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noviembre 18, 2013

Hacia las tierras de Rulfo

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Por los llanos de Michoacán
Abandonamos la megaciudad de México por una de las salidas a Toluca. Dos duras horas nos llevó vadear el tráfico del Valle del Anáhuac: saturado circo de montañas. Por el carril izquierdo del anillo periférico aceleraba y aceleraba sin miedo de terminar en Querétaro, con tal de huir a descampado, hasta que por fin el GPS nos hizo salir por una desviación solitaria y nos vimos bajo otro cielo más puro y diáfano: salimos de la nata espesa del DF.
Con las ventanillas abiertas, las manos agarradas en el interior del carro, un aire mucho más transparente y acaso más frío nos azotaba mientras cruzábamos el páramo del altiplano de Toluca a cien kilómetros por hora por la carretera a Atlacomulco. Aun después del primer peaje o caseta y de tanquear el carro y de ya no toparnos con tanto animal humano sino bovino –vacas manchadas que se quedaban como manchas oscuras en el horizonte verdecido–, me empeñé en mantener la alta velocidad como si la ciudad me persiguiera. Fui respirando el nuevo paisaje. A lo lejos apareció la visión del Lago de Cuitzeo. Mermé velocidad. Detuve el carro a la zanja de la carretera. A la orilla del lago.
Diana fotografió las orillas inundables por donde barcazas de pescadores se internaban entre una vegetación de tules o juncos. Discretas garzas seguían la estela de las barcazas picoteando de rato en rato, entre los espadañas, el movimiento de algún camarón maruchero o de algún pez lacustre. Una silueta de patos estadounidenses y canadienses, de escala en el Cuitzeo, volaba hacia climas más cálidos: seguía la ruta contraria a los emigrantes humanos de México y de Centroamérica. Igualmente una nube ennegrecida de golondrinas, contorsionándose a ras de la superficie del lago, huía de las brumas nórdicas en busca del sol del sur. 
Acelerando horas y horas por los llanos de Michoacán sin encontrar un ser humano, Diana y yo nos pusimos a pensar si había en México una gran causa de despoblación, si el mexicano trabajaba poco, si ignoraba el valor de al tierra, si huía del campo y si se hacinaba en la megaciudad de México, dejando en manos inertes inmensas extensiones territoriales que lo sacarían de la pobreza.
La siguiente caseta la encontramos tomada por una muchedumbre de labriegos ingenuos y buenos, quejándose del alza de la gasolina, abrumados por el fisco, la usura y las malas cosechas de soya y maíz. Nos dejaron pasar ante nuestras protestas de simpatía. México: emigración desenfrenada hacia el norte, tierras esquilmadas y secas.
Cien kilómetros adelante otra caseta sitiada, esta vez, por el sindicato de maestros. Ellos sí que impedían el paso. Sus voceros pasaban de carro en carro circulando panfletos marxistas: “El viejo Marx –se leía en una prosa panfletaria– ya decía que los gobiernos capitalistas sólo defienden los intereses de la burguesía. Por eso…”. A cambio de pagar el peaje al  funcionario estatal tuvimos que pagárselo, para poder pasar, al sindicalista de maestros. Antes, en medio de la fila detenida, quisimos desviarnos tomando la carretera libre, la que no tiene casetas. Pero desde otro carro un hombrecito chaparro, al consultarle de ventanilla a ventanilla, nos previno inmediatamente del peligro: “están los muchachos malos, la Familia, y ustedes van con placa del DF. No. Ni se les ocurra…”
Guadalajara en un llano…

Penetramos en la tarde por túneles interurbanos a Guadalajara: la ciudad con más “a”, abierta como todas sus vocales al llano de Jalisco. Nos mentaron algún insulto, a juzgar por el toque del claxon, cuando advirtieron que las placas de nuestro coche rezaban Distrito Federal. Vienen de México, debieron pensar. Ustedes también, pensé yo. Todos. Estamos en México. Pero México puede ser tanto ciudad como país. Hay una contradicción insalvable. Todo el país se opone a la ciudad. En el idioma inglés paso algo similar desde el punto de vista lingüístico menos que social o político: the city se opone al país, al country, porque country es el campo.
Me dejé de mis divagaciones y tomé por la salida a la autopista al puerto de Manzanillo, todavía no con dirección al mar, sino al pueblo de Tapalpa.


