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marzo 29, 2014

CRÓNICA PACIANA

        
Salí de mi casa a las 11 de la mañana del viernes 28 de marzo de 2014 a oír la mesa redonda sobre el centenario del nacimiento de Octavio Paz en El Colegio Nacional.
En la estación del metro Villa de Cortés compré la edición especial (44) de Proceso dedicado a Paz, Voz que no calla Luz que no se apaga, y la fui hojeando en el vagón entre los pregones de cantidad de vendedores de baratijas y entre la incomodidad de varios viajeros llevando estatuillas de San Judas Tadeo con destino a la Basílica de Guadalupe. Quise a mi vez pregonar en voz alta lo que leía en la polémica que entre 1977 y 1978 sostuvo Paz con Carlos Monsiváis y que la revista reproduce: “En México no han sido los profesionales del antiimperialismo los que han resistido mejor, sino la gente humilde que hace peregrinaciones al Santuario de la Virgen de Guadalupe. Nuestro país sobrevive gracias a su tradicionalismo”. O: “…el crecimiento demográfico puede paralizar nuestro modesto desarrollo económico y convertir a la Ciudad de México en otra y más vasta Calcuta…”. No me dio tiempo de leer ya más… Llegaba a la estación Zócalo.
         Me apeé del tren (qué lindo verbo: lo quería usar desde hace tiempos) y subí varios escalones a la superficie.
         El sol del mediodía azotaba aquella inmensa plaza sin sombra –sin árboles. Vasta geografía política alrededor: la Catedral Metropolitana de la Asunción de María y el Palacio Nacional. El Zócalo: espejo indiscreto de la meseta castellana –del ex imperio español– desolada llanura lunar. México aún no se recobra de la pérdida de su imperio. No del azteca. Del hispánico. El virreinato de Nueva España dominó los mares –conquistó Filipinas– y construyó una capital, México DF, más imperial que la metrópoli: mucho más grande que Madrid, Barcelona y Sevilla juntas. Fuimos un imperio del que no queda rastro: un imperio universal, regido por el Estado-Iglesia, que limitaba al norte con Alaska y al sur con Panamá, entonces parte de nuestro vecino virreinato de Nueva Granada (hoy Colombia y Venezuela). Más al sur nuestro imperio rozaba, extendiéndose en el virreinato del Perú y del Río de la Plata, con la Antártida.  
– No trates de imitar a Paz – me dice mi conciencia –, so pena de caer en cierta cursilería histórica.  
Sí: perdónenme por abusar de los dos puntos (:): envidio ese estilo enfático, eficaz. Quiero gozar de las tres "pes" características de la prosa pasiana: poética, precisa, pugnaz.
– Continúa con la crónica. A ver…
– Bueno.
Entré al auditorio de El Colegio Nacional. Me saludé con Rafael Mondragón. Me senté al lado de Héctor Iván. Arriba, en el estrado, se preparaban los conferencistas. Llegó Dianis a mi lado. Moderaba la mesa Ricardo Cayuela. Habló primero Mark Lilla, por quien realmente había decidido asistir. Lilla es un profesor estadounidense autor de Pensadores temerarios (The Reckless minds: Intellectuals in Politics). ¿No es Paz uno de ellos? El punto central de su conferencia es que los intelectuales ya no padecen tanto de una mente cautiva (captive mind) al marxismo o alguna ideología en especial, sino de una absent mind (mente ausente) a toda suerte de política. Michael Ignatieff, su colega canadiense, sintetizó mejor su conferencia: “…Liberalism doesn’t mean let me alone... It means a struggle with different points of view… But being a liberal in Latin America is not easy…”   
Y terminó Michael Ignatieff exaltadamente aquella mesa redonda, ¿saben cómo?, recitando en inglés el poema de Paz “Intermitencias del oeste (I)”:
My grandfather, taking his coffee,
would talk to me about Juarez and Porfirio,
the Zouaves and the Silver Band.
And the tablecloth smelled of gunpowder.
My father, taking his drink,
would talk to me about Zapata and Villa,
Soto y Gama and the brothers Flores Magon.
And the tablecloth smelled of gunpowder.
I kept quiet:
who was there for me to talk about?

– ¿Lo recitó en inglés en pleno Colegio Nacional, centro de la capital imperial del mundo hispano, entre un público hispanoparlante?
      Yes, I’m afraid. Quise participar, preguntar algo al final, pero no abrieron espacio para el debate. No aquella vez. ¿Me comprende?
– Vale: voy a ir a Westminster, en el corazón de Londres, a recitar en español a Guillermo Shakespeare y a Juan Keats. Y que nadie me proteste.
Regresamos a casa. Estoy insolado. El sol me ha pegado de frente en El Zócalo –inmensa plaza sin árboles; espejo de la meseta castellana. Llanura lunar. 
 ­        – ¿Cuándo vamos pues a otro conversatorio sobre O'tavio Paz, omme? –me pregunta mi conciencia montañera
      Cuando querás y al que querás: hay en la Cámara de Diputados, en el Senado de la República, en las librerías del Fondo de Cultura Económica, en el Palacio de Bellas Artes, en El Colegio Nacional y no sé en cuántas instituciones más.
      Si esto ocurriera en Colombia caería como anillo al dedo para el lema de la campaña de reelección del presidente Santos: Paz total.
– Me gustaría parafrasear a Paz. Por ejemplo decir: nuestra obligación como lectores es la de preservar la marginalidad de Paz frente al Estado, los partidos, las ideologías y la sociedad misma. Contra el poder y sus abusos, contra la seducción de la autoridad, contra la fascinación de la ortodoxia. Ni el sillón del consejero del Príncipe ni el asiento en el capítulo de las Santas Escrituras Revolucionarias, por decirlo a su modo. Si no, véase su ensayo “El escritor y el poder”, Obras completas 8: El peregrino en su patria. Historia y política de México, FCE, p. 529.

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