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noviembre 14, 2010

RETRATO DE UN REGIMEN DELIRANTE




El tirano Fidel Castro (pero hay quienes lo llaman el "presidente" o el "líder cubano") cumplirá 51 años en el poder, con lo cual figurará en la historia reciente de la humanidad como el hombre que más años ha estado al mando absoluto de un país. Si muchos casi se chiflan en Colombia con los ocho años de Uribe (y eso que fue por voto popular...), preguntémonos qué sentirá un cubano ahora mismo, o qué sentía el pueblo dominicano en 1961 tras tres décadas de aguantarse al mismo varón ínclito, al generalísimo, al Benefactor, al Presidente, a su Excelencia don Rafael Leónidas Trujillo Molina, un capataz de hacienda que de un momento a otro, por virtud de los mariners gringos, se subió a mandar la República Dominicana durante 31 años, de 1930 a 1961... Trujillo, con sangre de antiguos esclavos haitianos, tuvo tanto poder que hasta le cambió el nombre a Santa Domingo por el de Ciudad Trujillo, en su propio honor.




¿Qué extraño poder provoca o engendra estos gobernantes cerrados y rígidos, incapaces de la autocrítica y de la autocorrección? Tiranos que no sólo se consideran perfectos sino que así son calificados por ciertas señoras y por ciertos varones que nos mirarían con rabia si reviramos... ¿Cómo es que hombres como Trujillo llegan a ser casi dioses? Abundan los ejemplos: Perón en Argentina, Pinochet en Chile, Franco en España.... ¿Acaso no sabemos todos que los políticos son inestables, caprichosos, egocéntricos, reacios a cualquier integración, enormemente susceptibles, memoriosos al extremo de acordarse de vengar cualquier injuria? ¿No es el político aquel hombre fríamente enloquecido que exagera la realidad como un mal novelista para proponernos una visión única del mundo? Suelen ser, además, moralistas empedernidos, censores perpetuos. Y pendencieros. Se rasgan las vestiduras porque quieren estar todos los días en primera plana, de suerte que las broncas son habituales en ellos. Así fue él: entretenido, conmovedor, perverso, poco confiable. Nunca se arrepintió de ninguna ejecución, de ningún fusilamiento...

Y nadie lo ha retratado mejor que Mario Vargas Llosa en "La Fiesta del Chivo" (2000), tal vez una de sus mejores novelas porque pocos como Vargas Llosa conocen tan de cerca el poder y han estado tan tentados a ocuparlo. Con la precisión de un relojero casi diabólico el peruano traza en dos tiempos, por un lado, el día decisivo del Benefactor cuando un grupo de rebeldes lo esperan en una carretera de camino a su finca de recreo. Por el otro, los recuerdos de Urania, una gran ejecutiva que ha vuelto de Nueva York a la isla a rendirse cuentas consigo misma. Desde 1961 no puede concebir sus noches en paz por un recuerdo atormentador. Tres planos narrativos dividen esta impresionante novela: en el 1°) se cede la voz a Urania y ella a su vez a su padre, Agustín Cabral o Cerebrito, ministro fiel de Trujillo que un mal día pierde la confianza del Jefe y es capaz, para mostrarle su fidelidad, de cualquier cosa...; en el 2°) los rebeldes planean asesinar al Déspota, al Chivo terrible recordando cuánto han sufrido por su maldad, y en el 3°) el narrador omnisciente se mete como un gusanillo en los calzoncillos del varón ínclito don Rafael Leónidas Trujillo, contándonos cómo el Benefactor controla todo menos el efínter de su vejiga y cómo ya, a sus setenta años, le cuesta trabajo alzar la cabecita de su verga al recuerdo de una morena delgada y respingada. Está viejo. Pero todos lo obedecen. En especial la Inmundicia Viviente, más conocido como el senador Chirinos o el Constitucionalista Beodo, una especie de plumífero semiculto que le escribe todos los discursos. También ejecuta todas sus órdenes el sanguinario Johnny Abbes, jefe de la policía secreta. Gracias a él están rechonchos los tiburones de una prisión marítima: devoradores de todo opositor o rebelde.
Vargas Llosa narra. Se limita a contar con delirio ese régimen delirante que influyó profundamente sobre la psiquis del pueblo. Alegró la soledad de algunas viudas y solteras empedernidas y hasta de ciertas divorciadas, para quienes ese hombre se convirtió en el marido responsable y juicioso que siempre soñaron, especialmente después de esposos blandengues (iba a decir, impotentes) de los que no quieren ni acordarse; no se me malinterprete con una de esas teorías freudianas; también ese hombre movió el corazón de muchos varones huérfanos de padre que vieron, en él, al patriarca protector cuya presencia les ponía la piel de gallina o les helaba el espinazo. "Es mi papá", decían. También fascinó a parejas felices y familias muy contentas.Su nombre se pronunció en los almuerzos de todos los hogares a veces como un salmo y otras veces, admitámoslo, como una blasfemia.

Un día Cerebrito, el p
apá de Urania, el ministro más fiel de Trujillo, pierde la confianza del Benefactor por algo que ignora. Ya nadie obedece al ministro Cabral, Presidente de un Congreso de títeres porque el Jefe Supremo le ha retirado su apoyo. Agustín Cabral pide una cerveza helada en un bar de Ciudad Trujillo. No lo puede creer. Se abanica con su libretica ante tanto calor caribeño. La abre donde tiene transcrita una frasecita sobre la precariedad del poder y la existencia. Es de Ortega y Gasset. "Nada de lo que el hombre ha sido, es o será, lo ha sido, lo es ni lo será de una vez para siempre, sino que ha llegado a serlo un buen día y otro buen día dejará de serlo".
El poder -algún día lo sabrán también los hermanos Castro- es efímero, precario. Nadie es obedecido porque sí sino tiene un máquina de terror que lo defienda.

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