Tapalpa: tierra de Dianis y Juan Rulfo 
   

Flores de santa maría aroman la subida de la laguna de Sayula al pueblo empedrado de Tapalpa. Una vegetación discreta sin llegar a ser espesa rodea a lado y lado la estrecha carretera de un solo carril. En cierta curva un desparramadero de piedras duras y filosas como troncones. Una grúa las había puesta a un lado de la carretera. Las lluvias recientes. Los huracanes.
Zigzagueando la Cuesta de las Comadres llegamos al pueblo de Tapalpa acunado entre montañas. Diana, experta en Pedro Páramo, me dice que en el municipio de San Gabriel, vecino de Tapalpa, nació Rulfo. Que de niño iba a comprar golosinas en las tiendas de Tapalpa y que su nombre original era Juan Nepomuceno Pérez Vizcaíno Rulfo. Que sus parientes, hacendados, aún poseen vastas extensiones y un hotel-boutique en el pueblo y que, si indagábamos más, muchos personajes de los cuentos de El llano en llamas aún deambulan por las calles de Tapalpa o cabalgan por los cerros vecinos y se emborrachan allá, abajo, en los llanos de Zapotlán.   
         Nuestra literatura debe mucho a las carreteras. La literatura de carreteras debería ser un subgénero tanto en el cine y la literatura de Angloamérica (On the road, de Jack Kerouac; The road, de Cormac McCarthy) como de Latinoamérica. Antes de que la Fundación Rockefeller financiara el periodo en que escribió sus dos únicos libros, Juan Rulfo conducía un automóvil, solitario por las carreteras mexicanas, trabajando para la industria Goodrich Tire Co., cuya filial en México se hacía pasar por la Compañía Hulera Euzkadu, S.A. Rulfo lo confesó una entrevista:
[…] Corriendo como un condenado a lo ancho y largo del país […] allá iba, yo solo y mi alma, quemando etapas, destrozándole el motor al automóvil; a los tres automóviles que utilicé, uno después de otro, en esa guerra que no era la mía.[1]
Cien años de soledad (¿remake colombiano de Pedro Páramo?) nació en la carretera a Acapulco. García Márquez orilló el carro frente un desfiladero deslumbrante: bajó, dejando en el auto a Mercedes y a sus hijos, y mientras orinaba mirando hacia los desfiladeros deslumbrantes, todavía sin vislumbrar el mar, vino a su cerebro la imagen del general Aureliano Buendía en el pelotón de fusilamiento…


                  El corral de la abuela de Diana: un fresco de Rubens
En el campo ganan más protagonismo los animales que los hombres. Un par de labradoras se dejan pasar mi mano por sus cabezas afelpadas como si acariciara, no el comienzo de sus lomos, sino el relieve de las montañas de Tapalpa. En vez de aviones con turbinas silbando, que trastornan mis sueños, gallos y orquesta de pájaros. A medianoche se hace claro en el horizonte la sensibilidad auditiva de Rulfo: “¿No oyes ladrar los perros?"
A la mañana siguiente bajamos a desayunar a la casa solariega de doña Trinidad, la abuela de Diana. Nos acompañan las dos labradoras. Se meten en el corral a perseguir a los ingratos (gatos) y del terror hacen subir también a las ramas de los árboles a las aves de corto vuelo: gallinas. Una de las perras, juguetona, arrastra de su hocico a una gallina chueca como si quisiera congraciarse conmigo, sí, como si yo fuera un infante y anduviéramos de cacería por las campiñas de mi palacio. Cierta luz, cierta reverberación de la luz, me recuerda el cuadro que tanto contemplé en el Metropolitan Museum de Nueva York el verano pasado:







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