el tercero, que es el mío, recorrerá algo de Colombia de la mano de Borges.


También quisiera saltar por este camino trifurcado, al menos un momento, hasta España –porque resulta que ahora que hago una tesis doctoral sobre la década de Alfonso Reyes en Madrid, la figura de Borges con frecuencia se me entromete: el argentino llegó de 20 años a Madrid en tiempos en que Reyes estaba allí (el mexicano era exactamente diez años mayor); nunca se encontraron en España, no podían haberlo hecho, porque Borges frecuentó el café del traductor sefardí de las Mil y una noches, Rafael Cansinos Assens, que era totalmente opuesto al café de Pombo que frecuentaba Reyes, donde Ramón de la Serna presidía la batuta.

Me hubiera gustado añadir al libro de Miguel Capistrán, Borges en México, una sugerencia que plantea José Emilio Pacheco. Que desde los primeros libros de género impreciso, como Cartones de Madrid (1917) o El plano oblicuo (1920), Reyes prefiguraba al argentino con “relatos-ensayos que, sin alcanzar su maestría, se acercan a los que Borges hará a partir de 1939.”[1] Sólo que Reyes no dio con un símbolo que se apoderara de la imaginación de la gente. Borges tiene “El Aleph” en un sótano de una casa de Buenos Aires que encierra el mundo; tiene una “Biblioteca de Babel”; tiene una “Lotería de Babilonia”; tiene a los compadritos cuchilleros de “Sur”. Escarbándolo, Reyes podría tener símbolos parecidos... Pero la gente se fatiga de buscarlos en 26 tomos de Obras Completas. Si lo vendieran más suelto; si lo dejarán respirar…

Otra diferencia es que Borges nació platónico mientras Reyes aristotélico. El uno dice en su cuento “El informe de Brodie”: “el ejercicio de las letras es misterioso; lo que opinemos es efímero y opto por la tesis platónica de la musa…”. El mexicano, en cambio, optó por el camino difícil, el aristotélico, y construyó laberínticamente una teoría literaria de casi 400 páginas, El deslinde. Pero en fin. Esto ya es harina de otro costal.

2

El éxito de Borges consistió en que logró ser a veces todos los hombres. Incluso colombiano. Si en “El jardín de los senderos que se bifurcan” fue un espía chino de nombre Yu Tsun y en “La escritura del dios” un sacerdote maya apresado por Pedro de Alvarado, así como en “Deutshes Requiem” un herido soldado alemán del ejército nazi, en “Ulrica”, uno de sus últimos cuentos publicado en El libro de arena (1975), Borges también fue un colombiano, un profesor de la Universidad de los Andes de Bogotá –allí, por cierto, yo estudié mi licenciatura, y si no recuerdo mal había una inscripción en el muro del antejardín con ese cuento–. “Ulrica” es, si no del único, de los pocos cuentos de amor que escribió Borges. Hay quienes se empeñan en ver una ficción autobiográfica de su senil amor por María Kodama –la Yoko Ono de la literatura. Otros se atreven a decir si el personaje no está inspirado en el escultor colombiano Edgar Négret...

Lo cierto es que en este cuento Borges se llama Javier Otálora y es oriundo de Popayán. Como lo sabemos harto frecuentador de enciclopedias –Google y Wikipedia lo hubieran enloquecido– Borges debió enterarse de que Popayán, ciudad de tamaño mediano en comparación con Cali o Bogotá, se levantó durante la Colonia como el cruce o el centro entre el virreinato de Nueva Granada y el del Perú. Que en Popayán nacieron en el siglo XIX al menos 20 presidentes de Colombia. Que encerraba (o encierra) una mística extraña por su situación geográfica, volcada hacia cuatro universos: a los Andes, al océano Pacífico, a las selvas del Amazonas y al río Cauca que va al mar Caribe. 

Una escena de este cuento ha inquietado muchísimo a los colombianos. El profesor Javier Otálora  –ya bastante maduro– se siente seducido por una estudiante noruega en el comedor de un hotel en la ciudad de York, al norte de Inglaterra.

Fue entonces cuando la miré. Una línea de William Blake habla de muchachas de suave plata o furioso oro, pero en Ulrica estaban el oro y la suavidad. […] Hablaba un inglés nítido y preciso y acentuaba levemente las erres. No soy observador; esas cosas las descubrí poco a poco.
Nos presentaron. Le dije que era profesor en la Universidad de los Andes en Bogotá. Aclaré que era colombiano.

Me preguntó de un modo pensativo:
-¿Qué es ser colombiano?
-No sé –le respondí–. Es un acto de fe.
–Como ser noruega –asintió.

Eso de que ser colombiano es un acto de fe, por lo visto, no es exclusivo de los colombianos –aunque Colombia sea una de las naciones con menos sentido de pertenencia de Hispanoamérica por su difícil cohesión social y geográfica que la hace más bien un país de regiones–; además Borges admite que un acto de fe es también ser noruego. En realidad es una crítica a todos los nacionalismos. ¿No son máscaras? ¿No es un acto de fe creer en una comunidad imaginada llamada México, Argentina y Colombia? ¿No se requiere el mismo proceso mental de la ficción literaria para hacer reales y palpables esas palabras? El caso de Colombia y Noruega –por sus identidades borrosas y confusas– le resultaron bastante apropiados a Borges.
3
 Ahora que son de interés y dominio público los más pequeños incidentes de la vida y obra de Borges –de hecho, se exige que así sean– consultémonos el minucioso y voluminoso diario de Adolfo Bioy Casares sobre Borges. El 31 de noviembre de 1963 –serían las diez de la noche y la señora del servicio ya había recogido los platos, no fuera a ser colombiana– Borges se lanza en ristre contra ese paísito tropical que desde la Argentina lo ve arrinconado en el norte de Suramérica, pegado a Venezuela.  

