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agosto 06, 2013

Estados Unidos es un tablero de ajedrez

Dos días en St. Louis

Alguien de repente lanza como un artefacto de pólvora que estalla afuera del restaurante contra varios hombres y mujeres de piel negra que esperan en una parada de autobús. A todos nos asusta pero a nadie hiere: un humo blancuzco amenaza filtrarse por la puerta del restaurante donde estamos. Pienso si no será otro ataque del Ku Klus Klan. Porque aquí la tensión racial se respira en el aire. Recorta los vecindarios de St. Louis como un tablero de ajedrez: piezas negras, piezas blancas. Es el único recuerdo algo desagradable de nuestro paso por St. Louis, in the very  heart of the US

Ahora vamos por la mítica ruta 66 (con otro 6 sería diabólica) con destino a Chicago. La carretera navega por planicies salpicadas de maizales, luego de arrozales, después de habichuelas, al cabo de cañaverales: un plano tras otro plano de cultivos. También un poste tras otro poste de electricidad cada cincuenta metros, y los cables se mecen y ondulan con precisión puntillosa. Ni una montaña a lo lejos. Hay cierta ausencia de plasticidad, de figurativismo, y las llanuras me parecen abstractas de tan planas. Cubistas.

El bus es de dos pisos. Diana, Santiago y yo vamos arriba como sobre la proa del barco. Ha sido muy grato nuestro paso por St. Louis, por el centro de los Estados Unidos, por la confluencia de carreteras y de los ríos Missouri y Misisipí. Nos recibió Nacho Sánchez Prado en el aeropuerto. Veníamos de Nueva York, y nos sorprendió la desenfadada extensión horizontal de la ciudad, sin la furia vertical de los rascacielos de Manhattan. Una ciudad hecha en la campiña: el sueño del ranchero.

El desenfado también lo notamos en la gente. Nacho nos llevó a almorzar a un restaurante de algún descendiente de los amigos de Tom Sawyer, un viejo cuate de Huckleberry Finn. Arroz con frijoles salpicado de camarones, de pedazos de carne y de salchicha como cualquier recalentado paisa o valluno. La cocina afro en todo su esplendor. Todo el sabor del Misisipí. También toda la tragedia y la estupidez del racismo. Esta comida podría ser un plato nacional de Estados Unidos: una receta para exportar al mundo entero, un sabor distinto, diferente al artificioso y prefabricado de las grandes cadenas de comida rápida. No necesito echarle nada a este arroz: ya está sazonado y ya de por sí viene picante. Sabroso. Pero el racismo blancuzco nunca se asoma por estos lares. Entre las piezas blancas y negras del tablero de ajedrez que es Estados Unidos a veces entramos espectadores amarillos o morenos o no tan blancos, hispanos como Nacho Sánchez Prado, como nosotros, quienes no tememos a la mezcla porque nuestra esencia de por sí es la mezcla. 

Después de almorzar, acompañamos a Nacho a su despacho en la facultad de lenguas romances, en el departamento de español y portugués de la Washignton University in St. Luis. En las estanterías más títulos de narrativa reciente que de otra cosa. "Los de ensayo los tengo en mi casa", nos dice. "Leo casi todo lo que sale, lo importante o más famoso, para estar al día en mis clases; pero la narrativa me aburre a no ser que sea muy buena. Pero lo cierto es que nada bueno ha salido últimamente en Hispanoamérica". 

Por la carretera a Chicago, cruzando todo el estado de Missouri, de vez en cuando aparecen fábricas abandonadas. O parques de producción automotriz. A veces cruzamos riachuelos sin corriente o pequeños lagos que se explayan a lo lejos. Hay producción de truchas en cantidades, nos contaba Nacho.

