Leer los relatos –así los llama
Fernanda Melchor en la contraportada– de Aquí
no es Miami es abrir tremenda ventana hacia el Caribe.
Un
hombre de nombre Paco, estibero del puerto de Veracruz, se dirige por la
avenida Montesinos hacia la garita del muelle. Hay, aparcadas, una furgoneta
del Instituto Nacional de Migración y varias patrullas de la Policía Federal.
Cuando los agentes con sus perros rastreadores se retiran a medianoche, de
repente emerge el Caribe en boca de unos
polizones ocultos en el último remolque: “¡Mi hermano! ¡Ayúdame, mi hermano!
[...] Somos dominicanos. Po' favor, ayúdanos, tenemos una semana sin comer. […]
Dinos que estamos en Miami, por favor”. Paco, el estibador, aterrado, responde:
“¿Miami? ¡No mamen, están en Veracruz!”.
Ahí está el meta-archipiélago sin
límites y sin centros, el Caribe, que aparece en un remolque en Veracruz o en
el barrio Little La Habana de Miami. Es decir: si aquí no es Miami, luego puede
ser Santo Domingo, La Habana, Barranquilla, Maracaibo, Kingston… Si aquí no es
Miami, bien puede sonar un son cubano, una cumbia barulera, un porro sabanero,
un cha-chá, un bolero. ¿Acaso no sonó por todas las emisoras del planeta el
famoso son jarocho “Bamba, bamba”, que primero popularizó Andrés Huesca
durante la época de oro del cine mexicano y después dio a conocer Ritchie
Valens en 1958 y que “Los Lobos” interpretaron como tema musical de la película
«La bamba» que narraba la vida del Ritchie…?
No decimos nada nuevo si insistimos en
que México es un país talasofóbico (talas
es mar en griego): México le tiene fobia al mar a pesar de estar bañado por dos
océanos y en sí mismo constituir un istmo. Su megalópolis –incluyendo el área metropolitana de Puebla, Tlaxcala, Pachuca y Toluca–
se extiende sobre los altiplanos centrales centrípetamente. Semejante centralismo hace que las ciudades costeras como Veracruz a menudo
queden exangües, sin sangre, chupadas, cadavéricas, vampirizadas. No es
extraño, por lo tanto, que varias casas del centro histórico de Veracruz cobren
el aspecto de caserones góticos, abandonados, donde moran fantasmas y se
esconden vampiros.
En su estupendo ensayo La isla que se repite (1998), Antonio Benítez Rojo observó que el Caribe no es solamente un mar interior entre Norteamérica, Centroamérica y Suramérica, el que baña las costas de Venezuela y Colombia y las de la península de Yucatán y las de la Florida y el que se adentra en el Golfo de México y el de las Antillas menores y mayores flotando en su centro. No. El Caribe es ante todo un meta-archipiélago sin límites y sin centros:
"el Caribe desborda su propio mar, y su última Tule puede hallarse a la vez en Cádiz o en Sevilla, en un suburbio de Bombay, en las bajas y rumorosas riberas del Gambia, en una fonda cantonesa hacia 1850, en un templo de Bali, en un ennegrecido muelle de Bristol, en un molino de viento junto al Zuyder Zee, en un almacén de Burdeos en los tiempos de Colbert, en una discoteca de Manhattan y en la saudade existencial de una vieja canción portuguesa". (1998: 18).
Volviendo a los relatos
de Aquí no es Miami, éstos tienen una
presencia colombiana constante. En el
primero de los relatos, “Luces en el cielo”, la fantasmagoría de los ovnis y de
platillos voladores, que en un principio fascina a la niña narradora que con su
hermano las contempla desde una playa del puerto hacia 1991, tiene que ceder a la
evidencia más prosaica o realista: son avionetas de narcos que traen cocaína desde
Colombia. En el relato “No se metan con mis muchachos. Apuntes para una crónica
de la llegada del crack al puerto”, aparece un hombre a quien apodan El Pollero
y quien “sueña convertirse en narco y salir de la pobreza […] La droga
colombiana llegaba en contenedores, a través de buques provenientes de
Sudamérica, o atravesaba el Caribe a bordo de avionetas, hasta llegar a las
bodegas en Mérida y Chiapas, para acabar en las narices de los empresarios y
juniors del puerto” (pp. 119-120). Esta pequeña cita permite
reforzar una hipótesis en la que hemos venido trabajando.
La última «revolución proletaria» de
la que tenemos noticia –si entendemos por «revolución»
aquel proceso que acelera salir de la
pobreza y entrar en la riqueza al pobre o saltar del «proletariado a la burguesía»– la ha protagonizado el narcotráfico y ha
tenido a Colombia como escenario principal. No es gratuito que el narcoterrorismo haya estallado en Colombia entre
1989 y 1991. Pues, mientras al otro lado del mundo se desplomaba pacíficamente la Unión Soviética y el
Muro de Berlín, el Cartel de Medellín ordenaba el estallido en pleno vuelo con
107 pasajeros a bordo del Boeing de Avianca 727-21 que cubría la ruta entre
Bogotá y Cali (27 de noviembre de 1989); hacía estallar un camión cargado con
60 kilos de dinamita contra el edificio del diario bogotano El Espectador (2 de septiembre de 1989),
y un autobús con 500 kilogramos de dinamita contra el edificio del Departamento
Administrativo de Seguridad (6 de diciembre de 1989). Semejantes
acontecimientos siguen siendo fotografías, imágenes, aun cuando abundan textos (ríos de tinta) novelas, crónicas y reportajes al respecto.
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