Hay un mito con el tema de la inversión extranjera. Es el carácter de ciertos colombianos el que impide a los inversionistas gringos o europeos radicarse en su territorio. El empresario en general está orientado hacia las mejores condiciones de vida, y no es capaz de competir con comerciantes ultra-astutos y acostumbrados a vivir entre el desorden. ´
¿Atenas Suramericana? Nunca. Esparta tal vez. En plena posesión de Santos - no se me olvida - sobrevolaron aviones de guerra como mostrándole los dientes a los invitados. Pensábamos que ese show resultaba más propio del talante venezolano al que el ex imperio español salpicó de fuertes militares en el Caribe. De allá brotaron en tiempos de la Independencia los principales generales: Bolívar, Páez, Sucre... Que casi nunca dispararon. La carne de cañón, la mazorca que aportó los granos, muchachos que no han dejado de matarse entre sí durante 200 años, fue Nueva Granada.
¿Pero a quién diablos entonces se le ocurrió el apodo de Atenas Suramericana?. Claro. A un mediocre viajero argentino llamado Miguel Cané que en 1882 arribó en una recua de mulas a la plazuela de San Victorino, que era el paradero de los que venían subiendo de Honda y mucho antes del mar hasta Bogotá. El gaucho insufrible se apeó con ademanes de gran caballero, y creyó hallarse en tiempos prehispánicos por tantos rostros aindiados. Antes no hizo sino quejarse de creer hallarse en África remontando el río Magdalena desde Barranquilla. Se creía «europeísimo». Caminó por la avenida Jiménez - abajo restregaban ropa las lavanderas en las aguas del río San Francisco - hasta el marco de la catedral, donde lo recibieron unos señores elegantísimos.
El «gaucho insufrible» quería dañar el chiste de que existiera en una aldea montada sobre un altiplano de Los Andes unos señores que leían a Virgilio y admiraban al imperio romano de cuyos césares se creían descendientes. Pero he ahí su mediocridad. Cané confundió el griego con el latín y a Roma con Atenas. Ni lo uno ni lo otro. La cosa era - es - Esparta.
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