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agosto 05, 2023

Vasconcelos visita Pan de Azúcar, "la punta más hermosa de todo el planeta"

Por Sebastián Pineda Buitrago









Hace ciento y dos años, durante el mes de agosto de 1922, José Vasconcelos circunnavegó la costa de Brasil. El 19 de agosto desembarcó en Río de Janeiro. 

Viajaba en calidad de secretario de educación de México (gobernaba Obregón) y en compañía del poeta-aviador Carlos Pellicer, del cuentista Julio Torri y de la mezzosoprano Fanny Anitúa, según el biógrafo Claude Fell.  Llevó consigo, como ofrenda mexicana a las fiestas patrias de Brasil, una réplica de la escultura del emperador azteca Cuauhtémoc (nuestro amigo Marcos Daniel Aguilar lo explica aquí). 

Una tarde de agosto Vasconcelos subió al Pan de Azúcar, la peña bruñida y alta que remata el desfile de colinas que protegen la concha de la bahía de Botafogo y que la separan de la playa abierta de Copacabana. Vasconcelos registró su impresión en La raza cósmica (Barcelona, 1924). Aquí un fragmento:  





«La punta más hermosa de todo el planeta, el Peñón de Pan de Azúcar»


 [...]

                    «El Pan de Azúcar es como un largo adosado verticalmente a la falda de una colina alta y redonda que se ensancha por su base para ligarse con la tierra. A la cúspide se sube en una especie de carro volante, suspendido de largos cables oblicuos. El primer salto es de unos doscientos metros y deja la sensación de haber volado. Se hace una pausa en la meseta de la colina, donde hay un café con mesitas para refrescos y miradores con jardines. Ya desde que se ha empezado a ascender comienza el asombro; ninguna palabra podría describirlo; aquello es un carnaval de colores, un festín de la imaginación. [...]

                  
                            Apenas se comienzan a precisar sitios y rumbos, cuando el ansia de abarcar mejor la extensión nos hace embarcarnos en el otro carro, que por un cable todavía más atrevido sube casi perpendicular, dejando sin aliento; parece que se va a chocar contra la peña; pero ya al llegar la perfora y se detiene suavemente en una tranquila y pequeña estación. De allí se sale para mirar el panorama agrandado; no se sienten deseos de hablar; las interjecciones de uno que otro viajero verboso parecen triviales y molestan como una ofensa personal. Se impone el silencio en el alma. 

El prodigio es de tal manera estupendo que cualquier voz se ahogaría en la garganta o se perdería en la inmensidad. El conflicto de colores es tan vivo y se resuelve de tal modo que da la impresión de una música latente y a punto de estallar. 

Del pecho y del paisaje nace como una oración, una alegría religiosa, que nos convierte en la expresión final del paisaje.

El misterio cautiva el oído y recrea la vista; el corazón se inunda de dicha. 

Los montes más altos, cortados por uno que otro cendal de bruma, parecen altares. 

Abajo, la tierra poblada y fértil, enriquecida de construcciones claras, semeja un paraíso construido por la especie, después de mucho vagar inútil y doloroso por los sitios ingratos del planeta. 

Allí reside la felicidad; no es posible que deje de haber goces en aquellas casas, ya sean hogares, posadas, lugares de encuentro fugaz;  no importa, todo allí es alegría: los niños en la playa, los jóvenes en el paseo, los viejos en las terrazas; hasta los barcos empavesados estaban a esa hora de fiesta».