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marzo 19, 2024

Las sirenas y el origen de las las vocales





Las sirenas se le aparecen a Odiseo en los versos 185 y 191 del Libro XII de la Odisea, mientras navega por el estrecho de Mesina entre Italia y Sicilia con destino a Ítaca. En el libro anterior ya ha sido aconsejado por Circe, la diosa hechicera, para no dejarse seducir por las sirenas. De modo que Odiseo ha ordenado a sus hombres que lo aten al mástil del barco y que le tapen los oídos con cera para no oír a las sirenas, para no dejarse seducir por su canto. ¿Qué extraño mensaje transmiten el canto de las sirenas? ¿Cuál es su significado? Homero es bastante parco al respecto. En seis versos condensa el mensaje de las sirenas, lo que ellas le dicen o cantan a Odiseo:


«Nadie ha pasado por aquí en su negro navío sin haber escuchado de nuestra boca la voz dulce como el panal, y haberse regocijado con ella y haber proseguido más sabio... Porque sabemos todas las cosas: cuántos afanes padecieron argivos y troyanos en la ancha Tróada por determinación de los dioses, y sabemos cuánto sucederá en la tierra fecunda» (Odisea, Xll, vv. 185-191). 


Una de las más fascinantes interpretaciones de este pasaje homérico puede leerse en un ensayo del filósofo alemán Friedrich Kittler, "Homero y la escritura" (incluido en el libro La verdad del mundo técnico. Ensayos para una genealogía del presente, FCE, México, 2018). La interpretación de Kittler es doblemente interesante tanto por su significación  filológica como por su dimensión histórica. Por una parte, las sirenas son las vocales. Por otra, las sirenas son una encarnación de las voces femeninas de mujeres viudas o de hijas huérfanas que dejó la Guerra de Troya a lo largo de las costas del Mediterráneo. 


Filológicamente, Kittler se apoya en la tesis del historiador de la escritura Barry B. Powell según la cual, el alfabeto vocal fue inventado hacia el 800 a. C., no para ayudar a las tareas mundanas de la contabilidad, el comercio o la burocracia gubernamental, sino para transcribir –para preservar– el poderoso ritmo de los hexámetros homéricos: la memoria de la Guerra de Troya. 


De hecho, para Powell,  Homero debió haber sido un poeta-arqueólogo capaz de descifrar un tipo de escritura cuneiforme, cuyos signos ya representaban palabras pero no sonidos. Lo que añadió el tal Homero al tipo de escritura semítica, que se componía únicamente de consonantes, fue el símbolo de las vocales: 

A, E, I, O, U. 

Nada menos que la posibilidad de convertir el sonido (cualquier sonido, cualquier idioma vocalizado por la voz humana) en signos gráficos:

A, E, I, O, U. 

Para Powell y para Kittler, el invento de las vocales –del alfabeto vocal– es tan importante como el manejo de fuego. 


Históricamente, en la singular historia kittleriana, las sirenas  vendrían de la siguiente cronología: 

– Zeus se acuesta con Leda en 1245 a. C. 

– Helena nace en 1244 y es secuestrada por Paris en 1220 a. C.

– La Guerra de Troya termina en 1209 a. C. 

– Odiseo escucha a las sirenas en 1206.


Las sirenas no son mujeres  como Calipso, Circe o Penélope; no poseen islas ni son hechiceras ni tampoco se encierran en sus casas para tejer. Odiseo las ve vivir y cantar sin ocultarse y a plena luz del día y en la calma del mar. Las oye narrar con timbre agudo lo que el cantar mismo significa: cautivar, hechizar de amor y de saber. 


Si las vocales son nuestra «casa del ser», ¿por qué desde Homero hay una tendencia en convertirlas en monstruos? Una razón podría estar en el peligro que, para la rutina cotidiana del trabajo, implica la música. En los pueblos muy tristes y solemnes no hay música para el placer y la alegría, sino solo para llorar o para las marchas militares. Otra razón podría estar en que las sirenas se convierten en «monstruos» precisamente porque cantan con placer y alegría incluso la tristeza de verse viudas o huérfanas.


Friedrich Kittler, el filósofo de la ciencia de los medios, amplió su interpretación de las sirenas en  otro extenso tratado sobre el origen  de la música y de las matemáticas entre los antiguos griegos, Musik und Mathematik (2009)Kittler comienza por citar un texto de Borges sobre las sirenas, el Manual de zoología fantástica (1957), en el que el argentino condena la brutal entrada de un diccionario cualquiera que define a las sirenas como un «supuesto animal marino». Cuando, para Ovidio, son aves de plumaje rojizo y cara de virgen; para Apolonio de Rodas, de medio cuerpo arriba son mujeres y, abajo, aves marinas; para Tirso de Molina, mitad mujeres, mitad peces. Los poetas nunca se han puesto de acuerdo sobre las sirenas. Pues, según Kittler, las sirenas no arrojan imágenes y  sonidos inteligibles, «racionales», sino una música  que rebasa los sonidos acostumbrados y desencadena imágenes voluptuosas y obscenas.


