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junio 18, 2025

Reseña sobre la novela de Elena Piedra, «Una nota de fuego y nada más»





La destrucción familiar suele ser una implosión silenciosa de los afectos, de la erosión de la confianza y de la herencia invisible de los traumas. En esta perturbadora tendencia se inscribe la primera novela de Elena Piedra (México, 1990), Una nota de fuego y nada más (Tusquets, 2025).

La protagonista es una correctora de estilo. Ella encarna la fatiga de esta herencia emocional. Su oficio, que busca la pulcritud y la coherencia en el lenguaje, contrasta brutalmente con el caos y la incoherencia de su vida familiar. La narradora admite que el mundo entero de la protagonista “…giraba alrededor de su madre y sus conflictos. Pero con nadie habla de eso. El simple hecho de imaginarse repitiendo lamentos e inseguridades vinculados a las mujeres de su familia la exasperaba” (p. 120). Esta es la carga de una genealogía de malestar, donde la lealtad familiar se confunde con la repetición de patrones destructivos.


Pregunta sobre la infidelidad


La novela de Piedra no elude la pregunta incómoda sobre la infidelidad y la autodestrucción: “¿Cómo una persona podía arriesgarlo todo por acostarse con alguien más?” Esta interrogante, que resuena con vivencias personales, apunta a un rasgo de las sociedades contemporáneas, a menudo “terapiadas”, sin poder eludir el malestar de la cultura (Freud). La autora capta una tristeza colectiva, acaso exacerbada en el contexto mexicano: “Víctimas de nuestra propia tristeza, de la apatía, de estas malditas ganas de estar siempre mal” (p. 192). Es una tristeza que se autoperpetúa, una elección inconsciente por la disfunción.

La estructura narrativa de la novela, que intercala una narración en tercera persona del singular con cartas de la protagonista a su madre, es una elección brillante que subraya la intimidad del conflicto y la carga de la herencia. En una de estas cartas, fechada el 20 de julio de 2016, la protagonista confronta a su madre con una verdad devastadora: “Aprendí a odiar todo eso que tú odiabas. Desde antes de ser consciente de lo que sucedía entre ustedes hice mío tu coraje, seguí tus formas y esa especie de desprecio hacia mi padre. Tú y yo contra él. ¡Qué infierno debe haber vivido todo esos años! Pero él, culpable y conciliador, recibió pacientemente tus maltratos y los míos” (p. 59). Este pasaje es una radiografía de la alienación parental, de cómo el odio se transmite generacionalmente, y de la complicidad silenciosa del progenitor “conciliador” en su propia victimización. Una nota de fuego y nada más es, en esencia, un largo relato de abandonos y desconfianzas, narrado con una discreción y agilidad que lo hacen aún más perturbador.


Matriarcado de la autodestrucción


La novela de Piedra, con sus constelaciones de tías, primas, abuela y madre, que la protagonista intenta organizar, revela un confuso matriarcado que opera por encima de un supuesto patriarcado. Pues, en este universo femenino, la autodestrucción se erige como una fuerza peligrosa. La novela nos obliga a cuestionar si la mujer, en su búsqueda de poder o liberación, termina por devorarse a sí misma y a quienes la rodean.

La protagonista de Piedra se ve arrastrada a defender, en discusiones con sus tías, a la izquierda gobiernista. Con una lucidez dolorosa, la novela permite ver cómo se admite que unos y otros, tanto los defensores como los detractores, “cobran y se benefician de un Estado benefactor” —un Estado cuya contraprestación tácita a la población es, paradójicamente, no poner a la familia en el centro de la polis, sino entronizar una figura presidencial omnipresente y carismática.

Para terminar, a riesgo de un anacronismo provocador, comparemos la novela de Elena Piedra con el bestseller de Bella Macki, How to Kill Your Family (Cómo matar a tu familia). Mackie utiliza la neurosis de la familia británica para desatar carcajadas y giros inesperados. Piedra, en cambio, el rencoroso silencio mexicano para practicar una autopsia minuciosa e implacable donde todo sentido del humor se ha consumido. Su violencia es la del silencio (en los grandes silencios se engendra el rencor, decía Alfonso Reyes), la del desprecio acumulado y heredado.


Elena Piedra no busca la subversión cómica ni la sátira mordaz de Mackie; su linaje es otro. Su novela se inscribe en la estela de Ernesto Sábato, cuya saga familiar en Sobre héroes y tumbas, con la figura enigmática de Alejandra Vidal y el incendio que consume el pasado, resuena en las constelaciones familiares alarmantes que Piedra desvela. La autora se aventura en las preguntas que acechan a sus personajes: “¿Por qué tantas rupturas en la familia? ¿La depresión puede llevarse en la sangre? ¿Qué tan normal es vivir esperando la violencia y la traición?” (p. 83). Estas interrogantes no son meros disparadores argumentales; son el pulso de una exploración que desnuda el despojo y la desconfianza como los verdaderos gobernantes de las relaciones familiares contemporáneas.


Parábola de la Hidra y la Flor Reparadora 

En el confín de un pantano, donde la niebla se confunde con el aliento de los días, habita la hidra de mil cabezas de sierpe.

Hércules, en su segundo trabajo, aprende que la hidra no puede ser vencida en soledad. Cada tajo, cada intento de solución directa, solo complica el enredo. Es entonces cuando llama a su red de apoyo: Yolao, el sobrino, que cauteriza las heridas abiertas para impedir que la hidra se regenere.

En otro tiempo y en otro jardín, Rodó habló de la flor reparadora: una flor que, al ser colocada en la copa de cristal, purifica el agua turbia y devuelve la esperanza. La parábola de Rodó es luminosa: todo bien puede ser restaurado si se cuida la fragilidad de la copa, si se protege el amor y la confianza. Pero la hidra plantea un desafío mayor. Aquí, la copa de cristal ya no contiene vino ni agua clara, sino un fango espeso, resultado de años de resentimiento, opacidad y desgaste; un fango tóxico por su propia traición. 

¿Puede la flor reparadora enraizar en el lodo, o se marchitará bajo el peso de las cabezas que nunca cesan de brotar? La hidra enseña que la solución no está en la destrucción, sino en la cauterización: en cerrar los ciclos.

La hidra nunca muere del todo, pero puede ser contenida, y la flor, si resiste, puede convertir el pantano en jardín…

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