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diciembre 17, 2013

Navidad a la deriva en el Golfo de Morrosquillo

Prosas decembrinas (1)

En enero de 1990, al regreso de las vacaciones, mi vecino del 401 empezó el nuevo año mojando prensa y saliendo en televisión después de haber pasado toda una noche, la noche de navidad, a la deriva en el Golfo de Morrosquillo, con sus primos Michel y Daniel, flotando mar adentro, obscuramente, en una bicicleta marina, frágil balsa de fibra de vidrio con pedales que los metió mar adentro una tarde en que se confiaran de la suavidad oceánica.

Al mediodía del otro día, insolados, los rescató un buque petrolero de nacionalidad japonesa que partía del muelle de Coveñas después de abastecerse del oleoducto de Caño-Limón. Una fotografía tomada desde un helicóptero de la base naval, sobrevolando el Golfo para buscarlos, detallaba la bicicleta marina remolcada por el buque, y la mano de dos marineros ayudando a subir a la proa a los niños de once, doce y trece años a punto de evaporarse por el sol inclemente.
Michel, mi vecino, era el mayor. Lo seguían sus primos Daniel y Pablo. Les había dado por meterse al mar al atardecer del 24 de diciembre, cuando los papás y tíos se habían ido al pueblo a comprar más trago, pólvora y otros regalos que faltaban. Se hospedaban en una cabaña de El Francés, a quince minutos de Tolú. Había llegado dos días atrás, el 22 de diciembre, y ya tenían la cara tostada, rojiza, salpicadas de pecas, y para evitar más quemaduras escogieron el atardecer para meterse al mar: a esa hora se pone calientico como un termal de aguas benéficas. Remolcaron una bicicleta marina, varada en la playa desde el mediodía, y se pusieron a pedalear sobre el suave oleaje.
De repente anocheció.
Aunque las lucecillas amarillentas de la cabaña y el estadero rutilaban bastante cerca, al arrojarse al agua Michel ya no sintió el suelo del mar. 
“Ay, marica; está bien hondo, parce”. 
Ni zambulléndose dos metros tocó suelo con las yemas de los dedos. De inmediato se volvió a subir. Y les dijo a sus primeros que pedalearan rápido hacia la orilla. Pero la bicicleta no los acercaba. Tampoco parecía alejarnos mar adentro. Los expulsaba hacia un lado. Así son las corrientes en golfos o bahías: zigzaguean.

Los sobrecogió el miedo. 

Gritaron hasta enronquecerse o ahogarnos por el llanto, pero nadie salió de la cabaña. No habían llegado los papás. Los lugareños, pescadores y vendedoras de cocos, se acicalaban en sus chozas detrás de las cabañas. 
A las tres horas de oscuridad (Michel tenia un reloj con minuteros fosforecentes que le habían traído de Estados Unidos) se imaginaron la angustia de sus mamás buscándolos por todos lados.  Pero a las corrientes del mar, a la inmensidad del mar, ¿le importa algo la angustia? 
Aunque seguían cercanos a la playa, a juzgar por ciertas lucecillas de otras cabañas o y estaderos de El Francés, la visión de la orilla perdía contorno. Ignoraban si se alejaban o se quedaban en un punto estático. 
“¿Nos tiramos y nadamos, ¿o qué?”, preguntó uno de los primos. 
“¿Vos sos güevón o qué?”, respondió Michel. “¿Qué tal que no alcancemos la orilla, se nos agoten las fuerzas y perdamos la bicicleta?” 
“Nos quedamos sin el pan y sin el queso”, sentenció el otro primo. 
"Mejor quedémonos aquí", pensaron juntos. 
Y se pusieron a echar chistes. A celebrar la navidad a lo lejos, viendo los diminutos voladores –los cohetes– estallando en el aire, las luces lejanas del Tolú y más allá  una línea de lucecillas adentrándose al mar indicando el muelle de Caño Limón-Coveñas. Hasta se arrojaron un rato al agua, a disfrutar de la extraña calidez del mar de los trópicos a medianoche. Durmieron por turnos. Tranquilos. Sin frío. 
Hasta que amaneció. El sol los asustó más que la noche. Se sintieron ahora sí deSOLados. Sin la compañía de las estrellas que bogaban como ellos, diminutos en la inmensidad del firmamento. Sedientos. Hambrientos. Me dijeron que hasta se bebieron sus propios orines.

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