Artículo originalmente publicado en El Colombiano, Medellín, marzo 25, 2007: Las corrientes literarias del río Cauca
No es el más
caudaloso del país y en el concierto heroico en que retumban los grandes ríos
del mundo, Danubio, Volga, Sena, Rin, Nilo, Missisipi, Orinoco, Amazonas,
Paraná, acaso el Cauca sólo toque algún leve acorde. En ciertos trechos es
navegable y poco ha servido como su hermano mayor, el Magdalena, de arteria
fluvial o medio de transporte.
Los indígenas lo
llamaban Bredunco. Ignoramos a qué obedece su nombre actual: Cauca, río Cauca… ¿A
alguna remota remembranza de los montes caucásicos? Tal vez, porque los
primeros conquistadores llegados a sus riberas no fueron tan cristianos ni tan
españoles: al mariscal Jorge Robledo le fluía sangre judía y al adelantado
Sebastián de Belalcázar, escapado de los sanguinarios Pizarros, el apellido le
delataba cierto origen árabe, moro.
Éste fundó Cartago;
aquél, Santa Fe de Antioquia. ¿No guardan estos nombres cierta relación con la
geografía bíblica? ¡Y qué decir de la toponimia de los municipios del suroeste
antioqueño, del Eje Cafetero: Jericó, Tarso, El Líbano, Palestina, Armenia! ¡O
de otros con nombres menos antiguos: Támesis, Pensilvania, Filadelfia,
Finlandia…! Las densas poblaciones de la cuenca del Cauca espejean a pequeña
escala una geografía universal.
En este ensayo no
contaremos la historia del río Cauca sino su historia literaria, o para ser más
exactos, las impresiones poéticas que ha desatado este río entre ciertos
escritores. (No hay metáfora de la vida más recurrente que la de un río y,
pensándolo bien, la poesía nació cuando alguien vio el ser y el tiempo en su
corriente).
El Cauca es uno de
los ríos más desiguales de América y a lo largo de su curso cambiante -en el
tiempo y en la geografía- presenta variadas corrientes literarias.
Expliquémonos. No parece el mismo río cuando fluye ancho y pausado por un valle
planísimo, donde apenas sobresalen los Farallones de Cali que le niegan el
Océano Pacífico, a cuando penetra en Antioquia y las cordilleras Occidental y
Central que parecen vengarse contra él por haberlas separado tanto, y lo
estrechan, lo atragantan, lo asfixian, y el Cauca se encabrita, se arremolina,
salta contra las rocas, enloquecido, tiránico, bravío…
Del
"paraíso" romántico donde sucede María de Isaacs, el Valle del Cauca,
pasa al embrujo vanguardista de Bolombolo, puerto sin barcos que León de Greiff
vio crecer en los tiempos del Ferrocarril de Antioquia. Tampoco es el mismo río
cuando abandona las cordilleras, recibe al Nechí, se derrama en ciénagas y
fluye gigantesco por las bajas depresiones momposinas, padeciendo la loca
explotación minera que Arturo Echeverri Mejía registró en sus novelas. El Cauca
parece bañar de poesía las obras de Isaacs y de Greiff.
Hablamos de una
inspiración fluvial tan difícil de asir o de explicar como la poesía o la vida
misma, pues nunca podemos determinarlas, agarrarlas en concreto, porque están
fluyendo y siempre aparecen de modo distinto, impredecible. Aclaremos, no
obstante, que sería candoroso abandonarnos a la descripción paisajística del
río relacionándolo con las obras literarias. Haría falta el contexto histórico.
Heráclito, al decirnos que nadie se baña dos veces en el mismo río, siempre nos
obliga a conocer la historia, los períodos, las corrientes literarias.
Las corrientes
románticas
La primera ciudad
con que se topa el río, Popayán, le otorga cierto toque clásico que lo prepara
para períodos de tenso romanticismo. A finales del siglo dieciocho, sobre las
riberas del Cauca, el Sabio Caldas registraba sus observaciones metereológicas
y astronómicas en diarios tocados de lirismo, como si la hipótesis científica
equivaliera a una metáfora, a un arrebato casi poético (al fin y al cabo,
teoriza Alfonso Reyes, toda mente opera literariamente sin saberlo).
