Cuando la geopolítica se pensaba en términos de imperios y fronteras de tierra y mar, Harold Mackinder definió la batalla por el poder global en un ajedrez de "Heartland" (el corazón terrestre de Eurasia), "Rimland" (las costas que lo rodean) y "Peripheryland" (el resto del mundo, incluyendo América). Pero ese mapa, tan familiar, ha caducado. En la era de la movilidad, el espacio ya no se define por la geografía, sino por la velocidad y la información. Como señalaba el filósofo y teórico de la estética Paul Virilio, el siglo XXI ya no es geopolítico, sino "aeropolítico" o "cosmopolítico". Estamos en la guerra digital, la "guerra de las galaxias", donde la batalla se libra en el ciberespacio y en los sistemas de navegación que trazan nuevas rutas de poder. Y en este nuevo escenario, ¿dónde queda el español?
En la carrera por ser una lengua planetaria, el español no solo se ha quedado atrás, sino que quizá nunca lo fue. Al contrastarlo con el pragmatismo anglosajón, o con la voluntad imperial de la francofonía, conviene aceptar una verdad incómoda: el español de América es, en esencia, una lengua proletaria. Una lengua de la diáspora, de la resistencia cultural, de la servidumbre. Se oye en las cocinas y los servicios de los más lujosos restaurantes de Nueva York y de Londres con mucha más frecuencia que en las universidades o centros políticos de esas capitales imperiales. Lo que no implica que sea también una lengua universitaria, académica, de élites y burgueses.
De lo militar a lo cultural
El lenguaje es un artefacto con historia, con cicatrices. Y si el inglés cobró una inmensa ventaja en la guerra digital, es porque desde hace siglos su fuerza no dependió de una academia, sino de un imperio pragmático. Como decía Borges en "Otro poema de los dones," "quien mira al mar ve a Inglaterra." Los británicos miraron al mar, construyeron flotas mercantes y navales, y su idioma se expandió no por imposición gramatical, sino por la inercia del comercio y la conquista. En cambio, España se atrincheró en academias, en políticas estatalistas que intentaban fijar una lengua que ya era de facto.
La tesis de la conferencia es una muy aguda y que resuena con grandes problameas europeas aún no resueltos: "los profesores de lengua son más importantes que los cañones". A comienzos del siglo XX, mientras los geoestrategas austríacos como Jordis von Lohausen o los franceses como el mariscal Louis Lyautey, pensaban en términos de ejércitos, flotas y colonias para imponer una lengua, en el mundo hispano el desinterés, o la falta de una visión clara, nos llevó a un escenario de pasividad.
Y entonces llegó 1492. Antonio de Nebrija, formado en la Italia del Renacimiento, donde el estudio del latín había revivido, le entrega su Gramática de la lengua castellana a la Reina Isabel, antes de que Colón zarpara a América. En su prólogo, pronuncia la fatídica sentencia: “siempre la lengua fue compañera del imperio”. Pero la ironía de la historia es que a esta obra magna no se le hizo mucho caso.
El decolonoliastas Walter Mignolo, en su obra The Darker Side of the Renaissance, nos recuerda que las élites criollas y las clases altas de las colonias, para demostrar su estatus, se educaban en latín. Se publicaron más ediciones de los manuales de gramática latina de Nebrija que de la castellana. El español se impuso en América de facto, a punta de evangelización y supervivencia, no por un plan maestro. Un viajero de 1800..., al cruzar de la Ciudad de México a Puebla, probablemente aún necesitaba un traductor por la multitud de lenguas indígenas que se hablaban en las zonas rurales.
La historia se vuelve aún más irónica cuando la contrastamos con el caso de Francia. Mientras España, la gran potencia del siglo XVII, fracasó militar y lingüísticamente en el norte de África (basta recordar los años de cautiverio de Miguel de Cervantes en Argel, donde actuó como agente secreto de Felipe II, y su posterior ingenio al aducir que el Quijote era una traducción del árabe de un tal Cide Hamete Benengeli), los franceses lograron lo que nosotros no. El mariscal Louis Lyautey, a inicios del siglo XX, impuso el francés en el Magreb bajo la firme convicción de que la lengua nacional tiene un ejército y una marina de guerra. Esta mentalidad de conquista lingüística planificada es la que nos faltó.
Pero nuestro verdadero héroe, nuestro antidoto al desinterés, fue Andrés Bello. Su Gramática de la lengua castellana destinada al uso de los americanos (publicada en 1847) no fue una imposición, sino un acto de autonomía. Bello no quería una lengua de imperio, sino una herramienta para la emancipación. Quiso unificar el español de las nuevas repúblicas para que no se fragmentara en múltiples dialectos. Su labor fue la de un estratega cultural que, sin ejército ni marina, creó las bases de la comunidad de hablantes más grande del mundo.
Al final o la final (¿cuál es la forma correcta?), el verdadero desafío es existencial.