Al cabo me lo llevé a pasar por lo alrededores de Puebla. Lo llevé a ver los murales de Desiderio Hernández Xochitiotzin en Tlaxcala. Un guía local se ofreció a explicarnos aquellos murales, que desmentían el mito de que «la culpa es de los tlaxcaltecas». “¿Cuánto nos cobra?”, le pregunté al guía local. “Mil pesos”, respondió. A lo que que Ricardo, para desmentir la imagen de turistas ingenuos, le espetó al guía local: "¡Qué le pasa!” Dio un manotazo al aire y avanzó por su cuenta a través de los murales de Xochitiotzin .
También visitamos en Tlaxcala las Escalinatas de los Héroes, donde el tiempo se diluye en peldaños y colores. Lo presenté con colegas profesores de la BUAP, Deni, Jaime Villarreal, Gerardo Castillo y Alejandro Lambarry. Y se hizo íntimo de otros coterráneos que estudiaban el doctorado en literatura hispanoamericana: Esnedy Zuluaga y David Betancourt. De hecho, para Esnedy, Ricardo fue como otro tío: ella lo auxilió en varias borracheras.
Cierta vez, por tanto beber y comer a deshoras, cayó enfermo en el hospital público de Puebla. Cuando le dieron de alta, siguió bebiendo y comiendo a deshoras y a prometer que escribiría ensayos, novelas y poemarios. A veces recordaba su juventud en Medellín cuando se conoció con mi papá en clases, fiestas, paseos y borracheras pantagruélicas. «Hasta me quedaba a dormir en el sofá del apartamento de tu abuelo», me contó. Hablaba de la década de 1970. Del Frente Nacional, del «estado de sitio» de Turbay. Ser subversivo y estudiante, para él, encarnaba lo mismo. Nada o muy poco de la ascética cristiana del estudio. Alguna trifulca política en alguna universidad pública colombiana (la de Caldas en Manizales, probablemente) con sicarios acechándolo, lo obligó a poner pies en polvorosa.
Como tantos colombianos forjados por el desarraigo, Ricardo eligió a México como vocación. O México lo eligió a él. Y en Chiapas, en esa cultura tan deliberadamente mestiza, de inmediato se convirtió en profesor universitario. Para subir de escalafón, cursó algún doctorado en España, pero no soportó el rudo modo de ser del castellano, que es todo lo opuesto a la suavidad mexicana, y rápidamente se devolvió. Fatigó las aulas y los talleres de poesía en Tuxtla Gutiérrez y en San Cristóbal de las Casas. Al jubilarse ensayó radicar en Puebla, donde su hija menor empezaba la universidad, mudándose con todos sus libros. Eran tantos que, en su nueva casa, se apretujaban hasta en el baño y la cocina. No los había leído todos. A veces me regalaba uno que me interesara. Luego, al ver que yo lo ponía en mi librero de la oficina, todo subrayado y lleno de post-it coloridos, lo cogía de nuevo y se lo llevaba. No quería perderse de nada.
Con el nacimiento de mi hija en 2018, mi vida de papá me obligó a dejar atrás el ritmo de Ricardo; le perdí un poco el rastro. Ahora lo recuerdo como un Zaratustra maicero, uno de esos colombianos trashumantes de la vieja Antioquia que quieren este mundo como belleza insondable, que poseen en sobreabundancia el entusiasmo (es decir, que están poseídos por un dios o presos en un dios), pero que carecen de la disciplina que exige sacar a ese dios interior y materializarlo. No sé si Ricardo rechazaría el mito del Crucificado. ¿Basta morir para entrar en la vida eterna de un supuesto trasmundo inventado? A la exaltación patética y absurda del sufrimiento de la pérdida de la vida individual, Dyonisos indefinidamente renovado...