Al ingresar en espacio aéreo colombiano
comenzamos a ver vastedad de ciénagas en las que se derrama el río Magdalena,
cultivos de algodón, la espina dorsal de tres cordilleras con multitud de
valles, nubes y nubes hasta por fin descender sobre un altiplano de verde
esmeralda.
Aterrizamos en el recién remodelado aeropuerto
de Bogotá, en donde ya no se siente la sensación de un país de puertas cerradas.
¿Mera fachada? Al menos se avanza rápido por los módulos de migración. Salimos a la avenida El Dorado, recobrada después
del bombardeo de corrupción estatal y privado, y fluimos más o menos con
rapidez porque estamos a 19 de diciembre: en asueto todos los colegios y
universidades, es decir, reducción del 30 % del tráfico (o trancón). Llegamos
casi hasta el piedemonte de Monserrate, a los pies de la Torre Colpatria y del
parque inclinado de la Independencia, para coger la séptima y luego la avenida
circunvalar.
Llegamos en fiesta: se despiden a
vacaciones los últimos doctores y doctoras de las tres ramas del poder público.
Como no somos abogados y venimos de México, en donde hacemos un doctorado en
letras, no sonamos mucho entre los poderosos encorbatados. A cambio nos
emborrachamos de whisky, y ante tanta reverencia “cachaca”, ante tanto doctor,
comenzamos a hablar en acento irreverente como el narrador de las novelas de
Fernando Vallejo, a llamar con hijueputasos
cariñosos a nuestros amigos, a diestra y siniestra.
Al otro día la mamá nos despacha en el
terminal de buses a donde el papá en Medellín. William Ospina dice que lo único
que integra a Colombia es el idioma. Tal vez por eso, en la densidad de
viajeros, todos nos esforzamos en remarcar nuestra diferencia acentual. A nadie
le gusta ser igual: el de al lado habla con seco acento cundinamarqués o boyaco,
el del otro acusa aun más las vocales sincopadas del acento caribeño, el de más
allá las extiende a la manera costeña del Pacífico o caleña, y el antioqueño o
paisa agudiza la “c” como “k”: Kolombia-¿Ke más: bien o ké?. Parecemos
juntarnos, para luego derramarnos por los cuatro costados de la vertiginosa
geografía colombiana.
Paisalandia
Llegamos a la capital de Paisalandia
bajando por Las Palmas: “allá está Medellín muellemente tendida en la llanura”,
decía en 1855 el poeta de las tres g: Gregorio Gutiérrez González. Dentro de
los vagones del metro observamos cantidad de propaganda municipal: “estamos
pasando la página de la violencia”, dicen. Como si se tratara de un libro.
A finales de los años 80’s y 90’s, durante
mi infancia, uno se paniqueaba ante pandillas de jóvenes adolecentes peluqueados
con el corte sicarial, en T (eran los pirobos
en lenguaje parlache). Ahora uno más bien se serena ante pandillas de jóvenes
con cachuchas de visera plana estilo hip hop, como si fueran reggaetoneros de
Puerto Rico. Lo son en realidad. Son paisa-riqueños. El nuevo fenómeno nos lo
explica el hermano menor, fan de Nicky Jam, Don Omar y Dady Yanky.
Los alumbrados extendidos sobre el río,
desde San Juan hasta el antiguo puente de Guayaquil, descrestan solo al
turista, a quien los ve por primera vez,
a Diana, mi novia mexicana. ¿Cómo: es que tiene otra novia que no es
mexicana o qué [o ké]? Nos descresta
más ascender la cresta de la comuna nororiental en teleférico o metro-cable,
volando encima de tugurios, hasta el remanso de bosque frío en el Parque
Arvi, cerca de Piedras Blancas.
La noche del 24 la pasamos donde la tía
Silvia, en la finca “La Montería” en Sopetrán, con vista al encañonado río
Cauca. Diana, la novia, acostumbrada al lenguaje breve de Jalisco estilo Juan
Rulfo, se enloquece con la algarabía de la familia antioqueña estilo Tomás Carrasquilla.
Todos monologan al tiempo como si dialogaran con todo el universo mundo. No se
callan. Hablan hasta con la arepa que se está quemando: ve, arepita, no te me
tostes mucho; ¡eh, vea a ese gato esculcando las cajas de los juguetes: quitáte
de ahí gato cansón! O, al salir a la noche densa y estrellada, sientan charla
con las constelaciones: Sirius, en la
del Can Menor, ve qué tan refulgente; ya viste a Marte y a Júpiter: son los que no
titilan. Ah, y vea a las Pléyades qué tan pispas:
Juego mi vida… contra el rebaño de las
Pléyades,
–vírgenes necias, capretinas locas–]*
Amanece en el canta del gallo y lo remeda
el primo Gregorio y luego lo remedo yo. Enloquecemos al pobre. Como un chorro
de luz explota la algarabía de los gansos. Nos despedimos de Sopetrán, en donde
dejamos como diez libros pa’l papá y las tías lectoras, rumbo a un apartamento
en la playa entre Ciénaga y Santa Marta.
