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agosto 05, 2013

Su primer Nueva York


         My Nueva York Visto y entrevisto 


Mi amigo colombiano nunca había estado, pero cuando se bajó del tren en Penn Station y salió a la 7th avenue –cuarenta grados a la sombra y todo el sol del verano contra el vértigo cristalino de los rascacielos– se sintió como en casa. 
Nueva York, desde su más remota infancia, formaba parte de su mitología familiar. En los años 70’s sus tías de Medellín se volcaron sobre la Gran Manzana: primero fue su tía mayor y el esposo los que alquilaron un apartamento en 5th Street, 343 East, entre la segunda y la tercera avenida, en pleno Village, porque a ella la habían contratado de secretaria en la Biblioteca de la NYU. Sólo que no contó con que a la primera tarde de invierno, al regresar al pequeño apartamento, se encontrara ya a su marido con nuevos amigos, todos trompetistas de jazz o aspirantes a pintores que había conocido en Washignton Square, fumando pipas o porro y  en otra esquina un par de vagos jugando ajedrez. Al cabo se aparecieron sus dos hermanas, artistas y psicólogas, pero después se marcharon a Londres y a Moscú respectivamente. Al rato llegó también su hermano menor, el papá de mi amigo, que se había volado de un internado en un aldea de pescaderos en Long Island a donde lo habían enviado por necio, para que no se encontrarse con sus amigos hippies en el Village. Y preciso.

        Rebeldía a Nueva York
        
Mi amigo nació el mismo año en que los Estados Unidos de América impuso la visa a los colombianos, 1982. Creció cuando la imagen de Colombia, de café oscura, pasó a ser blancuzca y polvorosa. Algo alcoloide movía con extraño vértigo a Manhattan por los aires de Wall Street. En rebeldía viajó primero al Nueva York del Cono Sur, pero Buenos Aires le pareció la capital de un imperio que nunca existió. Antes de Nueva York viajó a Cuba, para hacerle pistola a Miami desde el malecón de La Habana. Primero se bajó en Victoria Station que en Penn y atravesó primero el Támesis que el Hudson. Y corrió por las Islas y por los lagos de Chapultepec y comió tacos y chiles, volviéndose chilango durante dos años, antes que embutirse un hot dog en alguna esquina del Central Park. Incluso estuvo primero en Chicago, un Nueva York sin tanta gente y con torres más altas, y en Los Angeles, que es un Nueva York extendido en varias valles y asomado al Pacífico. Hasta que cedió a la tentación. Su Firts New York. Manhattan elsewhere.  

       De entrada

Entró en el tren bordeando el estrecho de Long Island Sound. Venía con su hermano y con su novia mexicana de New Haven, Connecticut, tras entrevistarse con una profesor de Yale para cuestiones de su tesis. Avanzó hacia Madison Square Garden, ya iba anocheciendo y vio o creyó ver, muy muy arriba, algún vampiro algún zombi a punto de planear no bien se ensombrecieran los edificios anaranjados por el resplandor del sol inclemente. Del suelo salía además todo el vaho caliente de los aires acondicionados y de las tuberías y de los sótanos y del aliento y los humores de tantos habitantes. También su novia seguía elevada, ida, con la boca hecha agua con tanto espagueti de hierro o de acero: Manhattan a la boloñesa.  Hasta que advirtieron que si no avanzaban la masa de peatones chinos, dominicanos, coreanos, italianos, mexicanos, franceses, argentinos, españoles, rusos, paisas haría con ellos una bola de hamburguesa.
Se desviaron por Broadway, viendo en una esquina viejos mendigos negros tocando jazz, algo famélicos por tanto soplar el saxo o mariguana, discutiendo con la prosodia neoyorkina que consiste en mover mucho el paladar y agitar mucho las manos, como gigantescas grúas de puerto que recogen aquí y allá toques y matices de medio mundo. Subieron a la Quinta avenida y a punta de Google Maps ubicaron, en Park Avenue, muy cerca de Madison Square Garden, el hotelacho.

El mapa de Nueva York 

Mi amigo extendió en la mesita de noche de la habitación el mapa de Nueva York. Por la ventana apenas se vislumbraba algo de la esquina de Park Avenue con 29th Street. Ante sus manos los contornos de la isla de Manhattan que tanto le gustaba delinear desde pequeño: el río Hudson antes de desembocar en el mar que se abre en el pequeño brazo que se robustece al tocarse del agua salada convirtiéndose en el East River, para volver a juntarse con el lomo denso del Hudson en el mar, dejando la punta de Wall Street para que gobierne al mundo. El tejido de Nueva York en su tejido neuronal: pegado como una película. 
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Siguió su táctica de turista: actuar como un militar, tomarse la ciudad que visita, conquistarla.

