Foto tomada de La Jornada |
Se
le recuerda como un señor alto y algo jorobado por los años en una sala rodeada, atropellada de libros: un señor siempre dispuesto a ayudar a los jóvenes. Un alma fina de mexicano.
¡Dios mío! Es tan mexicano, les pertenece tanto o es tanto lo que ellos le
deben, que me siento intruso al evocarlo.
Era
un escritor, un profesor de Literatura, un traductor, un erudito. Pero nada de
eso es importante: era un poeta-apóstol de aire apocalíptico. A diferencia de
los falsos profetas del Apocalipsis,
nunca adelantó el reloj para asustar con el fin del mundo; tampoco vivió
amargado o encolerizado. La amabilidad fue siempre su mayor virtud y su mejor
disciplina, y se nota en sus poemas que irradian apostólicamente, como un nuevo San Juan, las revelaciones referentes
en su mayor parte al fin del mundo:
“Ahora sabemos / de nuestra inmensa capacidad destructiva” (Malpaís).
Pero,
aunque nunca sonó tan mal, él hubiera dado su vida por salvar la ciudad de México
“deshecha, gris, monstruosa”. La ciudad se asomaba por su sencilla casa de la
colonia Condesa, cerca de la estación Patriotismo y de la vieja casa de Alfonso
Reyes, donde alguna vez conoció a Borges.
Sus malquerientes le reprochaban un
aire de trágica resignación, como
quien quiere inspirar simpatía mediante la lástima. No entendían o no habían
leído su poema “Perra en la tierra”, y si lo leyeron sintieron asco de identificarse con uno de esos perros sucios, cojitrancos, tuertos y condenados
a muerte que, por la calles inhabitables del DF, persiguen excitados el aroma
lascivo de una perra malherida hasta mordisquearla y montarla, uno por uno en
ordenada sucesión: a la perra-diosa
“[…] la hembra eterna que lleva / en su
ajetreado lomo las galaxias, el peso / del universo que se expande sin tregua”.
Pacheco
era un religioso: más bien un místico contemporáneo que también experimentaba
misericordia por los animales, especialmente por los cerdos. “¿Existe algún
animal que nos de tanto?”, se preguntaba con Jovellanos. Y asumía la voz de un
puerquito a punto de morir:
“–Y pensar que para esto me cebaron: / Qué marranos / qué
cerdos /qué cochinos”.
En
semejante mundo tan hostil, Pacheco comprendía que la intelectualidad –la nobleza del espíritu– se
vive de forma improvisada y callejera, y a menudo el joven intelectual se
vuelve víctima de su propia desesperación. Pacheco los acogía como el apóstol. Ya
verán, cuando se reconozca, cuánta no fue su influencia profunda en muchos movimientos y en
muchas instituciones culturales. Él también improvisaba y callejeaba, pero al mismo tiempo representaba lo
orgánico, lo ordenado, lo sanamente institucional de México.
En
Colombia –me pregunto si es extensivo al resto de América Latina– ningún
escritor es importante. (Para que un escritor colombiano sea importante –García
Márquez, Mutis, Vallejo– tiene que marcharse a México). Algo como El Colegio
Nacional, albergue de la alta intelectualidad, o como el Fondo de Cultura
Económica, casa editorial, sólo existe en México. En el resto de Latinoamérica el escritor vive
en exilios interiores.
Pacheco,
como lo sigue haciendo su esposa Cristina, luchó siempre por esas conquistas culturales
y las compartió y las hizo extensivas a quien viniera de los otros países de
esta lengua. Yo lo visité el miércoles 6 de junio
de 2009. El sol explotaba en las flores que le compré en gratitud a su
mediación para que El Colegio Nacional me publicara mi primer librito, La musa crítica, y explotaba también el sol en sus
ojos marrones, tocados de esquirlas cristalinas.
Desde impensables distancias, a la velocidad de la luz, al menos cierto brillo de ese resplandor, está viajando todavía.
México DF, enero 26 de 2014.
Posdata: Dejó aquí un escrito publicado en El Tiempo de Bogotá, 5 de diciembre de 2009: La obra narrativa de José Emilio Pacheco.
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