Los piratas del Caribe
Foto de Alejandro Arias |
Desde el balcón del edificio divisamos el horizonte oceánico sitiado por los piratas de la Drummond, con sus trasatlánticos estacionados en la curva del mar y sus barcazas remolcando carbón a cielo abierto.
El Caribe colombiano siempre ha estado asediado por piratas de todo el mundo. La visión de las buques carboneros de la Drummond, a pleno sol, nos arranca una descripción de La tejedora de coronas: “…simulaban fantasmas de sal, como los corceles de mi sueño”, sitiando “la inerme ciudad, ahogada en los primeros resoles”. Contra el poder de los hidrocarburos casi nadie puede. En medio de la ingenuidad del turista, de la impotencia de los lugareños y de la incipiente crítica de la región, en donde casi nadie lee, resulta un bálsamo intelectual las denuncias del blog del periodista costeño Alejandro Arias.
foto tomada de losviajeros.net |
Salvo a la playa de Taganga, en donde el mar cobra como un color verde encendido, a las mejores playas de Santa Marta se llega en lancha: están entre acantilados sin acceso terrestre, formando discretas bahías. Mareados de tanto mar, recostados en la arena, despedimos el último atardecer de 2013. Otro giro de este gordo planeta alrededor del sol, cuyo disco se derrite lentamente en el mar.
En hora y media bajamos de Bogotá al piedemonte llanero, un viaje que en 1924 demoraba casi una semana, a juzgar por La vorágine en donde Alicia y Arturo Coba huyen a caballo y pernoctan la primera noche en Cáqueza.
Oscar Javier González Molina me recordaba las mocitas que asaltaban a la vera del camino a Arturo Cova, comparándolas con las que nos atendían en un estadero en Puerto López, a orillas del río Metica, o en una heladería en Villavicencio, a una cuadra del parque.
Las sabanas de los Llanos se extienden como un alfombra mágica sin una arruga hasta las bocas del río Orinoco, algo más allá de Angostura o Ciudad Bolívar, en Venezuela. En planchones, avanzando entre mil curvas, viajan miles de cabezas de ganado por los afluentes del Orinoco. A tres horas de Bogotá, en la desembocadura del río Manacacías en Puerto Gaitán, nadan y saltan delfines rosados. Los Llanos son una promesa, como decía Ortega y Gasset de las pampas argentinas. Nuevas ciudades podrían trazarse con universidades que ofrezcan becas a medio mundo.
Los Andes y la Jiménez
Foto de Jan del Castillo (http://www.skyscrapercity.com) |
El eje ambiental sigue siendo mi paseo favorito. De la biblioteca de los Andes me descolgaba al café La Oficina, donde don Jaime, a conversar en tertulia con Espinosa. Eran mis tiempos de licenciatura o pregrado. De ahí salía al mediodía y me detenía en la librería Lerner a no comprar nada: solo a ver novedades y charlar con Hernán, el encargado de la sección de libros colombianos, o con Héctor, de la sección de internacionales. Me tocó también don Hugo, el fundador, experto en leer muy bien la contraportada de todos los libros. Esta vez, al menos, compré la obra completa de Nicolás Gómez Dávila y la selección de sus escolios traducidos al inglés por mi amigo del Caro y Cuervo, Roberto Pinzón. Ah: también compré Aitana como regalo a Diana, para que vea como soy personaje de novela.
Luego sigo bajando por la Jiménez, atravesando la plazoleta del Rosario con la estatua de Quesada, hasta el callejón de libros usados en el local "Libros Merlín", cra. 8ª A Nº 15-17. Saludo al Célico, dueño y fundador de la librería más grande de libros usados en Suramérica. Viejo Célico, le digo, ando buscando El mito del rey filósofo de Danilo Cruz Vélez (el mejor libro de filosofía escrito en este país), que el ejemplar que yo tenía me lo robaron cuando fui a La Habana, claro, pues es un libro prohibido allá: desenmascara el marxismo de forma increíble y destruye el mito de esos barbudos militares con ínfulas de filósofos. Ya se lo traigo, y va Célico y lo agarra de una estantería. Véalo. Y también está Tábula rasa. Me los llevo. A presumir en México.
No hay comentarios:
Publicar un comentario