El Brooklin Bridge

Atravesaron varias veces en un día el Brooklyn Bridge pensando en la crónica de José Martí, que todas las mañanas se asomaba al Hudson asombrándose ante la construcción del primer puente colgante del mundo. Su crónica, publicada en 1883, es una obra maestra de Nuestra Prosa.
“Palpita en estos días más generosamente la sangre en las venas de los asombrados y alegres neoyorquinos: parece que ha caído una corona sobre la ciudad, y que cada habitante la siente puesta sobre su cabeza: afluye a las avenidas, camino de la margen del Río Este, muchedumbre premiosa, que lleva el paso de quien va a ver maravilla: y es que en piedra y acero se levanta la que fue un día línea ligera en la punta del lápiz de un constructor atrevido; y tras de quince años de labores, se alcanzan al fin, por un puente colgante de 3, 455 pies, Brooklyn y New York. […]Ya no es el suelo de piedra, sino de madera, por bajo de cuyas junturas se ven pasar, como veloces recaderos y monstruos menores, los trenes del ferrocarril elevado, que corren a lo largo de esta margen del río—a diestra y siniestra. Y por debajo de nuestros pies, todo es tejido, red, blonda de acero; las barras de acero se entrelazan en el pavimento y las paredes que dividen sus cinco anchas vías, con gracia, ligereza y delgadez de hilos: ante nosotros se van levantando, como cortinaje de invisible tela surcada por luengas fajas blancas, las cuatro paredes de tirantes que cuelgan de los cuatro cables corvos. Parecen los dos arcos poderosos, abiertos en la parte alta de la torre, como las puertas de un mundo grandioso, que alegra el espíritu; se sienten, en presencia de aquel gigantesco sustentáculo, sumisiones de agradecimiento, consejos de majestad, y como si en el interior de nuestra mente, religiosamente conmovida, se levantasen cumbres. El camino de los pedestres, ya bajo la torre, se abre, al pie del muro que divide los dos arcos; lo ciñe en cuadro; vuelve a juntarse, entre la colosal alambrería que en calles aparejadas, colgada de los cuatro cables gruesos, desciende en largas trenzas, altas como agujas de iglesia gótica junto a la torre, más cortas a medida que la curva baja hacia el centro del puente; y al fin, en el centro, a nivel de éste. Y el puente,—encumbrado en su mitad a 135 pies, para que por bajo él, sin despuntar sus mástiles ni enredar sus gallardetes, pasen los buques más altos,—comienza a descender, en el grado mismo en que su mitad primera asciende: la imponente cordelería, que antes bajaba, ahora en curva revertida, se encumbra a la cima de la segunda torre: el camino, al pie de ésta, se reabre en cuadro, como al pie de la torre de New York, y se recoge: bajo de sus planchas de acero silban vapores, humean chimeneas, se desbordan las muchedumbres que van y vienen en los añejos vaporcillos, se descargan lanchas, se amarran buques: la calzada de acero, cargada de gente, se entra al cabo por la de mampostería que lleva al dorso la fábrica de amarre de Brooklyn, que, sobre sus arcadas que parecen montañas vacías, se extiende, se encorva, sirve de techumbre a las calles del tránsito, bajo ellas semejantes a gigantescos túneles, y vierte al fin, en otra estación de hierro, a regarse hervorosa y bullente por las calles, la turba que nos venía empujando desde New York, entre algazara, asombros, chistes, genialidades y canciones. Regocija lo inmenso”.

Regocija Martí. La impresión cien años después sigue siendo la misma. Al llegar a Brooklyn descansamos del vértigo de Manhattan. Lo vemos desde lejos. Humanizado. Bajamos a saludar al East River bajo el puente, como meros mendigos, descendiendo los escalones del Brooklyn Bridge Dumbo.  Al otro lado se queja y chirría la maquinaria del metro cruzando el Manhattan Bridge. A nuestros pies  el río.

