Fernando Botero, "El Patrón del mal" |
Según Margarita Jácome, La novela sicaresca.
Testimonio, sensacionalismo y ficción (EAFIT, 2009), desde la toma
del Palacio de Justicia en 1985 por la guerrilla M19 o desde el asesinato de Rodrigo Lara Bonilla en
1986 por parte del Cartel de Medellín, arrancó este subgénero confuso - la sicaresca - en el
que ha habido de todo.
Las dos novelas sicarescas más populares siguen siendo La virgen de los sicarios (1994) de Fernando Vallejo y Rosario Tijeras (1997) de Jorge Franco. A Vargas Llosa le gustó más La virgen de los sicarios, pero sin quitarle méritos a Rosario tijeras. Dijo que "ambas novelas chisporrotean de libertad, humor, insolencia y diatribas”.[2] El chisporroteo verbal del que habla Vargas Llosa en estas novelas de Medellín tiene un origen histórico. Se trata de la locuacidad del pueblo colombiano, especialmente el de la provincia de Antioquia (no confundir con la de la Antioquía bíblica), famoso por el voceo de sus “culebreros” (grandes oradores-mercaderes), o por las novelas de Tomás Carrasquilla en que se traslada al ritmo de la prosa el flujo de tal acento, o más atrás, desde los tiempos del poeta Gregorio Gutiérrez González quien 1866 decía: “yo no hablo español sino antioqueño”. Pero los sicarios ya no hablan español ni antioqueño sino parlache. En su jerga el peor insulto no es ni malparido ni hijueputa ni gonorrea ni pirobo ni gorsofia ni chirrete, sino bobo. Todos quieren dárselas de listos, de vivos pero acaban muertos demasiado rápido. En las barriadas de Monterrey, al norte de México, apodan con el mote “colombia” al astuto y avispado. Acaso todo sea un alarde de escasez. Pues, para ser sicario, hay que ser bobo. Hacer rugir el cilindraje de una moto y escapar como un cobarde vadeando carros, tras dejar tendido en el pavimento a alguien del que no sabía sino que vestía camisa de rayas y había que matarlo. Los ruidos de esas motos asustaron la infancia de muchos. Dejaron paranoicos a muchos. La bobada, la tontería, el arte de la estupidez y la crueldad fue sumamente practicada por el capo Escobar después de leer la crónica de Juan José Hoyos, “Un fin de semana con Pablo Escobar”.
F. Botero, "Carro bomba" |
Ahora México se lamenta de estar viviendo una «era de narcos». No hay nada nuevo en ello. Pancho Villa o Emiliano Zapata, héroes de la Revolución Mexicana, inspiraron en su momento a los narcos colombianos. En diciembre de 1914 Villa y Zapata llegaron a la capital
y hasta se sentaron en la «silla presidencial» sin saber muy bien lo que querían. En 1982 Pablo Escobar también se sentó en el Congreso de colombia como representante a la Cámara por el Partido Liberal. Al
oponerse a la extradición, cuando quisieron amenazarlos con extraditarlos a Estados Unidos, Escobar y sus secuaces recurrieron al nacionalismo (refugio de los
canallas), y fueron más crueles que sus ídolos mexicanos: asesinaron a decenas de candidatos a la presidencia entre 1989 y 1990; esgrimieron ridículos
lemas patrioteros como “haga patria, mate un policía”. Soñaron con vastas haciendas llenas de safaris –y hasta las construyeron– porque lo de ellos era el campo, la tierrita. Se aburrían en las ciudades y por poco las destruyen: despedazaron con carros bombas puentes
como el de la Avenida San Juan sobre el río Medellín el 16 de febrero de 1991; derruyeron edificios como el del DAS en Bogotá el 6 de diciembre de 1989, o
antes el del diario El Espectador el 2
de septiembre también de 1989, aplastando multitud de vidas humanas. La misma fobia citadina, inversamente proporcional al amor por la tierrita, late en las guerrillas. En fin. La
extravagancia de los capos colombianos –sus gustos mediocres– pronto fueron difundidos por Hollywood. De ahí también que el sicariato literario haya triunfado
entre escritores con formación cinematográfica como Jorge Franco o Fernando
Vallejo.
Hay algo perverso en asociar a un país
con la Violencia. Toda génesis social, a juzgar por el Génesis, nace de la violencia y todo Estado o reino, aparte de ser
el Leviatán de Hobbes, no son sino grandes partidas de bandoleros y las
partidas de bandoleros, a su vez, pequeños reinos como se dio cuenta San
Agustín. Pero hay modos de disimularlo. A la narrativa mexicana de mediados del
siglo XX y con la misma temática violenta
que la colombiana se denomina “novela de la Revolución”. Como en Colombia no ha
habido ninguna Revolución ni una fuerte política de raigambre popular, es
decir, no ha habido mitos para amortiguar la “violencia” ni para que ésta se
disfrace y tenga una finalidad política,
pues es Violencia a secas. Entre
la extensa bibliografía al respecto me parece muy interesante el reciente
ensayo del historiador Marco Palacios publicado el año pasado por el FCE, La
violencia pública en Colombia (1958-2010), donde se aclara que no puede
saberse a ciencia cierta qué crímenes corresponden al conflicto con la
guerrilla, cuáles son del narcotráfico y los paramilitares.
De todos modos –dice– es
evidente que los homicidios se concentran en las grandes ciudades y que,
comparativamente, los que pueden atribuirse al conflicto con la guerrilla en su
punto más alto (la década de 1990) no superaron el número de muertos en
accidentes de tránsito. Por ejemplo, de 2002 a 2008 el promedio de anual de
muertes por esos accidentes fue de 4844, mientras que las bajas del conflicto
armado llegaron a 2793”. (p. 107).
Eso es frialdad de historiador: cifras,
datos, distancia. Aunque su sugerencia de que acaso la Violencia colombiana sea
también geográfica me parece harto poética: un accidentado territorio
segmentado, semiabandonado y subadministrado con 6.349 kilómetros de fronteras
porosas (limitando con Venezuela, Brasil, Perú, Ecuador y Panamá) y con carreteras
cruzando montañas, cerros, sierras, riscos, breñas, boquerones, cuchillas,
precipicios… Un poeta lo supo: “No son estas, por cierto, las formas de una
tierra llana y amable” (José Manuel Arango).
[2] Mario Vargas Llosa,
“Los sicarios”, en La Nación, sección
Opinión, 5 de noviembre de1999. Disponible en: http://www.lanacion.com.ar/156080-los-sicarios.
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