Pa que se acabe la vaina de
William Ospina
Tratado
de lo “políticamente correcto”, Pa que se
acabe la vaina cae en los tópicos de siempre y repite anacronismos
alarmantes sobre la historia de Colombia. “Proponer un país exige rigor y
responsabilidad”, dice casi al final de su ensayo (p. 230). Pero lo que menos
tiene William Ospina es rigor.
Desde la solapa interior amarillista
con la imagen del 9 de abril de 1948, para
William parece como si no hubiera acontecido nada más importante en el siglo XX
colombiano que el perverso, el sórdido Bogotazo. Hay algo de mitológico –cruel–
en convertir el recuerdo de una matanza en acto fundacional: ¿muerte de la
Vieja Colombia y que la nueva no ha nacido todavía? ¿Por qué nada dice William Ospina
sobre la formación fascista del líder político Jorge Eliécer Gaitán en Italia
en tiempos de Mussolini?
Basta curiosear en Google sobre la relación de J. E.
Gaitán con el fascismo para que aparezca, por ejemplo, un artículo de Carlos
Guillermo Páramo Bonilla, “Racismo, fascismo y los orígenes de la antropologíacolombiana”. Relacionándolo con Pa que se
acabe la vaina uno se da cuenta de que las falacias de Ospina nacieron en
los años de 1930-40, puesto que tanto J. E. Gaitán como Laureano Gómez también buscaban
revueltas y restauraciones culturales y morales en pos de una tercera vía (¿la
franja amarilla?) con una retórica contestataria y seductora, irresponsable con
la historia. Irreal.
¿Dónde quedó el William traductor de los sonetos de
Shakespeare y de los cuentos de Flaubert? ¿El William filólogo o riguroso? El
desprecio que muestra contra la curiosidad académica o de scholar se parece al desprecio del candidato político o del publicista
que en su discurso sólo insiste en un lado de las cosas, fingiendo ignorar
todas las demás. Por eso cuando alaba la historia contemporánea de México como
ejemplo a seguir para la “restauración” de Colombia me pone la piel chinita o
de gallina. Me da escalofrío de terror.
Qué ideologizado se deja ver Ospina cuando quiere
contrariar a Vargas Llosa (a quien no cita con su nombre) negando que el PRI,
el Partido Revolucionario Institucional, no haya sido “la dictadura perfecta”
(p. 132). Claro que no lo ha sido. Lo es. Pero Ospina justifica al PRI porque
nació de un proceso revolucionario y porque, según él, “asumió el proyecto de
una sociedad segura de sí misma, responsabilizada de su memoria y afirmada en
sus particularidades” (p. 133). Le he dado a leer este fragmento a
intelectuales mexicanos, y me arrojan el libro en la cara, ¿pero quién dijo
semejante burrada?, me preguntan.
El PRI ha sido el menos responsable de la memoria:
borró tres siglos de esplendor novohispano con el odio a lo hispánico y condenó
a México a la jaula de la melancolía indigenista. Desde que Lázaro Cárdenas
nacionalizó los recursos naturales aseguró el Totalitarismo estatal. La
historia de México en el siglo XX ha sido la de la experiencia totalitaria.
Para no ir tan lejos, Alfonso Reyes debió exiliarse de México durante once años
(1913-1924) en tiempos de la Revolución.
¿Cómo?
Que lamenta que el guerrillero Tirojifo, Manuel Marulanda, no sea simbolizado en
Colombia como en México a los guerilleros sanguinarios Pancho Villa o Emiliano
Zapata. Entonces desconoce el poema “Caravana” en donde Reyes critica a los caudillos de la
Revolución Mexicana que habían terminado por acribillarse entre sí:
Rara tripulación, cosecha inesperada,
abajo el ingeniero Minos
ve llegar a su puerta
una cuadrilla de sombreros anchos,
botas fuertes, cinturones de balas,
y el bulto edificante –la pistola–
prendida en el cuadril.[1]
Uno, dice William Ospina, debería justificar a las
FARC ya que coletean después del desplome de la Unión Soviética en 1989. (p.
188). Pero apelar a la historia para disimular su convicción ideológica ya
inspira desconfianza en su honradez intelectual. Alabar la presidencia de
Belisario Betancur (p. 207) porque concedió cese al fuego con el M19 es
desconocer que toda paz se compra con vilezas y que el camino del infierno (la toma del Palacio
de Justicia, el descuelle del narcotráfico durante su cuatrenio) está empedrado
de buenas intenciones.
Superficial ensayista de la identidad colombiana,
William recomienda seguir el ejemplo de Fernando Vallejo: “cada colombiano
debería decir su verdad” (p. 236). ¿Pero de qué verdad habla si Vallejo es un
novelista, es decir, si tiene el arte de decir mentiras rectamente? “Algo está
cambiando en Colombia” (p. 236) es la gran conclusión del ensayo de William. De
mil dardos que tira, de mil frases que escribe, solo una da en el blanco: como
José María Vargas Vila.
¿Qué resaltar del libro entonces? Hombre, que hable
de la mediocridad urbanística en Colombia, en donde ciudades como Barranquilla
apenas estén construyendo un malecón abierto sobre el gran río de la Magdalena.
¿Y qué más? Pues que insista en que se hagan festivales y congresos, en lugar
de en Cartagena, en Buenaventura. ¿Nada más
eso? Pues entonces el tiro le salió mal.
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