¿Qué mantiene unida a una sociedad? Esta pregunta atenazó a Durkheim a finales del siglo XIX y, al no haber una respuesta, desencadenó la Gran Guerra (1914-1918). Cohesión social, solidaridad moral, miedo a la anomia. Pero si las preguntas sociales han sido siempre las mismas, sus respuestas varían con los instrumentos de la época. La religión (de religar, de juntar) es un pilar antiguo de comunidad y sentido, pero también ha sido una formidable máquina de mediación. Desde el púlpito abrió el espacio escénico medieval, transitó a la imprenta y, en pleno siglo XX, encontró en la radio y la televisión la prolongación de sus milagros: la palabra, ahora desplazada y multiplicada hasta el último confín.
En mi reciente conferencia en la Universidad de Navarra, expuse cómo el estudio entre religión y cohesión social, especialmente en México y Colombia entre 1920 y 1960, exige un abordaje doble: una arqueología de las ideas y otra de los medios. No basta con indagar en la sociología del rito o la mística del sacrificio; hay que rastrear cómo el hardware de la fe se adosa, cual parásito luminoso, al hardware de la técnica. Así, como recuerda Jean Meyer, la Iglesia fue hospital, escuela, banco y red administrativa antes que monasterio. Era el gran dispositivo de cohesión total, una máquina integral de sentido. El hardware del catolicismo, que Jean Meyer rastrea antes de la Revolución Francesa, operaba como sustancia política y red civil: hospital, universidad, agro, arte. Administraba lo visible y lo invisible; media la vida y la muerte. Su decadencia, a ojos de Meyer, supuso el paso de una “cohesión impuesta” (más de clientes que de creyentes) a una modernidad de fisuras crecientes: el accidente liberal.
Pero este paso no ocurre en el vacío y jamás sucede sin batalla. La Guerra Cristera en México, ese cisma entre Estado y nación, fue la guerra civil donde el Estado posrevolucionario —en nombre de la modernidad y laicidad— detectó en la Iglesia Católica su peor lujo: no la fe privada, sino la hegemonía de una tecnología social capaz de desafiar cualquier poder. Plutarco Elías Calles, cuyo laicismo radical es la versión nacional del “estado de excepción” schmittiano, comprendió que un Estado solo puede ser verdaderamente soberano si controla la red de sentido. La Ley Calles no solo prohibió hábitos y expulsó sacerdotes: intentó fabricar una Iglesia “independiente” —la famosa ICAM—, trueque nacionalista que, como señala el propio Estado, pretendía desplazar a Cristo por Quetzalcóatl, la Navidad por el Culto a la Raza, la comunidad eucarística por un cívico sincretismo indigenista.
Pero este paso no ocurre en el vacío y jamás sucede sin batalla. La Guerra Cristera en México, ese cisma entre Estado y nación, fue la guerra civil donde el Estado posrevolucionario —en nombre de la modernidad y laicidad— detectó en la Iglesia Católica su peor lujo: no la fe privada, sino la hegemonía de una tecnología social capaz de desafiar cualquier poder. Plutarco Elías Calles, cuyo laicismo radical es la versión nacional del “estado de excepción” schmittiano, comprendió que un Estado solo puede ser verdaderamente soberano si controla la red de sentido. La Ley Calles no solo prohibió hábitos y expulsó sacerdotes: intentó fabricar una Iglesia “independiente” —la famosa ICAM—, trueque nacionalista que, como señala el propio Estado, pretendía desplazar a Cristo por Quetzalcóatl, la Navidad por el Culto a la Raza, la comunidad eucarística por un cívico sincretismo indigenista.
Ahora bien, como lo mostró Arias en Entre la cruz y la sospecha, la Guerra Cristera codificó su propia literatura subterránea: una narrativa cifrada en el silencio, el martirio y la sospecha, presentes en novelas canónicas y “negadas” como Al filo del agua de Yáñez o Pedro Páramo de Rulfo. La fe, acallada en el discurso oficial, se desplazó a los infiernos de la culpa y el terror e impregnó las metáforas de toda una generación. Arias sostiene que la huella cristera permanece como un criptocatolicismo bajo el resplandor opaco del Estado revolucionario: una teología de la sombra, trama desplazada que eleva a la narrativa mexicana al rango de exorcismo político. La herida cristera devino rito literario y memoria clandestina; no se grita, se insinúa en el temblor de la culpa, la sospecha y la omnipresencia de un dios iracundo, mudo y vigilante.
Ahora bien, como lo mostró Arias en Entre la cruz y la sospecha, la Guerra Cristera codificó su propia literatura subterránea: una narrativa cifrada en el silencio, el martirio y la sospecha, presentes en novelas canónicas y “negadas” como Al filo del agua de Yáñez o Pedro Páramo de Rulfo. La fe, acallada en el discurso oficial, se desplazó a los infiernos de la culpa y el terror e impregnó las metáforas de toda una generación. Arias sostiene que la huella cristera permanece como un criptocatolicismo bajo el resplandor opaco del Estado revolucionario: una teología de la sombra, trama desplazada que eleva a la narrativa mexicana al rango de exorcismo político. La herida cristera devino rito literario y memoria clandestina; no se grita, se insinúa en el temblor de la culpa, la sospecha y la omnipresencia de un dios iracundo, mudo y vigilante.
