La protagonista se llama Rebecca Swart. Es la hija menor de Ana y Jacob Swart, un matrimonio de judíos alemanes expulsados por los nazis. Llegan al puerto de Nueva York a comienzos de la Segunda Guerra Mundial con sus dos hermanos mayores y con Rebecca en el vientre. Ve la luz –nace– en pleno puerto de Nueva York. Y será muy distinta al resto de su familia, sí, a sus hermanos pendencieros, a su madre extravagante y a su padre resentido, incapaz de integrarse a la vida americana.
La imagen de su padre la
dejará marcada. Aunque Jacob Swart se desempeñaba como profesor en Alemania –la cultura alemana casi siempre ha sido una cultura judía–, al
llegar a los Estados Unidos sólo encuentra el empleo de sepulturero en el
cementerio del pequeño pueblo del estado de Nueva York sobre el valle del
Chautauqua. Jacob ve indignante ese oficio no-calificado, y frustrado por no
darle lo mejor a su familia se sumerge en el alcohol y se precipita en el maltrato y la violencia.
Rebecca trata de aislarse, de
concentrarse en hacer las tareas de su escuela pública, pero su burbuja de
jabón estalla de un momento a otros. Ante la desintegración de su familia se lanza
desde adolescente a buscar un lugar en la gran sociedad estadounidense, a reinventarse
a sí misma. Trabaja al principio como camarera de un hotel en donde conoce a su
futuro esposo, Tignor, un hombre mucho mayor que ella y a quien se une más por
seguridad que por amor, de suerte que los celos y la violencia retornan a su
vida. Lo intuía desde antes, pero prefiere esa falsa “seguridad” del matrimonio
a la frivolidad de de sus amigas o compañeras de trabajo.
Sorolla |
“Rebecca
detestaba la frivolidad con que las mujeres hablaban de los hombres cuando no
estaban presentes. Observaciones chabacanas, burlonas, que pretendían ser
divertidas: como si las mujeres no se sintieran intimidadas por la fuerza
masculina… por la despreocupación misma del varón que esparce su simiente con
el abandono del algodoncillo o de las semillas de arce revoloteando locamente
con los vientos racheados de la primavera. Las burlas femeninas eran sólo
defensivas, desesperadas” (Pág. 299).
¿Por qué un personaje hecho de
palabras como Rebecca Schwartz resulta tan real? No sé si es porque las niñas-protagonistas
como Alicia, la del País de las
maravillas, sean mucho más entrañables que los niños-protagonistas y ejerzan
más fascinación y queden más en la memoria, aun así el mundo de Rebecca resulte
opuesto al país de las maravillas: sombríos paisajes donde a lo lejos se alzan ciudades
grises, fábricas despidiendo humo y la niebla y el frío envolviéndolo todo. Al
norte de Nueva York, por cierto, transcurrió la infancia de la propia Joyce
Carol Oates. De hecho, detrás de Rebecca está su abuela. Y en ese sentido La hija del sepulturero es hasta cierto
punto una novela autobiográfica. La propia Joyce Carol lo confesó en una
entrevista que concedió al periódico londinense The Guardian.
Sorolla |
“Después
de que mis padres murieron – en 2000 y 2003 – sentí que podía tomarme el tiempo
para pensar en el pasado e imaginar cómo podía convertirme en mi abuela. Esta
novela es ficción, pero fue provocada por la vida de mi abuela que en realidad
fue hija de un sepulturero. Al igual que Rebecca, mi abuela trabajó en una
fábrica y se casó muy joven. Su esposo fue también abusivo, bebedor, y la
abandonó con un hijo, que es mi padre. Al
empezar a escribir solo tenía el esqueleto
de la historia de mi familia. Nunca vi una fotografía de mi abuelo, a quien
nunca se nombraba. La Historia de mi familia estaba llena de lagunas. Tuve entonces
que recurrir muchísimo a mi imaginación” (“The grandmother of invention”, en The Guardian, lunes 10 de septiembre
2007, la traducción es mía).
Lo
curioso es que ese aditamento imaginativo a una historia familiar y real
refuerza de verosimilitud esta novela. De ahí su intensidad y su profundidad psicológica. La hija del sepulturero
es una de esas novelas excesivamente compactas, sin zonas muertas, donde nunca
sentimos que la realidad rebasa al novelista: todo es asombrosamente verosímil.
Una de esas novelas que con el tiempo será un clásico por cuanto crea un mundo
dentro de este mundo.
La
autora, JOYCE CAROL
OATES (Nueva York, 1938), sobresale como
una de las mejores novelistas vivas en lo que va corrido del siglo. No muestra ningún signo de
fatiga. Son las mieles de la madurez literaria. A sus 72 años,
además, se da el lujo de derrumbar necios prejuicios en torno al arte de
narrar. Como profesora de escritura creativa de la Universidad de Princeton,
Joyce Carol reniega de la pretensión de ciertos novelistas mediocres de imitar
el registro del cine y la televisión, sin nada
de trascendencia o reflexión. No. Joyce Carol parece una filósofa que narra.
La trama no se pierde ni se diluye por eso, antes se enriquece.
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