Al mar en Manzanillo
La autopista Guadalajara-Colima zigzaguea por despeñaderos y desfiladeros en su camino al océano. Al describir la
geografía mexicana ya Humboldt advertía cómo cualquier invasión que se
atreviera a desembarcar en las costas occidentales de México sería contendida
por una barrera de montañas: muralla bastante impenetrable. Acaso eso explica
porque la conquista de México no fue obra de los chinos. Pero la conquista de Hernán
Cortés y sus hombres no fue tanto obra de España como de la isla de Cuba, desde
donde realmente partió la expedición. Una conquista de México desde el
Pacífico, en cambio, fracasaría a falta de una isla cercana en la cual
resguardarse: los ejércitos que desembarcaran, navegando años desde la China, a
fuerza tendrían que quemar sus naves.
Simulando las olas del mar vamos en el
carro como sobre una tabla de surfing
acelerando a más de cien, subiendo y bajando cuestas cada vez más pequeñas.
Atrás han quedado los montes más agrestes y más atrás los llanos de Zapotlán y Guadalajara.
¿Por qué las grandes ciudades mexicanas, el DF, Monterrey, Guadalajara, están
alejadas de las costas? Somos –los hispanoamericanos– bastante talasofóbicos:
le tenemos fobia a Talas (mar en griego) porque nuestras costas son muy
agrestes. Calurosas. No más el Pacífico se ha portado muy violento en días
pasados: ha quedado color de ceniza después de los últimos huracanes y ciclones
y en su vastedad, a veinte kilómetros de la costa, impregna todo de un fuerte
olor a almeja y a mejillones podridos. A azufre. Como el Diablo.
Lo sentimos próximo por el olor a mariscos
y al final aparece, entre las grúas del puerto de Manzanillo, su lámina azulada.
Infinita. La visión del mar, en donde sea, siempre me ha parecido la de un
planeta dentro del planeta o, mejor, la del verdadero planeta. Todos vivimos en
islas. Lo veo a lo lejos azulado pero de cerca, donde las olas caen, advierto
en el agua cierto tono café o como rojizo. Claro. Hay marea roja. Las algas
marinas se alborotaron por el paso de los últimos ciclones y sangran,
menstrúan, intoxicando a ciertos mariscos y arrojando, moribundos, a ciertos
peces globos contra la playa. Caminando los encontrábamos más inflados y con la
boca abierta. Aun sin ser pescado,
todo pez muere por la boca.
Cenamos en un restaurante de mariscos a la
sinaloense. La cultura –la comida– de la costa occidental del Pacífico mexicano
la domina el estado de Sinaloa. Es el más volcado al mar. Sus ciudades,
Mazatlán, al igual que Culiacán y Los Mochis, son costeras. ¿Cultura costeña?
¿Cultura del mar? No se nota al rompe: los pueblos costeros del Pacífico
mexicano no se diferencian mucho de los del interior, de los del centro, en la
medida en que el Pacífico no es propiamente un mar como el Caribe. Es un océano
que impide el contacto constante con otros pueblos. El pueblo más cercano con
el que podría encontrarse un navegante o un pescador, si zarpara de algún puerto
de Colima, Jalisco o Sinaloa, sería, a miles y miles de kilómetros, Filipinas.
El Caribe, en cambio, sí es un mar de
permanente fluidez cultural desde la más remota colonia: el puerto de La Habana
está hermanado con el de Cartagena de Indias en Colombia, con el de Veracruz en
México y con el de La Guaira en Venezuela, lo mismo que con el de Santo Domingo
y el de San Juan en las otras Antillas mayores, sin hablar de las Antillas
menores: Jamaica, Curazao, las islas Caimán, San Andrés, Providencia…
Barra
de Navidad: el Macondo del Pacífico
El
Pacífico es nuestro mar-océano más solitario. Si se reescribiera la historia de
Macondo, Cien años de soledad funcionaría
mejor a orillas del Pacífico y no del Caribe. De Manzanillo viajamos en carro a un pequeño
pueblo de pescadores entre una laguna y el mar, ya en el estado de Jalisco. Entramos a comer pescado en un kiosco al
lado de la playa destrozada por el último ciclón. Al dueño del restaurante le
caímos en gracia y comenzó a contarnos la historia del pueblo.
