En octubre de 1832 la goleta Gleunese, donde viaja Tocqueville, toca el puerto de Veracruz. Más que puerto, apunta el ilustrado francés, Veracruz es una rada miserable entre arrecifes traicioneros y vientos que parece soplar siempre en contra de los recién llegados. Tocqueville escribe a su padre que el puerto “no merece ni el nombre de rada”: apenas un ancladero inseguro, una boca de piedra donde se atascan barcazas. México es un país de espaldas al mar. Talsofóbico. Al adentrarse en las callejuelas del puertas y dar con la pequeña plaza central no hay gente.
Antonio López de Santa Anna ha decretado un estado de excepción: se ha levantado contra el presidente Anastasio Bustamante, y Veracruz —su feudo— es al mismo tiempo su bastión y rehén. En las cartas, Tocqueville percibe menos las fechas exactas que el clima: un puerto sitiado por la retórica, gobernado por hombres que hablan de patria mientras sus tropas se deshacen en la arena.
Lo que más lo impresiona no es la violencia, sino la distancia social: en los patios del cuartel, la soldadesca harapienta, descalza, mal armada, esperando órdenes que no entienden; en los corredores interiores, los oficiales engalanados, con penachos y charreteras, practicando una pantomima de grandeza europea sobre un suelo que se hunde. El ejército mexicano como teatro de sombras, con figurines de ópera comandando a hombres que apenas tienen con qué cubrirse del sol. Tocqueville anota, con su crueldad lúcida: “El despotismo, por sí mismo, no puede ser base de nada durable; pero en estas tierras se le trata como si fuera una religión de Estado”.
El camino al altiplano mexicano
Cuando Tocqueville abandona Veracruz rumbo al interior, el paisaje cambia de golpe. La costa plana, húmeda, llena de mosquitos y miasmas, va cediendo a lomas que se levantan tímidas, a potreros de verde extenuado, a caminos de herradura que suben entre magueyes como lanzas inmóviles hasta ascender de repente a las cumbres nevadas del Pico de Orizaba. El Paso de Ovejas aparece en una de las cartas como un lugar de tránsito y de emboscada: un caserío polvoriento rodeado de cerros bajos, donde el camino se estrecha y el silencio de la tarde es apenas interrumpido por el zumbido de insectos y el repicar lejano de alguna herrería. Allí, escribe a su padre, México empieza a convertirse en sospecha.
En el relato del historiador, la diligencia que lleva a Tocqueville viaja acompañada de un personaje inverosímil: el tenor español Manuel del Pópolo Vicente García, gloria de los teatros europeos, ahora convertido en pasajero forzoso del paisaje mexicano. En el páramo de Perote, en la llanura helada que rodea al Cofre de Perote, un grupo de salteadores detiene la comitiva. García hace lo único que sabe hacer: canta. Su voz se eleva en medio del páramo, entre nopales y rocas, y por un instante los asaltantes olvidan la miseria, el botín, la violencia cotidiana. Tocqueville observa, fascinado, cómo los bandidos, enternecidos o desconcertados, los dejan marchar. México aparece así como un país donde el delito se rinde, por unos minutos, a la belleza, para luego volver a la emboscada en la siguiente curva.
En Puebla lo deslumbra la vista magnífica del Paso de Cortés entre dos dioses volcánicos cubiertos de nieve: el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl. La tierra se vuelve rojiza, sembrada de parcelas pequeñas donde campesinos encorvados trabajan en silencio, bajo un cielo desmesurado que parece aplastar los esfuerzos humanos. Tocqueville anota que en estas altiplanicies la pobreza tiene una dignidad áspera: los hombres casi no hablan, las mujeres se mueven como sombras por los patios de las casas de adobe.
Al llegar a la Ciudad de México, el contraste es brutal. Desde la distancia, el valle aparece como un cuenco inmenso rodeado de montañas azules, salpicado de lagos menguantes, con la ciudad extendida en el centro como una alfombra geométrica. Ya dentro, Tocqueville describe calles rectas, plazas amplias, iglesias profusas y un aire de solemnidad antigua, como si el virreinato no hubiera terminado sino cambiado de uniforme. El joven francés es recibido por la crema y nata de la sociedad capitalina: abogados, generales, clérigos, damas vestidas a la última moda de París, todos empeñados en convencerlo de que México es una nación culta, heroica, destinada a una grandeza futura que nunca termina de llegar.
En estas reuniones de salón, donde corren el chocolate espeso y las anécdotas de conspiraciones recientes, Tocqueville escucha a los caudillos y a sus partidarios recitar la letanía de los agravios: España, la Iglesia, los conservadores, los liberales, los yanquis, el destino, la raza. Lo que le llama la atención no es tanto el contenido como el tono: una retórica desbordada, inflamatoria, que no se reconoce responsable de nada, siempre a la caza de un enemigo externo al que culpar. En sus cartas compara a México con Estados Unidos. “Los angloamericanos son engreídos y preocupados sólo por la ganancia, pero al menos viven en la disciplina áspera de la vida democrática. Los mexicanos, en cambio, son taimados y reservados; sonrientes y crueles; no los une el interés compartido, sino el agravio”.
Aguilar Rivera, copiando estas líneas como si fueran actas notariales, se pregunta si la América española no es un “eslabón perdido” en la evolución social: un cuerpo organizado en estamentos, con una cabeza ilustrada que gira en círculos persiguiendo su propia cola. Entre los criollos ilustrados y el pueblo hay una distancia que ni las proclamas ni las constituciones alcanzan a salvar. La república se declama cada tarde en los cafés de la ciudad, pero en la noche regresa el viejo orden de la obediencia personal, del favor, del compadrazgo.



