Nuestra historia turbulenta debería enseñarnos que no todos los problemas tienen solución y que un énfasis demasiado grande en dominarlo o controlarlo todo podría alterar la armonía del universo. Ninguna constelación está estática y cualquier camino es temporal. Algo así enseña la parábola de la Flor Reparadora.
Un niño jugaba, en el jardín de su casa, a golpear con un palito una copa de cristal. Feliz de su música improvisada, de arrancarle al herido cristal ondas sonoras y vibrantes, el niño quiso cambiar de juego.
Cogió arena del camino y llenó la copa de cristal, puliendo los bordes con el mismo palito, y aun así quiso volver a arrancar al cristal, con el palito de junco, la misma resonancia; pero el cristal, enmudecido por la arena, ya no respondía sino con un ruido de seca percusión.
El niño, enfurecido, estuvo a punto de arrojar al suelo la copa de cristal. Pero se detuvo. Miró, como indeciso, a su alrededor: sus ojos se detuvieron en una flor muy blanca y pomposa a la orilla del camino en espera de una mano atrevida. El niño se dirigió, sonriendo, a la flor; la hizo suya y la colocó graciosamente en la copa de cristal. "Orgulloso de su desquite", según Rodó, "el niño levantó, cuan alto pudo, la flor entronizada, y la paseó, como en triunfo, por entre la muchedumbre de las flores."
En otras palabras, la parábola de la Flor Reparadora enseña que del mal irremediable ha de sacarse la aspiración a un bien distinto. Pues solo una Gran Pasión vence a otra Gran Pasión.
El bien que muere nos deja en la mano una semilla de renovación. Cierto. Pero la Flor Reparadora también puede tornarse espinosa. Y cuidarla y cultivarla implica espinarse y afligirse y, en su momento, también convendrá abandonarla para embellecer algún acantilado, algún precipicio, en lugar de arrojarnos o precipitarnos por el desamor o la ira.
Esta filosofía viril de enseñanza fecunda se parece al escolio XLV de la cuarta parte de la Ética de Spinoza. Nadie, a menos que sea un envidioso, puede deleitarse con nuestra desgracia ni tener por virtuosas las lágrimas, los sollozos, el miedo y otras cosas por el estilo, que son las señales de un ánimo impotente. Muy al contrario: cuanto mayor es la alegría que nos afecta tanto más participamos de la naturaleza divina.
Semejante filosofía fecunda se opone a la sensiblería vulgar y lacrimosa que se deleita en el desamor, el sufrimiento y la pena.
Gocemos del cambio abriéndonos camino en la espesura, en la selva de la vida.
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