        
En Coney Island

Señalaron con yema del dedo la última estación que parecía conducir a la playa más saturada de los Estados Unidos, se subieron al metro y se bajaron en Coney Island. Compraron primero una hamburguesa de camarón y un paquete de fish and chips. El sol reverberaba en todos los bañistas. Pasaban avionetas extendiendo un anuncio gigantesca de alguna marca de gaseosa y otra de otra cerveza. Sobre el malecón oyeron sones salseros y vieron bailando a un grupo de puertorriqueños –neoyorricans con su banderita–, acaso amigos de Héctor Lavoe, el ídolo. Más adelante se toparon con hippies arrugados, enmarihuanados, tocando blues y de vez en cuando alguna canción de Lenon. En el largo malecón también chocaron contra una fiesta techno con transmisión directa a YouTube: ritmos rimados y extasiados por el éxtasis.  Los paseantes inofensivos se detenían a mirar todo tragando helado, derritiéndoseles si se demoraban mucho y no lo lamían. Quisieron bañarse, pero las olas arrojaban lama verdosa y negruzca y jugaban mar adentro con la mierda neoyorkina y con los deshechos industriales. Multitud de barcos pasaban a lo lejos. 
      También Martí se indignó de la masificación de la playa y de los bañistas y del mar de Coney Island. Toda la working class in progress: 
"En los fastos humanos, nada iguala a la prosperidad maravillosa de los Estados Unidos del Norte. Si hay o no en ellos falta de raíces profundas; si son más duraderos en los pueblos los lazos que ata el sacrificio y el dolor común que los que ata el común interés; si esa nación colosal lleva o no en sus entrañas elementos feroces y tremendos; si la ausencia del espíritu femenil, origen del sentido artístico y complemento del ser nacional, endurece y corrompe el corazón de ese pueblo pasmoso, eso lo dirán los tiempos.

Hoy por hoy, es lo cierto que nunca muchedumbre más feliz, más jocunda, más bien equipada, más compacta, más jovial y frenética ha vivido en tan útil labor en pueblo alguno de la tierra, ni ha originado y gozado más fortuna, ni ha cubierto los ríos y los mares de mayor número de empavesados y alegres vapores, ni se ha extendido con más bullicioso orden e ingenua alegría por blandas costas, gigantescos muelles y paseos brillantes y fantásticos.

Los periódicos norteamericanos vienen llenos de descripciones hiperbólicas de las bellezas originales y singulares atractivos de uno de esos lugares de verano, rebosante de gente, sembrado de suntuosos hoteles, cruzado de un ferrocarril aéreo, matizado de jardines, de kioscos, de pequeños teatros, de cervecerías, de circos, de tiendas de campaña, de masas de carruajes, de asambleas pintorescas, de casillas ambulantes, de vendutas, de fuentes.

Los periódicos franceses se han hecho eco de esta fama.

De los lugares más lejanos de la Unión Americana van legiones de intrépidas damas y de galantes campesinos a admirar los paisajes espléndidos, la impar riqueza, la variedad cegadora, el empuje hercúleo, el aspecto sorprendente de Coney Island, esa isla ya famosa, montón de tierra abandonado hace cuatro años, y hoy lugar amplio de reposo, de amparo y de recreo para un centenar de miles de neoyorquinos que acuden a las dichosas playas diariamente”.

My Little Colombia



Por fin alguna tarde terminó en 82th Srteet, Jackson Heights, en Queens, tomando jugo de lulo y comiendo patacón pisado. Pero eso fue después de perderse y volverse a perder en Central Park llenado su botellita de agua en los bebederos públicos, sediento de calor, y después del Battery Park al final de la isla, en donde abordó el ferry a Lady Liberty y a Staten Island donde había nada, y después de fascinarse ante la pequeña iglesia de Trinity, con su diminuto cementerio y desdeñosa de los infinitos edificios de Wall Street, en cuyos resquicios se gobiernan las finanzas del mundo, y de acordarse de  Bartleby, el escribiente, y antes de saludar a la luna roja de Manhattan en un muelle (pier 35) sobre el Hudson, cerca de Washington Square, donde una tarde vio un halcón encima de la rama de un árbol como si también escuchara al actor callejero que recitaba allí, abajo en el calor del parque, un monólogo de Hamlet, y después de refrescarse con dos rubias cervezas en el Fat Cat, un bar de jazz, y de ingresar al Metropolitan Museum y de contemplar un cuadro de Venecia, pintado por Canaletto, en una sala del segundo piso del Metropolitan Museum, poco después de penetrar –comprender– esa otra dimensión que es Nueva York, ciudad doblemente acuática, fluvial y marítima, Nueva Venecia, juego de máscaras, derroche de millonarios, delirio de vanidosos, ilusión de cosmopolitas que piensan en traducido...  




Un buen día, cansado del vértigo de Manhattan, tomó el metro a Queens y se bajó en la estación Jackson Heigths, en  el pequeño rincón de su universo, calle 82, Calle Colombia. Entró con su novia mexicana al restaurante Seba y Seba, y después de que le hizo probar un plato de patacón pisado ella salió hablando en acento paisa, colombiano. Los meseros del Eje Cafetero celebraron el hecho. Pero no era solo ella. Toda la colonia de árabes, peruanos, ecuatorianos y aun gringos rubios amenazaban con convertirse en colombianos. Caía la tarde. Tomaron el metro de regreso a Manhattan. Al otro día, despegando de La Guardia, comenzaba otra gran aventura. 



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