Si varios
historiadores explican que el romanticismo emanó del conflicto entre la ciencia
racionalista de la Ilustración contra una posición si se quiere idealista, en
los escritos de Caldas está la génesis del romanticismo en Hispanoamérica.
Dentro de la vieja discusión filosófica entre universales y particulares
(Platón y Aristóteles), ante la dificultad de aplicar la ciencia y el supuesto
positivismo del progreso, los colombianos hemos optado muchas veces por un modo
de vida provinciano (aristotélico), ser algo sencillamente determinado y no
algo vagamente universal.
Después de brotar
del páramo de Sotará, adormecer la cordillera en la meseta volcánica de Pubenza
en que flota Popayán, el río Cauca se desploma de las alturas y abre el pecho
ancho del Valle, a cuyo costado occidental tiene lugar María, de Jorge Isaacs,
publicada por primera vez en 1867.
María es tan
romántica que hasta los ríos vadeados o navegados por el joven Efraín viven sus
propios amores: una quebrada afluente del río Dagua, cantan los bogas al remar,
está bajando crecida, furiosa, "porque siente celos del río" que
antes ha recibido el amor de otras quebradas.
El Dagua resulta
más bien primo del Cauca por cuanto fluye hacia el Pacífico, de donde Efraín lo
remonta en su desesperado retorno para reencontrarse con su amada agonizante.
Recordemos que cuando Efraín regresa de Inglaterra a Colombia, no entra por la
típica ruta del Magdalena: primero cruza el estrecho de Panamá, sale el
Pacífico, atraca en Buenaventura, remonta el Dagua, alcanza los Farallones de
Cali hasta contemplar el Valle del Cauca, que a la hora de la verdad es como un
puerto teórico del Pacífico.
Leyendo la novela,
uno siente que el río más tierno o romántico es el Amaime, afluente del Cauca.
Al inicio del libro, una noche en que María sufre su primera crisis epiléptica,
Efraín cabalga hasta la hacienda del médico a la luz de la luna y al vadear el
crecido río Amaime, crecido y caudaloso por la epilepsia de María, nos cuelga
la atención de un hilo y preludia futuras calamidades que hasta entonces ni
sospechábamos.
Cruzada de
quebradas, riachuelos y ríos, y con la presencia del Caribe y el Pacífico,
María no debería considerarse como novela del terruño sino como novela fluvial,
marítima. La heroína colombiana nace en realidad en Jamaica, de donde parte
siendo apenas una niña de pecho. Su barco bordea las costas del Golfo de Urabá
y se incorpora a Colombia por la desembocadura del río Atrato hasta el puerto
fluvial de Quibdó, donde desembarca en brazos de su tío con el nombre judío de
Esther. A poco muda por el cristiano de María.
En otro episodio
Nay y Sinar protagonizan un frustrado amorío en las costas del África
occidental, a propósito de la niñera negra de Efraín a punto de morir (como
todo el sistema esclavista). Y de pronto ya no hallamos tierra firme en ese
angustioso remontar de Efraín por la pesada corriente del Dagua, preñada de
troncos y ramas por el lento extinguirse de su amada.
El Océano Pacífico
debería ser el destino lógico del Cauca, pero una extraña imposición de la
naturaleza, tan extraña como la muerte de María, le tiene reservado otro
destino difícil y nada idílico. Las revoluciones liberales en Antioquia y las
utopías del progreso científico quitan empuje y pendiente al río interior de
Isaacs, y su talento quedará poco a poco embebido en los pantanos de las
guerras civiles, encenegado en proyectos sin rumbo, sin mares fijos.
Las corrientes
vanguardistas
En 1926,
"lejos de las ciudades y de los burgos y de la metafísica", León de
Greiff se lanza a trabajar en la línea del Ferrocarril de Antioquia entre La
Pintada y Bolombolo, al pie del río Cauca.