En abril de 2004 Kittler dirigió una expedición sobre la arqueología del sonido en las islas Li Galli en el estrecho de Mesina. La premisa básica era preguntar por qué se entendía mal el canto de las sirenas. Lo que arrojó la expedición fue algo más elaborado. Si las sirenas encarnan las vocales, también encarnan la ambivalencia de codificar cómo hablamos en lugar de cómo escuchamos. Dicho de otro modo, las sirenas nos arrojan la imagen de que en realidad somos máquinas de voz. Para oír lo que le cantaban las sirenas, Odiseo tuvo que bajarse del barco. Fue mentira lo de taparse los oídos con cera y amarrarse al mástil. 


Las sirenas son la encarnación de las vocales, según la bella hipótesis del helenista Friedrich Kittler: son el eco de nuestra voz.





Bibliografía básica:

 


B. B. Powell, Homer and the Origin of the Greek Alphabet, Cambridge, Cambridge U. P., 1991; especialmente cap. 2, “Argument from the history of writing: How writing worked before the Greek alphabet”, pp. 68-105. 


Homero, Odisea, trad. de José Manuel Pabón, Madrid, Gredos, 1982, pp. 290-291.


Geoffrey Winthrop-Young, "Kittler's Siren Recursions" (2015)

noviembre 18, 2014

Un paseo por la literatura alemana


“I can't get no satisfaction, I can't get no satisfaction

'Cause I try and I try and I try and I try” 

Rolling Stones



En la leyenda medieval recuperada por Goethe a finales del siglo XVIII, el famoso sabio alquimista, Fausto, huye de la Academia, de la erudición universitaria y de la filología protestante poblada meramente de varones (no de mujeres) hacia la escritura libre, romántica, representada por una mujer, la Poesía. Es la Tragedia del erudito (Kittler dixit). Fausto está montado sobre una basura libresca. Como de nada vale entender un texto sin entender su contexto, conviene preguntarse por qué Alemania ha puesto en jaque dos veces al mundo. 



En el canto séptimo del poema Deutschland. Ein Weintermärchen (Alemania. Un cuento de invierno), Heinrich Heine acepta con ironía que Alemania es una nación que ha llegado tarde al reparto colonial del mundo (estamos en 1844) y que, en consecuencia, deberá resignarse a influir o dominar mediante el pensamiento: 


La tierra es de franceses y rusos 

y el mar de los británicos, 

pero en el aéreo reino del sueño 

poseemos el dominio indiscutible. 


Ahí ejercemos la hegemonía, 

ahí somos invencibles; 

los otros pueblos sólo se han 

desarrollado a ras de tierra 

(versión de Jesús Munáriz).



¿Ironizaba? ¿Es verdad la imagen de que los alemanes viven en la estratosfera como un pueblo filósofo, como un conglomerado de reinos con castillos, princesas,  fábricas e industrias, duques y nobles, y filósofos y poetas sumamente respetuosos de la Autoridad? 

En un párrafo censurado de su libro Sobre la historia de la religión y la filosofía en Alemania [Zur Geschichte Der Religión und Philosophie in Deutschland, 1835], pero que más tarde publicó por separado en la revista Der Geächtete, bajo el título de “La futura revolución en Alemania”, Heine apuntó lo siguiente: 


“La filosofía alemana es un asunto importante, que afecta a toda la humanidad”.


Y agregó: 


[...] “Aparecerán kantianos que tampoco querrán saber nada de compasión en el mundo fenoménico, y resolverán sin misericordia el suelo de nuestra vida europea con la espada y con el hacha, hasta arrancar las últimas raíces del pasado. Entrarán en escena fichteanos armados, que en su fanatismo de la voluntad no son refrenables ni por el temor ni por el egoísmo; pues ellos viven en el espíritu, resisten a la materia y la niegan igual que los primeros cristianos, a los que tampoco era posible vencer con torturas o placeres corporales; aún más: esos idealistas trascendentales serían, en una transformación social, mucho más resistentes que los primeros cristianos”.


[…] “Pero aún más espantosos serían los filósofos de la naturaleza interviniendo activamente en una revolución alemana e identificándose ellos mismos con la obra destructora. Pues si la mano del kantiano golpea fuerte y segura porque su corazón está libre de todo respeto tradicional, y si el fichteano resiste valerosamente todo peligro porque para él la realidad empieza por no existir, el filósofo de la naturaleza será temible porque se encuentra en contacto con las potencias primigenias de la naturaleza, porque puede conjurar las fuerzas del antiguo panteísmo germánico, y porque en él se despierta entonces aquel gusto por la lucha que hallamos en los viejos germanos y que no lucha por destruir ni por vencer, sino por luchar.” [cito la traducción de Manuel Sacristán y Juan Carlos Velasco (Madrid: Alianza, 2008), pp. 207-208].

