Conversamos el jueves 4 de abril de 2013, a las siete de la noche, Migue Ángel Manrique y yo. En el auditorio-biblioteca del Gimnasio Moderno, con bastante público, leímos el choque entre Tomás Carrasquilla y José Asunción Silva en 1895 en Bogotá, es decir, el choque entre el criollismo paisa y el cosmopolitismo bogotano. Y esa vez, a pesar de que yo también exalté la figura Silva, porque su novela De sobremesa me encanta, al final de la charla, entre las preguntas, se paró a protestar su biógrafo Enrique Santos Molano, a decir que esa imagen caricaturesca de Silva más tarde Carrasquilla la había modificado. Por supuesto. Pero bueno, por lo visto muchas cosas de nuestra historia narrativa siguen latentes, vivas.
Eso es lo divertido.
Necesitamos leer con inteligencia. Aquella crítica literaria que proclama leer bajo una mirada puramente estética o teórica –como se practica en las universidades– termina por ser la más conservadora. Hay que curtirse en narrativa colombiana de todos los tiempos: hay muchos saberes escondidos en novelas y cuentos de Tomás Carrasquilla, en La vorágine de Rivera y aun en las críticas que contra él tuvieron los hermanos Nieto Caballero, fundadores del Gimnasio Moderno, el colegio insignia de la otrora clase dominante. La erudición sigue siendo el peor enemigo de toda cultura ramplona y oficialista.
Los malos –los terroristas, los asesinos– son mediocres. Pueden ser extremos, pero nunca tienen ninguna profundidad ni tampoco nada demoníaco. El mal es banal como dijo Hannah Arend del nazismo. Por eso las películas o series televisivas sobre Escobar o sobre los paramilitares Castaño son superficiales y banales. Relativizar al malo como quieren los "postmodernistas" es poco menos que hacerle una apología. Pretender "identificar" la cultura colombiana con estas historias es obligar al televidente a vivir su propia destrucción como un goce estético. Es fascismo puro, típico engendro del más vulgar capitalismo de los grandes medios de comunicación. Por su parte, las universidades contestan con la politización del arte–con el comunismo. Y los críticos de la nueva narrativa colombiana no podemos desconocer el apunte de Benjamin, esto es, que todo documento de "cultura" es también un documento de barbarie. Si es evidente en las series televisivas colombianas, no lo es menos en nuestras academias universitarias.
Recientemente la barbarie universitaria la ha develado bastante bien Miguel Ángel Manrique en su novela Disturbio (2010). Además del pesimismo intelectualizado de los teóricos posmodernos (un aburrido Luckács o un incoherente Foucault) que el protagonista de esta novela, Manuel Martínez, soporta en sus clases universitarias, al llegar a casa también debe soportar a un par de best-sellers que lee su madre (Mario Puzo y Stephen King) y el horario sagrado de la "novela" de temporada o el vacuo humor de "Guri Guri". Y en medio –a modo de experimento narrativo– las indicaciones para preparar un cóctel Molotov. Como ven, cultura y barbarie bien cogidas de la mano.
Miguel Ángel Manrique, que nació el mismo año en que se publicó Cien años de soledad (1967), está también muy interesado en bosquejar argumentos parecidos en la historia de la narrativa colombiana, a propósito de la presentación de mi ensayo. Abundan. Si todo discurso cultural también es un discurso de barbarie, las tres superestructuras que tomo de la teoría de la narrativa hispanoamericana (Mito y archivo) resultan asimismo mecanismos de explotación: 1) el discurso legalista o leguleyo del ex imperio español denunciado desde El Carnero (1638) por Juan Rodríguez Freile; 2) el discurso neo-imperialista de la Ilustración puesto en evidencia en las crónicas de Caldas y en las novelas del XIX, Manuela (1858) y María (1867); y 3) el discurso antropológico de los sistemas universitarios modernos que adocenan a los compañeros de Manuel Martínez, obligados a pasar de mala gana por las aulas en pos de un cartón que legalice su ilustración, como si enrolarse a la universidad tuviera el mismo mecanismo que matricularse en la guerrilla comunista o capitalista-paramilitar. Cultura y barbarie como caras de una misma moneda. En ningún país es tan evidente como en Colombia.
Alarmado por la cantidad de estudiantes que
engrosaban las guerrillas y otros ejércitos irregulares en los años ochenta, un
alumno colombiano de Heidegger, Danilo Cruz Vélez, concibió El mito del
rey filósofo (1987). Es un tratado riguroso empeñado en desmentir que
un intelectual, así piense o escriba sobre política, no por ello hace lo mismo
que el gobernante. La fama de Colombia como “país de poetas y gramáticos” es
una de esas funestas consecuencias. Hay un cuento de Miguel Ángel Manrique,
"Mozambique" –de su libro La mirada enferma (2005)–,
sobre el excesivo culto a la poesía idílica y bucólica entre la juventud
colombiana. El protagonista se hace llamar Otxoa de Virgilio. Anula la cultura dentro de la cultura. Y en un plano
mayor, la anulación de la cultura por parte de la cultura oficial se ha
ejercido en Colombia con bastante éxito. Apenas ha empezado a triunfar, a
pesar del desprecio blandido por gobernantes retrógrados, la buena narrativa
que relativiza y desenmascara el poder. Pero esto implica una lucha
cultural incesante. Los todopoderosos como el presidente Juan Manuel Santos
prometen siempre paz con palomitas y pañuelos blancos, en apoyo a sus secuaces
que charlan graciosamente entre enemigos en la arcadia latinoamericana (paraíso
bucólico o cárcel a cielo abierto) que es La Habana, Cuba. Antes, cuando el
viento soplaba en dirección contraria, el actual presidente –antes ministro de
guerra– endurecía su voz y aullaba mensajes marciales.
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