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noviembre 18, 2014

Un paseo por la literatura alemana


“I can't get no satisfaction, I can't get no satisfaction

'Cause I try and I try and I try and I try” 

Rolling Stones



En la leyenda medieval recuperada por Goethe a finales del siglo XVIII, el famoso sabio alquimista, Fausto, huye de la Academia, de la erudición universitaria y de la filología protestante poblada meramente de varones (no de mujeres) hacia la escritura libre, romántica, representada por una mujer, la Poesía. Es la Tragedia del erudito (Kittler dixit). Fausto está montado sobre una basura libresca. Como de nada vale entender un texto sin entender su contexto, conviene preguntarse por qué Alemania ha puesto en jaque dos veces al mundo. 



En el canto séptimo del poema Deutschland. Ein Weintermärchen (Alemania. Un cuento de invierno), Heinrich Heine acepta con ironía que Alemania es una nación que ha llegado tarde al reparto colonial del mundo (estamos en 1844) y que, en consecuencia, deberá resignarse a influir o dominar mediante el pensamiento: 


La tierra es de franceses y rusos 

y el mar de los británicos, 

pero en el aéreo reino del sueño 

poseemos el dominio indiscutible. 


Ahí ejercemos la hegemonía, 

ahí somos invencibles; 

los otros pueblos sólo se han 

desarrollado a ras de tierra 

(versión de Jesús Munáriz).



¿Ironizaba? ¿Es verdad la imagen de que los alemanes viven en la estratosfera como un pueblo filósofo, como un conglomerado de reinos con castillos, princesas,  fábricas e industrias, duques y nobles, y filósofos y poetas sumamente respetuosos de la Autoridad? 

En un párrafo censurado de su libro Sobre la historia de la religión y la filosofía en Alemania [Zur Geschichte Der Religión und Philosophie in Deutschland, 1835], pero que más tarde publicó por separado en la revista Der Geächtete, bajo el título de “La futura revolución en Alemania”, Heine apuntó lo siguiente: 


“La filosofía alemana es un asunto importante, que afecta a toda la humanidad”.


Y agregó: 


[...] “Aparecerán kantianos que tampoco querrán saber nada de compasión en el mundo fenoménico, y resolverán sin misericordia el suelo de nuestra vida europea con la espada y con el hacha, hasta arrancar las últimas raíces del pasado. Entrarán en escena fichteanos armados, que en su fanatismo de la voluntad no son refrenables ni por el temor ni por el egoísmo; pues ellos viven en el espíritu, resisten a la materia y la niegan igual que los primeros cristianos, a los que tampoco era posible vencer con torturas o placeres corporales; aún más: esos idealistas trascendentales serían, en una transformación social, mucho más resistentes que los primeros cristianos”.


[…] “Pero aún más espantosos serían los filósofos de la naturaleza interviniendo activamente en una revolución alemana e identificándose ellos mismos con la obra destructora. Pues si la mano del kantiano golpea fuerte y segura porque su corazón está libre de todo respeto tradicional, y si el fichteano resiste valerosamente todo peligro porque para él la realidad empieza por no existir, el filósofo de la naturaleza será temible porque se encuentra en contacto con las potencias primigenias de la naturaleza, porque puede conjurar las fuerzas del antiguo panteísmo germánico, y porque en él se despierta entonces aquel gusto por la lucha que hallamos en los viejos germanos y que no lucha por destruir ni por vencer, sino por luchar.” [cito la traducción de Manuel Sacristán y Juan Carlos Velasco (Madrid: Alianza, 2008), pp. 207-208].

Todo esto que señala Heine en 1844 ya parece estar antecedido en el primer Fausto, de Goethe, cuya publicación completa data de 1808. En la primera parte de la tragedia, “Noche”, el sabio o erudito Fausto siente que el Espíritu de la Tierra se le acerca: “Du, Geist der Erde, bis Mir näher” (v. 461). Fausto, al contemplar el signo de las esferas anotado en alguno de sus libros, obliga a que tal espíritu o genio se manifieste. La acotación de la obra es tremendamente reveladora: Fausto coge el libro y pronuncia misteriosamente el signo del genio. Oscila una roja llamarada y el GENIO aparece en ella. Este hecho, en que Fausto pronuncia en voz alta lo que se dice en un libro, es la encarnación de la conciencia del lector:  El Genio es Mefistófeles, el demonio, y le dice a Fausto en los versos 486 y 490:  


“Suplicas jadeante por verme, / por oír mi voz, mi rostro contemplar […] ¡Aquí estoy! ¿Qué lastimero espanto se apodera, superhombre, de ti?” (Da bin ich! Welche erbärmlich Grauen Fasst Übermenschen dich). 


