diciembre 16, 2025

Tocqueville en México: "una esposa sin amante se considera desdichada..."

 



En una de sus cartas más incómodas, Tocqueville confiesa que durante su estancia en la Ciudad de México hacia el otoño de 1832 no conoció “a una sola mujer que fuera fiel a su marido”. Allí, las nociones de bien y mal se encontraban tan enrevesadas al respecto que una esposa considera una desgracia no tener amante. La observación parece teñida de cierta superioridad moral muy francesa, pero estas cosas ocurren en todas partes. De este tema, de la esposa ilusionada por vivir aventuras extramaritales, Madame Bovary es una prueba fehaciente. La verdad sociológica es incontrovertible: la infidelidad se celebra en voz baja como signo de distinción, y una esposa sin amante se considera desdichada.

El hallazgo de las cartas de Tocqueville sobre México se lo debemos al, para entonces, joven historiador mexicano José Antonio Aguilar Rivera. 
Mientras cursaba estudios de Historia en Chicago, Aguilar Rivera tropezó con un manojo de cartas atribuidas a Tocqueville que hablaban de un viaje a México, entre Veracruz y la altiplanicie, como si hubiera escrito un cuaderno paralelo a La democracia en América. Aguilar Rivera no sabe bien si encontró o soñó las cartas; lo cierto es que, al consultar los archivos del puerto de Veracruz, aparece, una y otra vez, el nombre de la goleta Gleunese, viajando con obstinación entre Nueva Orleans y Veracruz entre 1830 y 1836. A partir de ahí, el joven historiador mexicano decidió creer: si el barco existió, el viaje también.

En octubre de 1832 la goleta Gleunese, donde viaja Tocqueville, toca el puerto de Veracruz. Más que puerto, apunta el ilustrado francés, Veracruz es una rada miserable entre arrecifes traicioneros y vientos que parece soplar siempre en contra de los recién llegados. Tocqueville escribe a su padre que el puerto “no merece ni el nombre de rada”: apenas un ancladero inseguro, una boca de piedra donde se atascan barcazas. México es un país de espaldas al mar. Talsofóbico. Al adentrarse en las callejuelas del puertas y dar con la pequeña plaza central no hay gente. 

 Antonio López de Santa Anna ha decretado un estado de excepción: se ha levantado contra el presidente Anastasio Bustamante, y Veracruz —su feudo— es al mismo tiempo su bastión y rehén. En las cartas, Tocqueville percibe menos las fechas exactas que el clima: un puerto sitiado por la retórica, gobernado por hombres que hablan de patria mientras sus tropas se deshacen en la arena.
Lo que más lo impresiona no es la violencia, sino la distancia social: en los patios del cuartel, la soldadesca harapienta, descalza, mal armada, esperando órdenes que no entienden; en los corredores interiores, los oficiales engalanados, con penachos y charreteras, practicando una pantomima de grandeza europea sobre un suelo que se hunde. El  ejército mexicano como teatro de sombras, con figurines de ópera comandando a hombres que apenas tienen con qué cubrirse del sol. Tocqueville anota, con su crueldad lúcida: “El despotismo, por sí mismo, no puede ser base de nada durable; pero en estas tierras se le trata como si fuera una religión de Estado”.

El camino al altiplano mexicano

Cuando Tocqueville abandona Veracruz rumbo al interior, el paisaje cambia de golpe. La costa plana, húmeda, llena de mosquitos y miasmas, va cediendo a lomas que se levantan tímidas, a potreros de verde extenuado, a caminos de herradura que suben entre magueyes como lanzas inmóviles hasta ascender de repente a las cumbres nevadas del Pico de Orizaba. El Paso de Ovejas aparece en una de las cartas como un lugar de tránsito y de emboscada: un caserío polvoriento rodeado de cerros bajos, donde el camino se estrecha y el silencio de la tarde es apenas interrumpido por el zumbido de insectos y el repicar lejano de alguna herrería. Allí, escribe a su padre, México empieza a convertirse en sospecha.

En el relato del historiador, la diligencia que lleva a Tocqueville viaja acompañada de un personaje inverosímil: el tenor español Manuel del Pópolo Vicente García, gloria de los teatros europeos, ahora convertido en pasajero forzoso del paisaje mexicano. En el páramo de Perote, en la llanura helada que rodea al Cofre de Perote, un grupo de salteadores detiene la comitiva. García hace lo único que sabe hacer: canta. Su voz se eleva en medio del páramo, entre nopales y rocas, y por un instante los asaltantes olvidan la miseria, el botín, la violencia cotidiana. Tocqueville observa, fascinado, cómo los bandidos, enternecidos o desconcertados, los dejan marchar. México aparece así como un país donde el delito se rinde, por unos minutos, a la belleza, para luego volver a la emboscada en la siguiente curva.

