K. Korovin |
Prosas decembrinas (3)
Al
caer la tarde del 24 de diciembre vagan por París, sin enterarse de nada, musulmanes y chinos budistas y un solitario colombiano. La mitad del mundo no celebra la Navidad. Lo ve como un consuelo.
Empieza a nevar. Al principio le parecen copos de algodón, no cayendo verticalmente,
sino volando a la manera de mariposas blancas: millones y millones en el aire
helado, zigzagueando entre las edificaciones de París, blanqueando las copas de
los árboles, afantasmando la ciudad.
El sol más bien parece borrar
las cosas del mundo antes que alumbrarlas, y Ricardo Abdallah se desorienta,
parece perderse, y hasta encuentra un gusto en estar melancólico.
Camina con una bufanda al
cuello del boulevard Saint Michel al boulevard Sebastopol atravesando la isla
de la Cité, que es el centro-centro de París. De la fuente de Saint Michel,
donde el arcángel Miguel pisotea triunfalmente a un demonio, atraviesa el río
Sena de aguas verdes y heladas bramando obedientes en la canalización navegable
y chocando sin estrépito, suaves, contra las columnas de los puentes que
adquieren un tono sepia en la cercana lejanía. A su mano izquierda se levanta
la catedral de Notre Dame. Pasa derecho por el palacio de la Prefectura, cuyas agujetas se clavan
en las nubes bajas y parecen herirlas porque cobran cierto color morado.
Vuelve a cruzar el Sena y gana el boulevard Sebastopol. El cielo adquiere un
toque fantástico a la altura de la torre de Saint Jacques de gárgolas ridículas.
La noche de Navidad lo
encuentra cruzando la desolada plaza de la Concordia, bebiendo de su botellita
de aguardiente de cereza. Toma la rue de Rivoli y ve en varias
pantallas, tras locales de tiendas ya cerradas, noticias del mundo y rostros de
políticos. El viento invernal, piensa, se bate entre la escala musical
"re" y "do" tocando las teclas más tensas de la fría noche.
Tres militares apostados en la
esquina requisan su mochila y toman su portátil para comprobar si no es una
bomba. Se lo devuelven con desprecio y lo ven perderse entre la nieve. Dos
hombres en gabardina, mirándolo con mala cara, arrojan sus cigarros encendidos y los pisotean, disipándose en dirección opuesta.
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