octubre 30, 2025

Para una edición numerada de «Pedro Páramo»

Brevísima nota introductoria






Dado que se trata de una novela deliberadamente escrita en fragmentos —algunos de los cuales alcanzan la temperatura y condensación de un poema en prosa—, la siguiente edición de Pedro Páramo ha numerado cada fragmento. Hay en total 68. Cada uno se indica en números arábigos entre corchetes. Esta decisión busca facilitar al lector el seguimiento y la organización de la experiencia lectora, a la vez que pone en primer plano la naturaleza polifónica, discontinua y experimental del texto de Rulfo.

Conviene recordar que Rulfo redactó su novela entre 1953 y 1955, bajo el patrocinio del Centro Mexicano de Escritores, una institución financiada por la CIA y la Rockefeller Foundation, lo que sitúa su trabajo en un contexto intelectual influenciado por el experimentalismo y la complejidad informativa. En otras palabras, Pedro Páramo fue escrita bajo el auge de las nuevas teorías de la comunicación y la cibernética (Shannon, Wiener), que comenzaron a difundirse desde Estados Unidos a partir de 1948. Rulfo puso en práctica la idea de que un mensaje confuso o impredecible puede contener, paradójicamente, más información que uno claro y conciso. Rulfo apostó de manera radical por el fragmento. Y todo fragmento, como ya lo habían anticipado los románticos (Schlegel, Novalis), es una crítica de la modernidad –del progresismo lineal. Con lo cual, cada fragmento de Pedro Páramo tiene como función sacudir, incomodar, negar el sentido, confrontar al lector en una yuxtaposición de los hechos que incluso borran las fronteras entre muertos y vivos. 


Por otra parte, lo anterior no obsta para insistir en que la novela sí que cuenta una historia concreta y goza de un argumento histórica y geográficamente ubicable. Ocurre en el cambio de siglo 1800 /1900, desde el fin de la economía de haciendas del Porfiriato (1880-1910) pasando por el estallido de la Revolución mexicana (1910-1920) hasta la Guerra Cristera (1926). Explícitamente se mencionan a Comala (del Estado de Colima) y a otros pueblos del sur de Jalisco.
 
Por lo demás, como se verá en el texto de Rulfo, el uso de cursivas tiene también una función oral y experimental: aproxima el texto escrito al teatro y al recital, y actúa como “guía de lectura sonora”, como las instrucciones en textos antiguos (la Celestina, por ejemplo), que orientan la lectura en voz alta, musical, coral. Por lo tanto, cada lector debe reconfigurar su postura —no sólo “leer”, sino “escuchar” y reconstruir el ritmo interno de la memoria. Insistamos en que Rulfo redactó su novela de manera ambivalente bajo la idea de que un mensaje confuso o impredecible contiene, paradójicamente, más información. Es decir: a mayor incertidumbre, mayor riqueza y potencial interpretativo. Pero tal abundancia solo se revela si cada lector abandona la pasividad y actúa como descifrador activo: con inteligencia y creatividad. Pedro Páramo no es narración plana, sino un mensaje cifrado. En Rulfo, el sentido hay que construirlo: trabajar la ambigüedad, escuchar los ecos y rehacer el mensaje. Solo así se accede a una verdad literaria imposible en la simple linealidad.