En Puebla lo deslumbra la vista magnífica del Paso de Cortés entre dos dioses volcánicos cubiertos de nieve: el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl. La tierra se vuelve rojiza, sembrada de parcelas pequeñas donde campesinos encorvados trabajan en silencio, bajo un cielo desmesurado que parece aplastar los esfuerzos humanos. Tocqueville anota que en estas altiplanicies la pobreza tiene una dignidad áspera: los hombres casi no hablan, las mujeres se mueven como sombras por los patios de las casas de adobe.

Al llegar a la Ciudad de México, el contraste es brutal. Desde la distancia, el valle aparece como un cuenco inmenso rodeado de montañas azules, salpicado de lagos menguantes, con la ciudad extendida en el centro como una alfombra geométrica. Ya dentro, Tocqueville describe calles rectas, plazas amplias, iglesias profusas y un aire de solemnidad antigua, como si el virreinato no hubiera terminado sino cambiado de uniforme. El joven francés es recibido por la crema y nata de la sociedad capitalina: abogados, generales, clérigos, damas vestidas a la última moda de París, todos empeñados en convencerlo de que México es una nación culta, heroica, destinada a una grandeza futura que nunca termina de llegar.

En estas reuniones de salón, donde corren el chocolate espeso y las anécdotas de conspiraciones recientes, Tocqueville escucha a los caudillos y a sus partidarios recitar la letanía de los agravios: España, la Iglesia, los conservadores, los liberales, los yanquis, el destino, la raza. Lo que le llama la atención no es tanto el contenido como el tono: una retórica desbordada, inflamatoria, que no se reconoce responsable de nada, siempre a la caza de un enemigo externo al que culpar. En sus cartas compara a México con Estados Unidos. “Los angloamericanos son engreídos y preocupados sólo por la ganancia, pero al menos viven en la disciplina áspera de la vida democrática. Los mexicanos, en cambio, son taimados y reservados; sonrientes y crueles; no los une el interés compartido, sino el agravio”.

Aguilar Rivera, copiando estas líneas como si fueran actas notariales, se pregunta si la América española no es un “eslabón perdido” en la evolución social: un cuerpo organizado en estamentos, con una cabeza ilustrada que gira en círculos persiguiendo su propia cola. Entre los criollos ilustrados y el pueblo hay una distancia que ni las proclamas ni las constituciones alcanzan a salvar. La república se declama cada tarde en los cafés de la ciudad, pero en la noche regresa el viejo orden de la obediencia personal, del favor, del compadrazgo.

noviembre 29, 2025

Método para ser culto


 Cómo ser culto. La educación clásica que nunca recibiste, de Susan Wise Bauer, historiadora y madre angloamericana, defiende una idea sencilla y radical: el conocimiento no se hereda ni se compra, se conquista leyendo. Pero no cualquier lectura sirve; no todo texto ilumina ni todo saber ennoblece.
 
“Early to bed and early to rise make a man healthy, wealthy, and wise”, cita Bauer con ironía benévola a Benjamin Franklyn. Pero lo que hace sabio al hombre no es despertarse temprano sino despertar del letargo intelectual.  

Ahora bien, la lectura no se lleva bien con el manual de instrucciones ni con el coaching de productividad. Es, como la oración o la meditación, un acto ligeramente subversivo: exige un lugar y un tiempo que no se puedan justificar en una hoja de Excel. Leer es retirarse un rato del circo de lo útil, con la insolencia de quien pierde el tiempo a propósito. Y, sin embargo, ahí, en esa pérdida, se filtra la única ganancia que importa: una mente menos domesticada.

Los griegos tenían la desfachatez de llamar scholé a ese ocio serio, ese descanso que no se llena de entretenimiento sino de atención. De scholé viene escuela, lo cual hoy suena casi a sarcasmo: del ocio contemplativo al horario escolar, del tiempo lento al timbre que suena cada cincuenta minutos. Hemos convertido la scholé en agenda, y luego nos preguntamos por qué nadie piensa...

Gómez Dávila sospechaba que toda idea fabricada en Estados Unidos viene con sabor a coca-cola: chispeante, azucarada, adictiva, pero sin espesor. El riesgo con ciertos “métodos de lectura” es precisamente ese: que conviertan la educación clásica en un producto de supermercado espiritual, con pasos numerados y resultados garantizados, como si la mente fuera un abdomen que se marca con un plan de veintiún días.

No. No hay método posible, en el sentido tranquilizador que el mercado sueña. Lo que hay es algo mucho más viejo y más exigente: ensayo y error. Leer bien es equivocarse de libro, subrayar tonterías, admirar lo que luego se detestará, aburrirse donde otros juran ver una obra maestra, volver años después y descubrir que el libro era el mismo pero el lector ya no. La educación clásica no es una escalera de peldaños claros, sino un laberinto donde uno aprende precisamente porque se pierde.

