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agosto 12, 2013

No me gusta Rayuela, me empalaga

 
Juan Carlos Rueda Azcuénaga me recriminó cierta noche de tragos en Barcelona que yo no hubiera leído Rayuela. Al otro día me dirigí a la librería Central, a pocas pasos de la ramblas, y la compré en la edición anotada de Cátedra. Leí con mucha curiosidad los tres o cuatro primeros capítulos, bajo el interés por saber a qué se debía tanta idolatría hacia esta novela que parece afectar y perturbar a sus admiradores, entre ellos a mis amigos de París (Ricardo Abdahllah hasta ha copiado en cartulinas frases tomadas de Rayuela). Pero no pude continuar mi lectura juiciosamente, digo, linealmente, letra por letra, frase por frase, y no porque me escandalizara por la puntación o los divertidos juegos tipográficos del gran Cortázar. Para nada. Era más bien en ciertos capítulos que me daba ganas de saltármelos. Así lo hice. La leí incluso al revés. Nada. Me aburría. Creí ya haberla leído en mi adolescencia y también haberla dejado de lado porque me aburría y me empalagaba –aquello de: "toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola... [...] Me miras, de cerca me miras, cada vez más cerca y entonces jugamos al Cíclope...". Quise continuar mi lectura post-adolescente sin aceleres, y me daba ánimos con argumentos extraliterarios: "¡vamos Sebas, que eso te ayudará a entender esa curiosa personalidad argentina!"


En efecto, me había parecido curioso ver a varios Horacios Oliveiras trabajando en el juvenil hostal Gothic Point, en el barrio de Jaume, y en el Equity Point Sea, en Barceloneta, dos hostales hacinados de solitarios (ahora que me hago viejo juro no volver a esos antros donde uno duerme como preso, en camarotes empotrados a la pared, con la idea de ligar o hacer amigas al desayuno o al acostarse, y nada…). Como llegué en invierno tosía bastante al aproximarse a la recepción del hostal, y el Oliveira de turno me bromeó diciéndome, “si te querés morir, che, morite en la plascha”. Al otro día me soprendió ver a otro Oliveira encargado de trapear, barrer y limpiar los baños y las piezas hacinadas, pero todavía me sorprendía más que en tal laburo (todo trabajo dignifica al hombre) estos Oliveiras arrojaran o demostraran, ya en la noche frente a los ingenuos turistas, un aire de suficiencia insoportable, un dejo que ni siquiera exhibían los arrogantes gringos o los chiflados ingleses.
 
El último día en aquel hostal de Barcelona – yo amanecí con bruxismo y una lámina blancuzca invisivilizaba el mar– oigo tremendo escándalo abajo, en la recepción, por parte de un señor tal vez manchego, cincuentón o casi sesentón, bajito, flacuchento. “Señoritos canallas”, les espetaba. “¡Cómo alambican, ensucian y echan a perder labor tan noble como la del sirviente con su postizo acento “lunfardo” y “orillero”!

En el "Lado de allá" o en "El lado de acá", ya no sé en qué parte de Rayuela y no importa, también Cortázar criticó cómo la clase media argentina posaba –se refugiaba en la pose– de intelectual a fin de paliar su pobreza, a fin de no parecer pobre. Así se trama y se seduce mejor porque, vos sabés, la plata llama a la plata –el Río de la Plata–... 
A otras lenguas se traduce el título "Rayuela", según el ensayista Rafael Gutiérrez Girardot, como "cielo e infierno". Para mí ha sido el infierno: qué tortura leerla. O el cielo –que dicen que es aburrido– con qué cursilería empalaga.

Pero en fin, ya se sabe, así como criticamos lo que nos importa de lo ajeno o de los otros, los otros critican en nosotros cosas que a ellos les importa. Por eso la crítica es una auto-descripción del crítico más que del criticado. 


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