Allí, según Germán
Espinosa, lee muchísimo a Nietzsche y muda lo apolíneo por lo dionisiaco, los
cafés bogotanos llenos de "intelectuales" por la Rosa del Cauca de
labios gordezuelos y muslos pluscuamperfectos, que enloquece a los arrieros y a
los mineros de las orillas caliginosas del río. Cuando fluye encañonado por
Bolombolo, el Cauca ya es otro: lo rodean montes al oriente, al occidente, al
norte, al confín austral…
Por esos mismos
años el novelista José Restrepo Jaramillo -hoy injustamente olvidado- en su
novela David, hijo de Palestina (1931), advierte el modo de vida violento del
antioqueño en relación con el impetuoso del río, con lo agreste y duro del
paisaje del suroeste, donde "la dentadura de los farallones del Citará
hiere el dombo del cielo y el Cauca corre gruñendo entre dos peñascos". Si
lo auténticamente poético no demanda mayores explicaciones, algo similar vio
José Manuel Arango en las montañas antioqueñas: "Nada en ellas es blando.
No son estas, por cierto, las formas de una tierra llana y amable".
Enjalbegado de
trópicos hasta donde no más, el Cauca afecta y multiplica la personalidad del
poeta de Greiff en once tipos distintos de sí mismo: Gaspar, Eric Fjordsson,
Ramón Antigua, Claudio Monteflavo, Skalde, Diego de Estuñiga, Gunnar Fromhold,
Proclo, Harold el Obscuro, Sergio Stepansky y Guillermo de Lorges. No llamemos
esquizofrénico el cambio de nombres (después de todo, "what is a
name?", decía Shakespeare). Se trata más bien de cierta posición
probabilística que se jacta de vivir en un delicioso peligro, a modo de
librarse de trabas externas, de prejuicios y determinismos. De Greiff se echa a
andar por sí solo al paso de novedades. Prefiere cien pájaros volando que uno
en mano: "el vago azar, el vago azar, el vago azar".
Y al sobreponerse a
la vida sin temor a la muerte, las cosas le rinden vasallaje, todas, salvo el
río. En el manar del Cauca de Greiff cristaliza la unión entre música y poesía,
como lo vemos en el Relato de Eric Jjordsson, que debería llamarse Sinfonía del
Cauca: la corriente adquiere la semejanza a la fuga musical que no posee temas
concretos sino divagaciones eternas: "como dos temas que se entretejen y
se esquivan / y se huyen y eluden y luego se alían: noble Fuga". Lo cual
es espléndido, porque comienza por mezclar el verbo reír al sustantivo río, en
un curioso juego poético conocido como retruécano.
En el Cauca
encuentra la música y la poesía: "y lo demás es solo vocerío, vocerío,
vocerío". De Greiff, al volcarse dentro de múltiples formas del lenguaje,
ensancha con nuevos rumbos el fenómeno poético. De ahí la dificultad de
encontrar clasificaciones para determinarlo: ¿modernista, vanguardista,
surrealista, romántico…?
El lenguaje se
parece a la imagen de un río: así como el Cauca no se puede agarrar con las
manos, la realidad no se puede apresar con palabras. Lo deduce Fernando Vallejo
en Logoi: una gramática del lenguaje literario, y en sus novelas delirantes
donde el Cauca es su río del tiempo, de la infancia.
Pero vayamos más
allá al pensar que el carácter fluido y proteico del río es la prueba
fehaciente de que no existe, en realidad, la idea del tiempo como una línea
vertical que va del pasado al futuro. No.
El río fluye
también subterráneamente, abre brazos como realidades paralelas que al cabo se
reencuentran y, sin darnos cuenta, a menudo recorremos esas líneas quebradas
del tiempo, casi oblicuas, ocasionándonos lo que los parapsicólogos llaman
deja-vu (lo ya visto).
Cuando desemboca en
el Magdalena, el Cauca se derrama en ciénagas: remansos ocurren los sueños.
Demorarnos en el verso de Jorge Manrique, "nuestras vidas son los ríos que
van a dar a la mar / que es el morir", implica distraer con la poesía la
incertidumbre, la entropía del universo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario