Publicada hace cien años, en 1914, ¿tiene Niebla solamente importancia como documento o fuente de la historia literaria en lengua española,
o realmente Miguel de Unamuno escribió una pieza con méritos literarios
intrínsecos, contemporánea a todos los pueblos, clásica?
Aún no quiero contestarme nada.
Por un lado Niebla me pareció demasiado esquelética, sin la carnosidad de un
Proust (aunque eso ya es pedir demasiado); sin la suficiente sal y
sazón de las últimas novelas de Galdós, más o menos su contemporáneo, como
Miau (1888) o Lo prohibido (1885).
Por otro lado, el protagonista Augusto me
pareció divertido y bastante real: uno de esos pseudointelectuales que a los treinta años no ha podido desenvenenarse de unos cuantos
libros. El muy cachondo hace sentar varias veces en sus piernas a la hija
adolescente de su ama de llaves, Rosarito, con quien se besa en la boca y a
quien somete, pobrecita, no a un buen sexo (que es lo que la mocita tal vez
estaría esperando) sino a una dosis de metafísica barata y anacrónica.
Sufrido y quejoso, con mucho apetito
acabando de comer, el tal don Augusto se entromete en la casa de los tíos de
Helena, otra muchacha guapa, para
poderla someter a su antojo. Pero Helena se sabe bastante guapa, deseada, y
además ya tiene novio, otro holgazán pero sin tanto dinero como Augusto.
Los
dos granujas, Augusto y el novio de Helena, por si fuera poco comparten las
ideas más cavernícolas sobre la mujer. El bruto de Augusto hasta reniega de que
las mujeres sean seres humanos, y mientras rumia tal idea, muy convencido de su genialidad el
muy infeliz, sigue ordenándole a Rosarito sentarse en sus piernas, pero en vez
de desatarle el corpiño o subirle la mano falda arriba (como ella desearía), de
nuevo la somete a sus quejidos metafísicos. Por suerte la muchacha pone pies en polvorosa
ante semejante loco desganado que a la mera hora nada de nada. “Prendes el boiler
y no te metes a bañar”, le diría una mexicana. “Mucho tilín, tilín y nada de
paletas”, le diría una colombiana.
Hasta el capítulo XXXI aparece lo más
genial: antes de que Augusto se suicide, indeciso, “ocurriósele consultarlo
conmigo, con el autor de este relato”. Es decir, el protagonista visita a su
creador, a don Miguel de Unamuno, en su despacho de la Universidad de
Salamanca. Nada. Unamuno no lo deja suicidarse porque no le da la gana, y más
bien le ordena marcharse a su casa porque él lo va a matar mientras esté
durmiendo. Me parece genial esta anarquía creativa de Unamuno: ¡qué unanimidad , qué autoritarismo creativo! El tonto de Augusto, su personaje, protesta, y lo acusa
de loco, de atrasado, de español. Y ahí sí que se emputa el bueno de don Miguel de Unamuno:
¡Y
eso más, mentecato! ¡Pues sí, soy español, español de nacimiento, de educación,
de cuerpo, de espíritu, de lengua y hasta de profesión y oficio; español sobre
todo y ante todo y el españolismo es mi religión, y el cielo en que quiero creer es una España celestial y eterna, y mi Dios un Dios español, el de
Nuestro Señor Don Quijote; un Dios que piensa en español y en español dijo:
¡sea la luz!, y su verbo fue verbo español… (p. XXXI).
Toda la novela debería justificarse por este capítulo XXXI.
Lo demás es Niebla:
“Los
hombres no sucumbimos a las grandes penas ni a las grandes alegrías, y es
porque esas penas y esas alegrías vienen embozadas en una inmensa niebla de
pequeños incidentes. Y la vida es esto, la niebla. La vida es una nebulosa”.
(Cap. II).
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