Índice numerado de fragmentos

1) «Vine a Comala porque me dijeron que aquí vivía mi padre, un tal Pedro Páramo». 
2) «Era ese tiempo de la canícula, cuando el aire de agosto sopla caliente…»
3) «Era la hora en que los niños juegan en las calles de todos los pueblos».  
4) «Me había quedado en Comala». 
5) «—Soy Eduviges Dyada.» […]». Juan Preciado ya no siente su cuerpo físico. 
6) Primera irrupción de la voz de Pedro Páramo. 
7) «–Abuela, vengo a ayudarle a desgranar el maíz».
8) «Por la noche volvió a llover.»
8) Historia de Dolores, la madre de Juan Preciado. Otros. episodios. Frases en cursivas y entrecomilladas. 
9) «Pues sí, yo estuve a punto de ser tu madre. Eduviges recuerda…»
10) «El día en que te fuiste entendí que no te volvería a ver». 
11) «¿–Qué es lo que pasa, doña Eduviges?»
12) «–Qué pasó? – le dije a Miguel Páramo–.» 
13) «En el hidrante las gotas caen una tras otra». 
14) «Hay aire y sol, hay nubes». [El padre Rentería se niega a bendecir el cadáver de Miguel Páramo].
15) «Durante la cena tomó su chocolate como todas las noches.» [Confesión de Ana, sobrina del padre].
16) «Un caballo pasó al galope donde se cruza la calle real con el camino de Contla». 
17) «Había estrellas fugaces». 
18) «–Más te vale, hijo.» 
19) «“Fulgor Sedano, hombre de 54 años, soltero, de oficio administrador, apto para entablar y seguir pleitos, reclamo y alego lo siguiente…”».
20) «Tocó con el mango del chicote». 
21) «¿De dónde diablos habrá sacado esas mañas el muchacho?»
22) «Fue muy fácil encampanarse a la Dolores». 
23) «Ya está pedida y muy de acuerdo». 
24) «Tocó nuevamente con el mango del chicote…»
25) «–Este pueblo está lleno de ecos».
26) «Oí que ladraban los perros, como si yo los hubiera despertado.»
27) «La noche. Mucho más allá de la medianoche. Y las voces...»
28) «Mañana, en amaneciendo, te irás conmigo, Chona». 
29) «Ruidos. Voces. Rumores».
30) «Vi pasar las carretas».  
31) «La madrugada fue apagando mis recuerdos». 
32) «Por el techo abierto al cielo vi pasar parvadas de tordos…»
33) «Como si hubiera retrocedido el tiempo». 
34) «–¿No me oyes? –pregunté en voz baja». 
35) «El calor me hizo despertar al filo de la medianoche.»
36) «–¿Quieres hacerme creer que te mató el ahogo, Juan Preciado?»
37) «Al amanecer, gruesas gotas de lluvia cayeron sobre la tierra». 
38) «–Allá afuera debe estar variando el tiempo». 
39) «El padre Rentería se acordaría muchos años después de la noche…». 
40) «Estoy acostada en la misma cama donde murió mi madre…»
41) «–¿Eres tú la que ha dicho todo eso, Dorotea?»
42) «Fue Fulgor Sedano quien le dijo:…»
43) «“Espere treinta años a que regresaras, Susana…». 
44) «–Hay pueblos que saben a desdicha». 
45) «–¿Sabías, Fulgor, que ésa es la mujer más hermosa…?»
46) «Sobre los campos del valle de Comala está cayendo la lluvia». 
47) «Era la medianoche y allá afuera el ruido del agua apagaba todos los sonidos.»
48) «Muchos años, cuando ella era una niña, él le había dicho…»
49) «Los vientos siguieron soplando todos esos días.»
50) «Un hombre al que decía el Tartamudo llegó a la Media Luna…» 
51) «Mi cuerpo se sentía a gusto sobre el calor de la arena.»
52) «Pardeando la tarde, aparecieron los hombres». 
53) «–¿Quién crees tú que sea el jefe de éstos?»
54) «–¿Qué es lo que dice, Juan Preciado?»
55) «Esa noche volvieron a sucederse los sueños». 
56) «–¿Sabe, don Pedro, que derrotaron al Tilcuate?»
57) «–Don Pedro, he regresado, pues no estoy satisfecho conmigo mismo.»
58) «Faltaba mucho para el amanecer.» 
59) «–Supe que te habían derrotado, Damasio.»
60) «En el comienzo del amanecer, el día va dándose vuelta, a pausas…»
61) «–Ve usted aquella ventana, doña Fausta, allá en la Media Luna…»
62) «–Tengo la boca llena de tierra». 
63) «–Yo. Yo vi morir a doña Susanita.» 
64) «Al alba, la gente fue despertada por el repique de las campanas.»
65) «El Tilcuate siguió viniendo:…».
66) «Pedro Páramo estaba sentado en un viejo equipal…»
67) «A esa misma hora, la madre de Gamaliel Villalpando, doña Inés, barría la calle…»
68) «Allá atrás, Pedro Páramo, sentado en su equipal, miró el cortejo…»