Tal vez por eso la lectura necesita ese espacio inútil que llamamos scholé: porque solo cuando dejamos de buscar un beneficio inmediato aparece la posibilidad de una transformación real. El lector que entra en un libro sin saber muy bien para qué entra rompe el hechizo de la cultura como adorno y se aventura en algo más incómodo: dejar que lo que lee le cambie las prioridades. La gran ironía es esta: mientras el mundo repite “aprovecha el tiempo”, el buen lector, silencioso, comete la herejía de gastarlo sin justificación… y termina siendo el único que no vive de rodillas.

Esta concepción de la lectura como acto dialógico es, además, un antídoto para la soledad contemporánea. 


noviembre 28, 2025

Del realismo mágico al infrarrealismo: un curso de novela latinoamericana del siglo XX


Después de impartir durante casi tres meses un curso sobre novela latinoamericana del siglo XX en la Universidad de Navarra, tengo la impresión de haber atravesado las formas extremas de la imaginación hispanoamericana. Algo así como un Mito y Archivo en corto circuito. Lo que empezó como un curso de “lecturas intensivas” se convirtió, sin pedir permiso a los manuales, en una arqueología crítica de la razón antropológica y tecnológica del siglo pasado.

El estudio de la narrativa latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX no puede prescindir de  obras canónicas como Pedro Páramo (1955) y Cien años de soledad (1967). La persistencia ininterrumpida de estas novelas, destacada en programas académicos especializados, sugiere que su éxito continuo radica en algo más profundo que la forma: su capacidad de diagnosticar las ansiedades fundamentales sobre el control social, la comunicación y la catástrofe inherentes al pensamiento sistémico de la posguerra

Ha sido un privilegio compartir esta ruta en el entorno de la Universidad de Navarra, y hago un alto necesario para expresar mi gratitud al Profesor Javier de Navascués y a los estudiantes, cuya atención rigurosa y cuestionamientos insistentes son el caldo de cultivo donde germinan las mejores tesis.

Nuestra ruta comenzó con la doble fundación canónica del Boom, preguntándonos no solo qué contaban, sino cómo funcionaban sus mundos.

La lectura de Pedro Páramo (1955) no nos arrojó a un mero "pueblo fantasma". No. Comala es la geografía de la violencia del «rencor vivo», de la incapacidad de perdonar, de un catolicismo a ratos fallido. Las heridas de la Guerra Cristera (1926-1929). Una de las últimas imágenes de la novela es la del padre Rentería airado, alzado en armas.

Al pasar a Cien años de soledad (1967), entramos a un mundo de ladinos, de marranos, de gitanos, de judeoconversos («el bisabuelo de Úrsula era un comerciante aragonés»), muy poco convencidos de la «autoridad» estatal del alcalde Apolinar Moscote y mucho menos de la del padre Nicanor. Los Buendía son en sí mismos colonos fundadores, ambiciosos, altaneros, alérgicos a cualquier integración real. De suyo solitarios. Al salir del gueto, desafiantes, los Buendía no quieren sino volver a él –al útero (a la casa grande) de Úrsula. 

El tránsito por el Posboom nos mostró las consecuencias de estos colapsos fundacionales. Con El ojo de la patria (1991) de Osvaldo Soriano, el curso abandonó la espiral épica para abrazar la sátira política y la picaresca. Una opereta en medio de dos operas solemenes. Nada mal. Soriano utiliza el humor para desarmar la memoria oficial argentina y la paranoia de la dictadura. La historia ya no es un ciclo mítico, sino un archivo roto que se reconstruye con ironía.  

Finalmente, llegamos a Roberto Bolaño. Aquí se cierra el gran arco, pasando de la Novela Total a la Novela Maximalista. Estrella distante (1996) es el paradigma del infrarrealismo y de la obsesión por el archivo fallido. El poeta-sicario, Carlos Wieder, el poeta-aviador para-militar, Alberto Ruiz-Tagle, el Dr. Jekyll and Mr. Hyde chileno, antártico, es la imagen más brutal de la perversión de la estética y la tecnología al servicio de la dominación. 

Al terminar el curso, la conclusión es sencilla y, a la vez, incómoda: la novela latinoamericana del siglo XX lleva décadas haciendo el trabajo sucio que muchas ciencias prefieren delegar. Rulfo, García Márquez, Soriano y Bolaño aparecen, vistos desde Pamplona, como cuatro formas de auditar la modernidad y dejar constancia de sus averías: del rencor vivo en Comala al feedback genealógico de Macondo, de la parodia del espionaje argentino al archivo aéreo y fotográfico de Wieder, todo parece indicar que el continente ha pensado sus traumas con más rigor desde la ficción que desde los informes oficiales. Que de ese viaje salga una tesis sobre la razón antropológica y tecnológica no es un exceso académico, sino casi una forma de cortesía: cuando los novelistas llevan medio siglo avisando de que la máquina falla, alguien tiene que escribir el reporte técnico.