Teoría en griego quería decir también visión, por un lado, y Anáhuac es hasta cierto punto sinónimo de México, por el otro, con lo cual Visión de Anáhuac es un título que perfectamente podemos traducir como Teoría de México.
La primera regla del paisajista es
no hacer parte del paisaje. La segunda regla del paisajista es amar al paisaje
tanto como a sus ojos.
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Inmensa flor de piedra |
Los pintores y escritores de un país
por lo general nunca violan la segunda regla. Pero sí la primera. Porque, para evitar hacer parte del paisaje, hay que haber salido fuera del país y tener agudizado el
sentido de la vista –los ojos– por otros paisajes y otras formas. La
universalidad vuelve al escritor o pintor, hasta cierto punto, un extranjero en
su propia patria.
Los paisajes o pasajes literarios más íntimos y luminosos del Valle de México, del Anáhuac, se los
debemos seguramente a Alfonso Reyes, que no era capitalino de nacimiento y que
había agudizado su alma y su retina en París y en Madrid entre 1914 y 1915, exiliado por el periodo más violento de la Revolución mexicana (por Carranza y Villa) y excitado por el correlato vanguardista de la Primera Guerra Mundial, es decir, por el futurismo y el cubismo. Entre muchos otros detalles de la gran Tenochtitlan imaginada por Reyes es impresionante su descripción de uno de los momentos más importantes de la historia de la Cristiandad, el momento en que Cortés y sus hombres se asoman al Valle del Anáhuac:
"Y fue entonces cuando, en envidiable hora de asombro, traspuestos los volcanes nevados, los hombres de Cortés ("polvo, sudor y hierro") se asomaron sobre aquel orbe de sonoridad y fulgores —espacioso circo de montañas. A sus pies, en un espejismo de cristales, se extendía la pintoresca ciudad, emanada toda ella del templo, por manera que sus calles radiantes prolongaban las aristas de la pirámide. Hasta ellos, en algún oscuro rito sangriento, llegaba —ululando— la queja de la chirimía y, multiplicado en el eco, el latido del salvaje tambor."
La chispa o el estímulo literario de Visión de Anáhuac hay que buscarlo en un
texto más o menos similar de otro exiliado mexicano de la época, compañero de
Reyes tanto en el Ateneo de la Juventud como en sus primeros meses en Madrid,
esto es, en La querella de México (1915)
de Martín Luis Guzmán. En ella, Guzmán
culpó a la población indígena de ser “un lastre o un estorbo”, sin más función
que “la del perro fiel que sigue ciegamente los designios de su amo”. Desvaloró el pasado prehispánico y despachó como sanguinarios y crueles a las
antiguos dioses aztecas.
Sin atacar la tesis de Guzmán –dominado por las
sutilezas mexicanas que le impedían caer en polémica pugnaz– Reyes escribió Visión de Anáhuac como una contestación
a La querella de México. En lugar de
acusar de “lastre” al legado indígena, le concedió un valor espiritual –hegelianamente hablando– a
los antiguos aztecas (pero no a sus descendendientes), ya que los primeros
habían colaborado en la desecación
del Valle de México. Aquellos “hombres ignotos”, decía, tenían una “amplia y
meditabunda mirada espiritual”. No
fueron meros accidentes del paisaje. Vieron en el Valle de México un símbolo
–en el nopal, el águila y la serpiente– que los llevó a asentarse “sobre
aquellos lagos hospitalarios” y a fundar una ciudad que se dilató en una
“civilización ciclópea, como la de Babilonia y Egipto”. Sin
embargo, tanto Babilonia como Egipto fueron civilizaciones “orientales” en las
que –siguiendo con una hegeliana
filosofía de la historia– no había aparecido aún el espíritu.
No hay indigenismo –tal como lo entendemos hoy– en Visión de Anáhuac. Lo que hace
pragmático este texto es justamente lo contrario, la aceptación de que el
esplendor indígena ha quedado subsumido y que ya no se puede volver a él.
La etimología de Anáhuac daría pie para largas dilucidaciones. Bástenos por ahora recordar que se deriva de la palabras “atl” (agua) y “nahuac” (locativo que significa “circunvalado o rodeado”), y que si se antecede con el vocablo “cem” (traducción del adverbio “totalmente”), tenemos que “Cem Anáhuac” era el nombre dado por los antiguos aztecas al mundo conocido –el valle de México encima de los dos océanos– del cual ellos se sentían el centro, es decir, amos y señores.