Sumerjámonos en las texturas de lo que significa ser reconocido por el Estado en Colombia y en México. Más allá de los plásticos y los hologramas, ¿qué nos dicen estos documentos sobre nosotros mismos, sobre nuestra conciencia ciudadana, sobre la presencia de esa ficción (in)eficaz llamado Estado?
La historia de los documentos de identidad en México y Colombia es una radiografía de sus Estados. Desde 1952, enfrentado a la Violencia bipartidista y a la dispersión territorial, el Estado colombiano apostó por la cédula como un instrumento de presencia y vigilancia. En contraste, durante la larga hegemonía del PRI, México careció de un documento universal con valor cotidiano: la credencial para votar (desde 1992) y la CURP (desde 1996) reflejan un Estado que, más que vigilar, busca contar y legitimar a sus ciudadanos en el acto electoral, delegando la identidad cotidiana a la funcionalidad burocrática o a la educación pública.
Colombia formaliza policialmente la pertenencia a la Polis, México administra la multitud, oscilando entre la desconfianza y la delegación. Dos modelos de Estado: uno policial que quiere ver y controlar a cada célula; otro laxo («Ogro filantrópico», lo llamó Paz) que, ante la magnitud demográfica, opta por el conteo y la delegación, dejando la identidad en la intersección entre lo electoral y lo educativo.
En la cabeza me hablan dos voces, una colombiana y otra mexicana, sobre lo que llevamos en la cartera.
Voz colombiana: "Mi cédula, mi célula"
La cédula colombiana es el apéndice que nadie pidió, pero que todos exhiben con resignación. La burocracia es la verdadera patria. Desde la infancia, la tarjeta de identidad nos prepara para el rito de la cédula, como si el Estado quisiera asegurarse de que, cuando llegue la adultez, ya sepamos posar con cara de sospechosos en la foto.
Desde niño, desde los 7 años, una ya porta tarjeta de identidad. Mi foto en aquella tarjeta era la de un niño triste, asustado por los bombazos del Cartel de Medellín y las balaceras cotidianas de los combos. Luego, en el 2000, obtuve mi cédula de ciudadanía. La tramité en Bogotá, donde llegué a estudiar la universidad. En la policía, en los bancos, delante de cualquier burócrata, la cédula se pide para todo. En tiempos de Uribe, al entrar a la estación para irme en bus a Medellín, la policía te detenía y te pedía la cédula y, en un celular poderoso, buscaba antecedentes judiciales. La cédula era el filtro, la llave maestra para el acceso o la exclusión.
Acaso invención de la hegemonía conservadora desde 1929, lo cierto es que la primera cédula del 24 de noviembre de 1952 la obtuvo el entonces presidente Laureano Gómez Castro, «El Monstruo», y el 25 de mayo de 1956 se expidió la primera cédula femenina a Carola Correa de Rojas Pinilla, esposa del «dictador» Rojas Pinilla, para que paradójicamente pudiera votar.
En Colombia, hay chistes sobre la obsesión por el título y la formalidad, como aquel señor que, para no invertir tanto en educación, les puso a sus hijos los nombres de Doctor Carlos García y Doctora Ana María García. Bromas, sí, pero que revelan algo de esa necesidad de validación. La cédula va más allá de un simple carné; es nuestra 'célula' en el gran cuerpo social.
Ahora, con Mercosur, se ha abierto la puerta para viajar por Suramérica. He volado a Brasil sin pasaporte, solamente con mi cédula.
Mi yo mexicano
Acabo de obtener mi INE tras un trámite interminable, una especie de rito de paso burocrático que me otorga, por fin, la ciudadanía mexicana. Pero el INE no es solo una novedad personal: es el emblema de un país que, durante décadas, se resistió a consolidar un documento universal de identidad. Bajo la larga sombra del PRI, desde 1929 en que Vasconcelos fue derrotado por la maquinaria de Plutarco, México se conformó con el acta de nacimiento: un papel sin fotografía, sin rostro, apenas una constancia de existencia, no de presencia.
La paradoja es brutal: en una nación obsesionada con el control electoral, la identidad cotidiana era un acto de fe. Por años, la cédula profesional expedida por la SEP suplió la carencia de un documento con fotografía. La Secretaría de Educación Pública, más que una institución, fue una fábrica de títulos y legitimidades. En México, una maestra puede convertirse en emperatriz con solo portar su credencial; la SEP es el oráculo del reconocimiento social.
Una vez, cuando tenía 8 años, mi yo mexicano se perdió en la estación camionera del norte. Fue en la década de 1980. Sin celular, perdido entre el bullicio y la informalidad, fue la bondad de una vendedora de tortas la que me devolvió a casa. Sobreviví, quizá, porque la sociedad mexicana es buena en su caos, o tal vez porque la informalidad es una forma de ternura colectiva.
Hoy, el INE me identifica. Pero su leyenda —«Credencial para Votar»— me reduce a un sujeto electoral. Elector, lector: el Estado mexicano me convoca a las urnas y, fuera de ellas, me deja vagar en la ambigüedad de la identidad. Un Estado demagógico y pedagógico a la vez: administra la multitud, pero delega la construcción de identidad a la educación pública. La SEP sigue siendo el verdadero pilar de la conciencia social mexicana. La educación pública, más que un derecho, es el último refugio de pertenencia en un país donde la identidad oficial llegó tarde y, a veces, parece insuficiente.
México, en su desmesura demográfica, optó por contar ciudadanos antes que reconocerlos. El INE es moderno, sí, pero aún lleva la marca de un Estado que nos mira como electores antes que como individuos. Y así, entre la burocracia y la pedagogía, la identidad mexicana se fragua en la intersección de las urnas, la escuela y la memoria colectiva.
En México, uno existe cuando vota, pero pertenece cuando se escolariza.


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