Pero este paso no ocurre en el vacío y jamás sucede sin batalla. La Guerra Cristera en México, ese cisma entre Estado y nación, fue la guerra civil donde el Estado posrevolucionario —en nombre de la modernidad y laicidad— detectó en la Iglesia Católica su peor lujo: no la fe privada, sino la hegemonía de una tecnología social capaz de desafiar cualquier poder. Plutarco Elías Calles, cuyo laicismo radical es la versión nacional del “estado de excepción” schmittiano, comprendió que un Estado solo puede ser verdaderamente soberano si controla la red de sentido. La Ley Calles no solo prohibió hábitos y expulsó sacerdotes: intentó fabricar una Iglesia “independiente” —la famosa ICAM—, trueque nacionalista que, como señala el propio Estado, pretendía desplazar a Cristo por Quetzalcóatl, la Navidad por el Culto a la Raza, la comunidad eucarística por un cívico sincretismo indigenista.
Ahora bien, como lo mostró Arias en Entre la cruz y la sospecha, la Guerra Cristera codificó su propia literatura subterránea: una narrativa cifrada en el silencio, el martirio y la sospecha, presentes en novelas canónicas y “negadas” como Al filo del agua de Yáñez o Pedro Páramo de Rulfo. La fe, acallada en el discurso oficial, se desplazó a los infiernos de la culpa y el terror e impregnó las metáforas de toda una generación. Arias sostiene que la huella cristera permanece como un criptocatolicismo bajo el resplandor opaco del Estado revolucionario: una teología de la sombra, trama desplazada que eleva a la narrativa mexicana al rango de exorcismo político. La herida cristera devino rito literario y memoria clandestina; no se grita, se insinúa en el temblor de la culpa, la sospecha y la omnipresencia de un dios iracundo, mudo y vigilante.
La historia de los medios entró allí como un dragón espectral y silencioso. El arribo de la radio y la televisión —lo que Laura Camila Ramírez Bonilla llama La pantalla y la cruz— marcó la profunda mutación: la religión pasó del altar al parlamento, y del púlpito a la pantalla. La televisión no solo interpeló a la familia católica: la fragmentó y la expuso ante la nueva omnipotencia de la imagen. El Vaticano, lejos de ignorarlo, respondió con estrategia de altura: Pío XII declara a Santa Clara de Asís —quien, enferma, ve la misa transmitida mística en su celda— como patrona de la televisión: no es anécdota piadosa, sino doctrina de medios; la Iglesia no renuncia a la técnica, la canoniza como extensión de su milagro.
¿Puede, entonces, la religión sobrevivir sin técnica? ¿No será acaso, como enseñó McLuhan, que el medio es el mensaje, y la fe un apéndice del soporte? Hoy, cuando la inteligencia artificial busca simular la fe en largas noches de big data, la vieja batalla de la cohesión social revive en sus nuevos algoritmos. Ya lo intuyó Lane: la IA, obsesionada con medir, tropieza con la angustia metafísica de lo que no se puede medir, la fe, la creencia, el vínculo invisible. Quizá el software católico haya sido, simplemente, el primer algoritmo de cohesión, primitivo y resiliente, capaz de sobrevivir a las tempestades de hardware y Estado.
¿Y Colombia? El espejo, en apariencia, es otro. Si en México la cohesión se rompió con sangre y martirio, Colombia optó por la resistencia cultural y un monopolio clerical más sosegado pero igualmente excluyente. El Concordato de 1887 reinstala el “software” católico, y la República Liberal de los treinta intenta, sin éxito total, secar la raíz de esa máquina simbólica. Pero la violencia no culminó en un cristerismo militante, sino en el surgimiento de figuras marginales, irónicas: el controvertido Fernando González Ochoa, el evanescente Miguel Antonio Caro, quienes se enfrentan más al clericalismo que al Estado mismo, y es que en Colombia el drama es la fragmentación, el olvido, el conflicto perpetuo, la imposibilidad de transformar la contingencia en liturgia.
Las ficciones sobre la guerra cristera —como bien explora Arias— no sólo rehúyen el panfleto, sino que producen una literatura de la sospecha, del ocultamiento y la narración desplazada: la cruz se resignifica bajo el régimen de sospecha política, y la literatura emerge como un género de exorcismo nacional. El catolicismo que había sido máquina de integración, bajo el incendio de la modernidad, deviene fantasma identitario: no cohesiona, atestigua. La novela cristera es una polifonía de intelectuales, sacerdotes, campesinos; un macrotexto que, tras la batalla, busca para sí la pretensión de fundar patria y mitología, de entrelazar (en su propio ovillo, como apuntaba Ruiz Abreu) la narración de un pueblo y su drama íntimo con la desmesura de una mística nacional.
Sebastián Pineda Buitrago
Pamplona, octubre de 2025