En primer lugar se llama Barra de Navidad
porque en el siglo de las conquistas, a finales de 1500ypico, los navegantes
llegaron el 25 de diciembre a una barra de arena que formaba la desembocadura
de la laguna. Barra de Navidad fue el nombre más ridículo que se les ocurrió.
Durante toda la colonia y gran parte del siglo XIX permaneció deshabitado.
Despoblado. Apenas funcionaba como un pequeño astillero. No se conserva ninguna
ruina colonial. Acaso la laguna sirvió de fondeadero para algunas naves en
vísperas de partir a Filipinas. Una placa indica algo por el estilo.
La verdadera historia de Barra de Navidad,
nos cuenta nuestro cronista, “se confunde con la historia de mi familia… Mi
tatarabuelo vivía a principios del siglo XX en un pueblo de Jalisco, cerca de
Guadalajara. Estaba sacando adelante a su familia: ya tenía tres hijos
pequeños. Pero un día, por un pleito de tierras, se enfrentó a un federal. Y lo
mató en un duelo. A riesgo de que lo apresara el Gobierno empacó todos sus
enseres y con mujer e hijos huyó hacia la costa, donde el Gobierno no existía”.
(Ya se ve, agrego en mi mente, como nuestros gobiernos no ejercían ningún
control en las Costas: se interiorizaban). “Mi tatarabuelo se radicó con su
familia aquí, en Barra de Navidad, entonces un minúsculo caserío de pescadores.
Y comenzó a dotarlo de servicios básicos y no tardó en llegar el primer padre,
pidiendo diezmos para levantar la primera iglesia varias veces derruida por los
huracanes”. (No por nada, nos sonreímos Diana y yo, la bautizaron como la
Iglesia del Cristo del Ciclón). “Mi tatarabuelo está visto como el verdadero
fundador del pueblo. Todos dicen ser sus descendientes. Pero los de mi rama
somos los verdaderos…”
La historia del tatarabuelo de nuestro
cronista se me antoja igualita a la de José Arcadio Buendía cuando mató,
después de una pelea de gallos, a Prudencia Aguilar en La Guajira. Entonces
también tuvo que huir con su familia cruzando las selvas de la Sierra Nevada de
Santa Marta, recalando a un costado en los planos del río Aracataca, de
espaldas al mar, donde el Gobierno no ejercía presencia, para fundar Macondo. Lo
curioso de Barra de Navidad es que parece también de espaldas al mar. Más
volcada hacia la laguna y con varios caminos o rutas de emergencia hacia la
cordillera en caso de tsunami. No supera los cinco mil habitantes. La
talasofobia arroja a toda la población en las grandes ciudades del interior.
Volvimos a Manzanillo al anochecer.
Me desperté al otro día para alistar las
cosas y marcharnos. Pasé una noche en vela.
Toda
la noche la mar estuvo combatiendo contra la playa. A menudo cimbraba el vidrio
de la ventana de la habitación y temblaba todo el edificio del hotel cuando una
ola se formaba con otras olas, las abrazaba, y azotaba como una cachetada brutal
la arena de la playa. Lo narró en pasado, pero sigue pasando en presente
incesantemente hasta que el mar sea mar.
Estoy sin camisa y en slip sentado a una
orilla de la cama de frente a la bahía de Manzanillo. La luz diáfana del amanecer
azulea a lo lejos la lámina del mar. Dibujo en el aire los contornos de la
bahía: a la derecha la península de Santiago como un enorme acantilado sobre el
que se agarran todo tipo de mansiones y hoteles. A la izquierda, la base naval
del Pacífico.
El sol entibia el sueño de Diana, acostada
a mi lado entre sábanas blancas. Desnuda.
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