«En la embajada de Colombia, me explicaron que Colombia es el único país de América donde se habla el español de España. Yo estaría de mal humor, porque les contesté: «En España nunca hablaron bien el español. Y desde hace dos siglos, ¿Para qué les sirve? Para hablarlo de cualquier modo y para escribirlo peor. ¿Qué merito puede haber en el modo de hablar de una gente incapaz de escribir un buen libro? No, yo no me arrepiento del 25 de mayo ni de San Martín; ustedes no deben arrepentirse de Bolívar». La gente repite frases y no piensa. «Admiran a Bolívar y al mismo tiempo se jactan de ser casi españoles. Viven felices en el matete. Son unos brutos». 

Borges había pasado por la embajada colombiana porque estaba en vísperas de su viaje a Bogotá, para recibir el Doctor Honoris Causa por la Universidad de los Andes. Aterrizó en El Dorado a mediados de diciembre de 1963. Cuando en las primeras entrevistas le preguntaron qué escritores colombianos admiraba (García Márquez todavía no había publicado Cien años de soledad sino hasta 1967), Borges responde con suma ironía que a Miguel Antonio Caro. ¿Miguel Antonio Caro? Lo dijo en una entrevista radial y añadió además que lo habían querido censurar por haberlo mencionado. Claro. Miguel Antonio Caro encarnaba precisamente lo que Borges tanto criticaba de Colombia: la pretensión por hablar el mejor castellano, la contradicción de amar a la España más ultramontana y tradicionalista de igual forma que al Libertador Bolívar.
Caro, que había sido a finales del siglo XIX uno de esos presidentes con delirios de académico de la Lengua, arrojó sobre la imagen de Colombia una manta de agresivo tradicionalismo. Antes de convertirse en presidente, este Caro compuso con su amigo Rufino José Cuervo una manual de la lengua latina para uso de los hispanohablantes, que Borges conoció de niño, y también tradujo en fríos versos la Eneida de Virgilio. Nada del otro mundo tampoco. Cosas normales. Después se enloqueció con fundir Estado-Iglesia-Academia de la Lengua, aplacando el uso de regionalismos o localismos en los escritores y provocando otra detonación más para la guerra civil de los Mil Días (1899-1903).

Pero Borges era un provocador. Un maestro de la ironía. En realidad también había leído –y casi había llorado– con la novela María (1867) de Jorge Isaacs. En un artículo de 1937, publicada en la revista El hogar de Buenos Aires, defendía este clásico latinoamericano. “Ayer 24 de abril de 1937, de dos y cuarto de la tarde a nueve menos diez de la noche, la novela María era muy legible […] Jorge Isaacs no era más romántico que nosotros […] No en vano lo sabemos criollo y judío, hijo de dos sangres incrédulas […] es decir, un desengañado... un hombre, en suma, que no se lleva mal con la realidad”. Por cierto que a veces en Borges lamentamos cierta falta de realismo.

Luego, cuando leyó o le leyeron Cien años de soledad –porque ya se había quedado ciego– no escribió nada al respecto, pero dijo a viva voz en una entrevista que era una obra genial. En los años cuarenta García Márquez leyó con furor a Borges y su influencia se nota en los primeros cuentos. Pero lo transformó en otra cosa. Me pregunto qué hubiera pensado Borges del realismo mágico. Me pregunto también por qué en sus cuentos hablamos de literatura fantástica y en los de García Márquez de realismo mágico, En ambos casos lo fantástico no está en la realidad sino en el arte de fingir con palabras. El crítico Enrique Anderson Imbert responde que en el primer caso lo sobrenatural se presenta de golpe y pone el mundo patas arriba. En el segundo caso, para mayor sorpresa, ya el mundo está patas arriba y lo sobrenatural se apoya en objetos familiares, como si se tratara de la realidad común y corriente. La respuesta estriba también en que, antes de García Márquez, el género fantástico se cosechó ante todo en Buenos Aires, la ciudad con más inmigrantes no-españoles de América Latina. Luego lo fantástico operó sobre el realismo del Caribe, y desde los experimentos surrealistas de Miguel Ángel Asturias, pasando por los de Alejo Carpentier hasta llegar a los de Gabo, la técnica se perfeccionó tanto que lo fantástico se presentó como si fuera una suerte de costumbrismo. De ahí el realismo mágico.

         Los dos escritores más borgianos de la narrativa colombiana, Pedro Gómez Valderrama y Germán Espinosa, nunca practicaron el realismo mágico. En especial Germán Espinosa, que en México no es tan conocido porque Alfaguara-España no distribuye bien sus novelas, nunca se resignó al folclorismo del Caribe (aunque había nacido en Cartagena de Indias) ni a seguir la temática de García Márquez. Quiso experimentar la densa intelectualidad borgiana –lo libresco, lo fantasmal, el espionaje– en personajes sumamente reflexivos.

         Temo extenderme demasiado. Quisiera terminar diciendo que tal vez el mayor aporte de Borges radica en que es un multiplicador de lecturas. La lectura continua de Borges conlleva a hacernos, sin darnos cuenta, de nuestra propia biblioteca personal. Yo a Borges le debo el conocimiento del poeta persa Omar Khayyam, de G. K. Chesterton, incluso –y no me lo van a creer a estas alturas– de Alfonso Reyes.



[1] José Emilio Pacheco, op. cit., p. 24.

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