– El primer deber del intelectual es la
amabilidad. El estilo. Hacerse entender.
Decir como el sacerdote maya apresado por
Pedro de Alvarado cuando vislumbra, en las manchas del jaguar, la escritura del
dios: “¡Oh dicha de entender, mayor que la de imaginar o la de sentir!”
– Suprimir el balbuceo. Suprimir el balbuceo
para mayor espontaneidad.
– Lo malo es que no es el Estado quien está
enfermo ni narcotizado; quien está enferma, casi moribunda, es la sociedad
civil que se ha ausentado.
Confunden sociedad con Estado. Sólo ellos, los nacionales, tienen derecho a hablar mal de su nación. La opinión del extranjero, por muy erudito o documentado que esté, será para ellos, siempre, la opinión de un advenedizo.
No campea el mal por ausencia de Estado sino por demasiada presencia estatal –policías por todas partes– engendrando un monstruo de mil cabezas.
El
hijo de Dios se apareció en una provincia judía del imperio romano extendiendo una parábola univeral. Les dijo a los no-judíos: “Dios hace justos a los que tienen fe, sin tomar en cuenta si están o no
están circuncidados." (Romanos 3).
– La disciplina es
estética. Injusticia y desorden van cogidos de la mano. De suerte que para ser
buen policía conviene tener, ya no muchas agallas, sino mucha contención.
“No es fácil que alguien
se deje matar en lugar de otra persona” (Romanos 5).
– Recuerdo de los amaneceres olorosos a
boñiga.
– 1994. De noche. Las empanadas de la esquina
de 4 vientos revientan en manteca.
– La sabiduría vulgar aconseja evitar las
comparaciones por odiosas. No hay consejo más paralizador, puesto que una cosa
sólo se hace evidente cuando se compara con otra.
No importa que las comparaciones sean odiosas y luego convenga rectificarlas o reinterpretarlas.
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