Los ruidos en el estudio de Fausto hacen que se acerque Wagner, su criado. Ambos discuten sobre el Espíritu de los tiempos (Geist der Zeiten) y cómo este está presente en los manuscritos y en las bibliotecas. Pero estos manuscritos, libros y legajos no dicen nada por sí mismos. Se acumulan en el estudio de Fausto, quien bien bien dice en los versos 683 y 685: 

Lo que has heredado de tus padres, 

¡adquiérelo para poseerlo!

Lo que no se utiliza es un pesado fardo; 

tan sólo lo que el instante crea puede ser utilizado en el instante.  

Fausto quiere que toda esa erudición cobre voz. Vida. Él ve en los signos alfabéticos un un poder mágico para liberar poderes sensuales y embriagadores en el lector si logran encarnar en una voz. Para apagar la sed del deseo de conocimiento, Fausto pide aprender a valorar lo sobrenatural y aspirar una revelación. Por lo tanto, toma el Nuevo Testamento y lo abre en San Juan I, 1 con la intención de traducirlo del griego original a “mi alemán querido” (verso 1223). La acotación dice:

 

Consulta un volumen y se dispone a ejecutar su deseo


Al traducir la famosa frase de Juan I, Ἐν ἀρχῇ ἦν ὁ λόγος, καὶ ὁ λόγος ἦν πρὸς τὸν θεόν, καὶ θεός ἦν ὁ λόγος («En el principio era el Verbo [Logos], y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios»),  Fausto tropieza y dice: “Me resulta imposible darle un valor tan alto a la «palabra»” (Ich kan das Wort so hoch unmöglich schätzen, Ich muss es Anders übersetzen [versos 1225]). Este ensayo de una nueva traducción significa poner fin a una patológica tradición de filología (amor a la palabra) protestante, desde que Lutero en 1517 obligó a aprenderse la Biblia de memoria (según su traducción al alemán) 


El problema es mundial. También en la actual literatura alemana, según el crítico Florian Kessler (1981), no tiene cabida el pensamiento crítico. Un par de viejos jubilados, a la salida del Berliner Ensemble,  polemiza con más fervor que los jóvenes escritores. Sus libros giran alrededor de los mismos (y políticamente correctos e irrelevantes) temas. 

En su provocador artículo publicado en Die Zeit, (“Lassen Sie mich durch, ich bin Arztsohn” –Déjenme pasar que soy hijo del médico–), Kessler acusa a autores como Kevin Kuhn y Thomas Kluppde de posar de inconformes con el “sistema” y la “sociedad”, pero de vivir muy satisfechos de becas y en el Hotel Mamá. El tedio se ha hecho entretenimiento, y estos escritores aburridos tienen una aún más aburrida audiencia.

El panorama se extiende por todo el orbe. En cierto país latinoamericano vibran de revoluciones y en otro viven dibujando palomitas de la paz. Casi todos poseen gafas de concha y anhelan el 68. Todo lo delegan.

No hay inteligencia donde no hay decisión.

El pensamiento crítico, lejos de precipitarnos en la ambigüedad y en la evasiva, nos recobra del vértigo. 

¿Sturm und Drang? ¿Aufklärung?
Hacia 1917, hastiado de noticias sobre la Revolución en Rusia y en México y de la pila de cadáveres en las trincheras de Francia y de cubistas y futuristas, George Droz, en un café de Berlín, ordenó y asumió sus ideas:
No más pintores, no más literatos, no más músicos, no más escultores, religiones, republicanos, monárquicos, proletarios, democracias, burguesías, revoluciones, policías, patrias. En fin –decía– basta de esas imbecilidades. No más nada, nada.




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