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enero 22, 2014

Cien años de Niebla


Publicada hace cien años, en 1914, ¿tiene Niebla solamente importancia como documento o fuente de la historia literaria en lengua española, o realmente Miguel de Unamuno escribió una pieza con méritos literarios intrínsecos, contemporánea a todos los pueblos, clásica?  

Aún no quiero contestarme nada.

         Por un lado Niebla me pareció demasiado esquelética, sin la carnosidad de un Proust (aunque eso ya es pedir demasiado);  sin la suficiente sal y sazón de las últimas novelas de Galdós, más o menos su contemporáneo, como Miau (1888) o Lo prohibido (1885).

Por otro lado, el protagonista Augusto me pareció divertido y bastante real: uno de esos pseudointelectuales que a los treinta años no ha podido desenvenenarse de unos cuantos libros. El muy cachondo hace sentar varias veces en sus piernas a la hija adolescente de su ama de llaves, Rosarito, con quien se besa en la boca y a quien somete, pobrecita, no a un buen sexo (que es lo que la mocita tal vez estaría esperando) sino a una dosis de metafísica barata y anacrónica.

Sufrido y quejoso, con mucho apetito acabando de comer, el tal don Augusto se entromete en la casa de los tíos de Helena, otra muchacha guapa,  para poderla someter a su antojo. Pero Helena se sabe bastante guapa, deseada, y además ya tiene novio, otro holgazán pero sin tanto dinero como Augusto.

         Los dos granujas, Augusto y el novio de Helena, por si fuera poco comparten las ideas más cavernícolas sobre la mujer. El bruto de Augusto hasta reniega de que las mujeres sean seres humanos, y mientras rumia tal idea, muy convencido de su genialidad el muy infeliz, sigue ordenándole a Rosarito sentarse en sus piernas, pero en vez de desatarle el corpiño o subirle la mano falda arriba (como ella desearía), de nuevo la somete a sus quejidos metafísicos. Por suerte la muchacha pone pies en polvorosa ante semejante loco desganado que a la mera hora nada de nada. “Prendes el boiler y no te metes a bañar”, le diría una mexicana. “Mucho tilín, tilín y nada de paletas”, le diría una colombiana. 
 
Hasta el capítulo XXXI aparece lo más genial: antes de que Augusto se suicide, indeciso, “ocurriósele consultarlo conmigo, con el autor de este relato”. Es decir, el protagonista visita a su creador, a don Miguel de Unamuno, en su despacho de la Universidad de Salamanca. Nada. Unamuno no lo deja suicidarse porque no le da la gana, y más bien le ordena marcharse a su casa porque él lo va a matar mientras esté durmiendo. Me parece genial esta anarquía creativa de Unamuno: ¡qué unanimidad , qué autoritarismo creativo! El tonto de Augusto, su personaje, protesta, y lo acusa de loco, de atrasado, de español. Y ahí sí que se emputa el bueno de don Miguel de Unamuno:

¡Y eso más, mentecato! ¡Pues sí, soy español, español de nacimiento, de educación, de cuerpo, de espíritu, de lengua y hasta de profesión y oficio; español sobre todo y ante todo y el españolismo es mi religión, y el cielo en que quiero creer es una España celestial y eterna, y mi Dios un Dios español, el de Nuestro Señor Don Quijote; un Dios que piensa en español y en español dijo: ¡sea la luz!, y su verbo fue verbo español… (p. XXXI).


Toda la novela debería justificarse por este capítulo XXXI. Lo demás es Niebla:


“Los hombres no sucumbimos a las grandes penas ni a las grandes alegrías, y es porque esas penas y esas alegrías vienen embozadas en una inmensa niebla de pequeños incidentes. Y la vida es esto, la niebla. La vida es una nebulosa”. (Cap. II).