octubre 15, 2025

La religión descansa también en la técnica: reflexiones intempestivas sobre la Guerra Cristera desde la historia de los medios



¿Qué mantiene unida a una sociedad? Esta pregunta atenazó a Durkheim a finales del siglo XIX y, al no haber una respuesta, desencadenó la Gran Guerra (1914-1918). Cohesión social, solidaridad moral, miedo a la anomia. Pero si las preguntas sociales han sido siempre las mismas, sus respuestas varían con los instrumentos de la época. La religión (de religar, de juntar) es un pilar antiguo de comunidad y sentido, pero también ha sido una formidable máquina de mediación. Desde el púlpito abrió el espacio escénico medieval, transitó a la imprenta y, en pleno siglo XX, encontró en la radio y la televisión la prolongación de sus milagros: la palabra, ahora desplazada y multiplicada hasta el último confín.
En mi reciente conferencia en la Universidad de Navarra, expuse cómo el estudio entre religión y cohesión social, especialmente en México y Colombia entre 1920 y 1960, exige un abordaje doble: una arqueología de las ideas y otra de los medios. No basta con indagar en la sociología del rito o la mística del sacrificio; hay que rastrear cómo el hardware de la fe se adosa, cual parásito luminoso, al hardware de la técnica. Así, como recuerda Jean Meyer, la Iglesia fue hospital, escuela, banco y red administrativa antes que monasterio. Era el gran dispositivo de cohesión total, una máquina integral de sentido. El hardware del catolicismo, que Jean Meyer rastrea antes de la Revolución Francesa, operaba como sustancia política y red civil: hospital, universidad, agro, arte. Administraba lo visible y lo invisible; media la vida y la muerte. Su decadencia, a ojos de Meyer, supuso el paso de una “cohesión impuesta” (más de clientes que de creyentes) a una modernidad de fisuras crecientes: el accidente liberal.

Pero este paso no ocurre en el vacío y jamás sucede sin batalla. La Guerra Cristera en México, ese cisma entre Estado y nación, fue la guerra civil donde el Estado posrevolucionario —en nombre de la modernidad y laicidad— detectó en la Iglesia Católica su peor lujo: no la fe privada, sino la hegemonía de una tecnología social capaz de desafiar cualquier poder. Plutarco Elías Calles, cuyo laicismo radical es la versión nacional del “estado de excepción” schmittiano, comprendió que un Estado solo puede ser verdaderamente soberano si controla la red de sentido. La Ley Calles no solo prohibió hábitos y expulsó sacerdotes: intentó fabricar una Iglesia “independiente” —la famosa ICAM—, trueque nacionalista que, como señala el propio Estado, pretendía desplazar a Cristo por Quetzalcóatl, la Navidad por el Culto a la Raza, la comunidad eucarística por un cívico sincretismo indigenista.

Ahora bien, como lo mostró Arias en Entre la cruz y la sospecha, la Guerra Cristera codificó su propia literatura subterránea: una narrativa cifrada en el silencio, el martirio y la sospecha, presentes en novelas canónicas y “negadas” como Al filo del agua de Yáñez o Pedro Páramo de Rulfo. La fe, acallada en el discurso oficial, se desplazó a los infiernos de la culpa y el terror e impregnó las metáforas de toda una generación. Arias sostiene que la huella cristera permanece como un criptocatolicismo bajo el resplandor opaco del Estado revolucionario: una teología de la sombra, trama desplazada que eleva a la narrativa mexicana al rango de exorcismo político. La herida cristera devino rito literario y memoria clandestina; no se grita, se insinúa en el temblor de la culpa, la sospecha y la omnipresencia de un dios iracundo, mudo y vigilante.