Todo esto que señala Heine en 1844 ya parece estar antecedido en el primer Fausto, de Goethe, cuya publicación completa data de 1808. En la primera parte de la tragedia, “Noche”, el sabio o erudito Fausto siente que el Espíritu de la Tierra se le acerca: “Du, Geist der Erde, bis Mir näher” (v. 461). Fausto, al contemplar el signo de las esferas anotado en alguno de sus libros, obliga a que tal espíritu o genio se manifieste. La acotación de la obra es tremendamente reveladora: Fausto coge el libro y pronuncia misteriosamente el signo del genio. Oscila una roja llamarada y el GENIO aparece en ella. Este hecho, en que Fausto pronuncia en voz alta lo que se dice en un libro, es la encarnación de la conciencia del lector:  El Genio es Mefistófeles, el demonio, y le dice a Fausto en los versos 486 y 490:  


“Suplicas jadeante por verme, / por oír mi voz, mi rostro contemplar […] ¡Aquí estoy! ¿Qué lastimero espanto se apodera, superhombre, de ti?” (Da bin ich! Welche erbärmlich Grauen Fasst Übermenschen dich). 


Los ruidos en el estudio de Fausto hacen que se acerque Wagner, su criado. Ambos discuten sobre el Espíritu de los tiempos (Geist der Zeiten) y cómo este está presente en los manuscritos y en las bibliotecas. Pero estos manuscritos, libros y legajos no dicen nada por sí mismos. Se acumulan en el estudio de Fausto, quien bien bien dice en los versos 683 y 685: 

Lo que has heredado de tus padres, 

¡adquiérelo para poseerlo!

Lo que no se utiliza es un pesado fardo; 

tan sólo lo que el instante crea puede ser utilizado en el instante.  

Fausto quiere que toda esa erudición cobre voz. Vida. Él ve en los signos alfabéticos un un poder mágico para liberar poderes sensuales y embriagadores en el lector si logran encarnar en una voz. Para apagar la sed del deseo de conocimiento, Fausto pide aprender a valorar lo sobrenatural y aspirar una revelación. Por lo tanto, toma el Nuevo Testamento y lo abre en San Juan I, 1 con la intención de traducirlo del griego original a “mi alemán querido” (verso 1223). La acotación dice:

 

Consulta un volumen y se dispone a ejecutar su deseo


Al traducir la famosa frase de Juan I, Ἐν ἀρχῇ ἦν ὁ λόγος, καὶ ὁ λόγος ἦν πρὸς τὸν θεόν, καὶ θεός ἦν ὁ λόγος («En el principio era el Verbo [Logos], y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios»),  Fausto tropieza y dice: “Me resulta imposible darle un valor tan alto a la «palabra»” (Ich kan das Wort so hoch unmöglich schätzen, Ich muss es Anders übersetzen [versos 1225]). Este ensayo de una nueva traducción significa poner fin a una patológica tradición de filología (amor a la palabra) protestante, desde que Lutero en 1517 obligó a aprenderse la Biblia de memoria (según su traducción al alemán) 


El problema es mundial. También en la actual literatura alemana, según el crítico Florian Kessler (1981), no tiene cabida el pensamiento crítico. Un par de viejos jubilados, a la salida del Berliner Ensemble,  polemiza con más fervor que los jóvenes escritores. Sus libros giran alrededor de los mismos (y políticamente correctos e irrelevantes) temas. 

En su provocador artículo publicado en Die Zeit, (“Lassen Sie mich durch, ich bin Arztsohn” –Déjenme pasar que soy hijo del médico–), Kessler acusa a autores como Kevin Kuhn y Thomas Kluppde de posar de inconformes con el “sistema” y la “sociedad”, pero de vivir muy satisfechos de becas y en el Hotel Mamá. El tedio se ha hecho entretenimiento, y estos escritores aburridos tienen una aún más aburrida audiencia.

El panorama se extiende por todo el orbe. En cierto país latinoamericano vibran de revoluciones y en otro viven dibujando palomitas de la paz. Casi todos poseen gafas de concha y anhelan el 68. Todo lo delegan.

No hay inteligencia donde no hay decisión.

El pensamiento crítico, lejos de precipitarnos en la ambigüedad y en la evasiva, nos recobra del vértigo. 

¿Sturm und Drang? ¿Aufklärung?
Hacia 1917, hastiado de noticias sobre la Revolución en Rusia y en México y de la pila de cadáveres en las trincheras de Francia y de cubistas y futuristas, George Droz, en un café de Berlín, ordenó y asumió sus ideas:
No más pintores, no más literatos, no más músicos, no más escultores, religiones, republicanos, monárquicos, proletarios, democracias, burguesías, revoluciones, policías, patrias. En fin –decía– basta de esas imbecilidades. No más nada, nada.