En la librería de la Universidad de Washington in St Louis nos encontramos también con la esposa de Nacho, de nombre Aby. Compramos un par de libros. Diana, Ideologías del hispanismo de Mavel Moraña, el nombre de una profesora uruguaya también asociada al departamento de lenguas romances y experta, según nos dijo en la cena organizada en casa de Nacho, en Juan Carlos Onneti. Yo me compré The Great War and the language of modernism, de Vincent Sherrry. Leí la introducción muy de mañana al despertarme en la habitación del hotel: los escritores que a comienzo de siglo vivieron en carne propia la experiencia de la Primera Guerra Mundial, como Robert Graves, fueron los más renovadores de lo clásico, helenistas; los que la presenciaron desde lejos o sintieron sus efectos, como Elliot (que por cierto nació en St. Louis) los más vanguardistas. Me sirve para el enfoque de mi tesis.

En la tarde Aby, la esposa de Nacho, nos acompaña a tomar malteadas en un barrio de la periferia de la ciudad (en los outskirsts), famosas por su sabor. Es lunes y está repleta de comensales; de ve en cuando compiten por quien sea capaz de beberse cuatro malteadas seguidas, a riesgo de morir de coma diabético, porque la cuenta les sale gratis. Atardece. El día ha durado bastante y ha sido uno de los más calientes del año. Caminando por el campus universitario he recordado una canción de jazz, una de mis favoritas, cantada por la bella Fitzgerald, acompañada del vozarrón de Louis Amostrong, Summertime:

Summertime and the livin' is easy
Fish are jumpin' and the cotton is high
Oh, your daddy's rich and your ma is good-lookin'
So hush, little baby; don't you cry


Detrás de nuestro asiento, en el segundo piso del bus, dos estudiantes de matemáticas discuten la posibilidad de representar una cuarta dimensión, una especie de pantalla que fuera como un cubo. El chico comenta con su compañera de varias posibilidades. Se me escapan breves palabras de lo que dice. No alcanzo a ver lo que dibuja. Volteo muerto de la curiosidad, pero en realidad juega con el cubo tridimensional de Rubick, del arquitecto húngaro Ernő Rubik.

       Los Estados Unidos son potentes y grandes en arquitectura y en ingeniería. También en Literatura y en Artes y en Música. Nadie ha dicho lo contrario: cerca de St. Louis, en Hannibal, nació Mark Twain cuyas novelas Huckleberry Finn and Tom Sawyer ponen a leer en todas las escuelas gringas; cerca también de St. Luis, en Alton, nació el gran Miles Davis cuyo Blue in Green o So What tanto me relajan –sin mencionar sus Sketchesof Spain–; pero a la hora de exaltar su talento reconocen, en lugar del literario o musical, el arquitectónico y el matemático. Lo más práctico. En las plazas de los pueblos de Colombia o Venezuela en cambio, cuando no hay un busto del “Libertador” Bolívar, hay el de un poeta bigotudo bebedor de ajenjo.

       La obra humana más impresionante de St. Louis es el Arco Gateway, el monumento celebratorio de la expansión al oeste: 191 metros de altura en acero inoxidable, tal vez la estructura humana en forma de arco más alta del mundo. El arco fue diseñado en 1947 por el arquitecto Eero Saarinen y el ingeniero Hannskarl Bandel. Eran poetas de los números. Los obreros de cinco estados lo terminaron en casi 20 años, en 1965.

       Vuelvo a parar oreja a oír lo que dice el chico matemático que manipula el cubo de Rubick y las preguntas que le hace su compañera sobre la posibilidad de una pantalla cuatridimensional. Acaso así diseñaron el Arco Gateway tanto Bandel como Saarinen, lanzando digresiones geométricas frente a las llanuras abstractas del Midwest, de camino a Chicago, para registrarlo en la oficina de patentes. Las dimensiones hiperbólicas del Arco no dejan de sorprenderme –mi noción geométrica-matemática es de escuela primaria–: ¿cómo hicieron para girar 191 metros cuadrados, que es la máxima altura del arco? Si sólo pensarlo da vértigo, no menos da subirlo adentro, en cápsulas selladas movidas como norias o tranvías, hasta el observatorio situado en la punta donde gira el arco. El río Misisipí –sus llanuras–; los edificios del centro de St. Louis; un helicóptero aterrizando en un planchón sobre el río. Todo eso vi los cinco minutos que permanecí arriba.



       El autobús de dos pisos se detiene cerca al Willis Tower. Hemos llegado a Chicago.


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