La historia de los medios entró allí como un dragón espectral y silencioso. El arribo de la radio y la televisión —lo que Laura Camila Ramírez Bonilla llama La pantalla y la cruz— marcó la profunda mutación: la religión pasó del altar al parlamento, y del púlpito a la pantalla. La televisión no solo interpeló a la familia católica: la fragmentó y la expuso ante la nueva omnipotencia de la imagen. El Vaticano, lejos de ignorarlo, respondió con estrategia de altura: Pío XII declara a Santa Clara de Asís —quien, enferma, ve la misa transmitida mística en su celda— como patrona de la televisión: no es anécdota piadosa, sino doctrina de medios; la Iglesia no renuncia a la técnica, la canoniza como extensión de su milagro.

¿Y Colombia? El espejo, en apariencia, es otro. Si en México la cohesión se rompió con sangre y martirio, Colombia optó por la resistencia cultural y un monopolio clerical más sosegado pero igualmente excluyente. El Concordato de 1887 reinstala el “software” católico, y la República Liberal de los treinta intenta, sin éxito total, secar la raíz de esa máquina simbólica. Pero la violencia no culminó en un cristerismo militante, sino en el surgimiento de figuras marginales, irónicas: el controvertido Fernando González Ochoa, el evanescente Miguel Antonio Caro, quienes se enfrentan más al clericalismo que al Estado mismo, y es que en Colombia el drama es la fragmentación, el olvido, el conflicto perpetuo, la imposibilidad de transformar la contingencia en liturgia.

Las ficciones sobre la guerra cristera —como bien explora Arias— no sólo rehúyen el panfleto, sino que producen una literatura de la sospecha, del ocultamiento y la narración desplazada: la cruz se resignifica bajo el régimen de sospecha política, y la literatura emerge como un género de exorcismo nacional. El catolicismo que había sido máquina de integración, bajo el incendio de la modernidad, deviene fantasma identitario: no cohesiona, atestigua. La novela cristera es una polifonía de intelectuales, sacerdotes, campesinos; un macrotexto que, tras la batalla, busca para sí la pretensión de fundar patria y mitología, de entrelazar (en su propio ovillo, como apuntaba Ruiz Abreu) la narración de un pueblo y su drama íntimo con la desmesura de una mística nacional.
Pero sería delirio y banalidad reducir todo a técnica. La religión —como cualquier grado de cohesión humana— vive del desgarramiento. La modernidad, si bien despojó a la fe de sus viejos esplendores, no pudo arrancar la pulsión por lo absoluto, el sueño de totalidad. Así lo expresa Octavio Paz en El laberinto de la soledad: la historia mexicana es el laberinto donde la orfandad busca el mito, la mascarada, la fiesta que redime la fractura. En México, la religión fue primero cohesión, luego herida, después narración. Y hoy, ante la pantalla que nos devora, la pregunta se repite: ¿será el futuro un nuevo Estado de Excepción donde los algoritmos, como los viejos dictadores, decidan la gracia o la desgracia? 


Sebastián Pineda Buitrago
octubre de 2025

octubre 12, 2025

El padre que dialoga con su hija desde la cordillera cantábrica




Hay un padre que camina por bosques de la cordillera de Cantabria. El eco de su hija lo acompaña incluso en la soledad más cruda. El padre dialoga con ella mentalmente. A veces, en el silencio de la montaña, cree ver su silueta correteando junto a los caballos salvajes. Pero al volver la cabeza, sólo queda una fe. 

Todo amor sincero es geografía sagrada que resiste sin claudicar.


Rencuentro amoroso y libre con la hija soñada, siempre presente en el susurro de la razón y de la ternura.