La historia de los medios entró allí como un dragón espectral y silencioso. El arribo de la radio y la televisión —lo que Laura Camila Ramírez Bonilla llama La pantalla y la cruz— marcó la profunda mutación: la religión pasó del altar al parlamento, y del púlpito a la pantalla. La televisión no solo interpeló a la familia católica: la fragmentó y la expuso ante la nueva omnipotencia de la imagen. El Vaticano, lejos de ignorarlo, respondió con estrategia de altura: Pío XII declara a Santa Clara de Asís —quien, enferma, ve la misa transmitida mística en su celda— como patrona de la televisión: no es anécdota piadosa, sino doctrina de medios; la Iglesia no renuncia a la técnica, la canoniza como extensión de su milagro.
La historia de los medios entró allí como un dragón espectral y silencioso. El arribo de la radio y la televisión —lo que Laura Camila Ramírez Bonilla llama La pantalla y la cruz— marcó la profunda mutación: la religión pasó del altar al parlamento, y del púlpito a la pantalla. La televisión no solo interpeló a la familia católica: la fragmentó y la expuso ante la nueva omnipotencia de la imagen. El Vaticano, lejos de ignorarlo, respondió con estrategia de altura: Pío XII declara a Santa Clara de Asís —quien, enferma, ve la misa transmitida mística en su celda— como patrona de la televisión: no es anécdota piadosa, sino doctrina de medios; la Iglesia no renuncia a la técnica, la canoniza como extensión de su milagro.
¿Puede, entonces, la religión sobrevivir sin técnica? ¿No será acaso, como enseñó McLuhan, que el medio es el mensaje, y la fe un apéndice del soporte? Hoy, cuando la inteligencia artificial busca simular la fe en largas noches de big data, la vieja batalla de la cohesión social revive en sus nuevos algoritmos. Ya lo intuyó Lane: la IA, obsesionada con medir, tropieza con la angustia metafísica de lo que no se puede medir, la fe, la creencia, el vínculo invisible. Quizá el software católico haya sido, simplemente, el primer algoritmo de cohesión, primitivo y resiliente, capaz de sobrevivir a las tempestades de hardware y Estado.
¿Y Colombia? El espejo, en apariencia, es otro. Si en México la cohesión se rompió con sangre y martirio, Colombia optó por la resistencia cultural y un monopolio clerical más sosegado pero igualmente excluyente. El Concordato de 1887 reinstala el “software” católico, y la República Liberal de los treinta intenta, sin éxito total, secar la raíz de esa máquina simbólica. Pero la violencia no culminó en un cristerismo militante, sino en el surgimiento de figuras marginales, irónicas: el controvertido Fernando González Ochoa, el evanescente Miguel Antonio Caro, quienes se enfrentan más al clericalismo que al Estado mismo, y es que en Colombia el drama es la fragmentación, el olvido, el conflicto perpetuo, la imposibilidad de transformar la contingencia en liturgia.
Las ficciones sobre la guerra cristera —como bien explora Arias— no sólo rehúyen el panfleto, sino que producen una literatura de la sospecha, del ocultamiento y la narración desplazada: la cruz se resignifica bajo el régimen de sospecha política, y la literatura emerge como un género de exorcismo nacional. El catolicismo que había sido máquina de integración, bajo el incendio de la modernidad, deviene fantasma identitario: no cohesiona, atestigua. La novela cristera es una polifonía de intelectuales, sacerdotes, campesinos; un macrotexto que, tras la batalla, busca para sí la pretensión de fundar patria y mitología, de entrelazar (en su propio ovillo, como apuntaba Ruiz Abreu) la narración de un pueblo y su drama íntimo con la desmesura de una mística nacional.
Las ficciones sobre la guerra cristera —como bien explora Arias— no sólo rehúyen el panfleto, sino que producen una literatura de la sospecha, del ocultamiento y la narración desplazada: la cruz se resignifica bajo el régimen de sospecha política, y la literatura emerge como un género de exorcismo nacional. El catolicismo que había sido máquina de integración, bajo el incendio de la modernidad, deviene fantasma identitario: no cohesiona, atestigua. La novela cristera es una polifonía de intelectuales, sacerdotes, campesinos; un macrotexto que, tras la batalla, busca para sí la pretensión de fundar patria y mitología, de entrelazar (en su propio ovillo, como apuntaba Ruiz Abreu) la narración de un pueblo y su drama íntimo con la desmesura de una mística nacional.
Pero sería delirio y banalidad reducir todo a técnica. La religión —como cualquier grado de cohesión humana— vive del desgarramiento. La modernidad, si bien despojó a la fe de sus viejos esplendores, no pudo arrancar la pulsión por lo absoluto, el sueño de totalidad. Así lo expresa Octavio Paz en El laberinto de la soledad: la historia mexicana es el laberinto donde la orfandad busca el mito, la mascarada, la fiesta que redime la fractura. En México, la religión fue primero cohesión, luego herida, después narración. Y hoy, ante la pantalla que nos devora, la pregunta se repite: ¿será el futuro un nuevo Estado de Excepción donde los algoritmos, como los viejos dictadores, decidan la gracia o la desgracia?
Para vivir mejor, hay que sospecharlo todo —incluso y sobre todo la inercia con que nos cohesionamos en nombres, banderas o iglesias. Los medios, como la religión, no resucitan a los muertos, pero nos enseñan a narrar la herida. Al final, la cohesión social es la solemnidad de los desengañados.
Sebastián Pineda Buitrago
Pamplona, octubre de 2025
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