Yo elegiría ser ave si me pusieran a escoger. Nada en nuestra constitución física nos habilita naturalmente para volar. A falta de un cuerpo aerodinámico, un airbus de Iberia con trescientos pasajeros en El Dorado.
Tras tres meses de trámites, con la ansiedad de la visa y la alegría de haberme ganado una beca de la Fundación Carolina, despegué, gané altura, me contorsioné en el aire y me perdí entre las nubes oscuras del Atlántico.
Entonces salimos del continente. En ese momento, copada la nave, las turbinas bramando sin descanso, más cerca de los astros que suelen escarchar el blindaje de los aviones, sirvieron la cena.
No podíamos privarnos de beber en este duro vuelo. ¡Bebamos! El vino aligera los movimientos bruscos de la nave cuando las nubes están densas. Es estrecho este asiento...
Cené sin prisa. Pedí incluso a la azafata o aeromoza otra botellita de vino, y me llevé la copa a los labios y me salpiqué las mangas de mi camisa y en medio de la turbulencia anhelé con prisa avistar plantaciones de viñedos. España.
Alcancé a dormir de mala gana poco menos de una hora en un vuelo que ya completaba nueve o diez. Entonces, desperté...
Al despertarme en el aire, por ambas ventanillas, ¡tierra, tierra! La meseta de Castilla La Mancha como piel de toro curtida: rojiza, ocre, ambarina, dorada por un sol otoñal.
El airbus perdía altura, pero yo ganaba visión: pequeñas represas de ríos diminutos, cultivos geométricos de olivos (¡y de viñedos!) semejantes a trazos cubistas de Picasso o de Joan Miró o a nada: imprecisos puntos en fuga... Cuando se desplegaron las ruedas de aterrizaje todo se hizo más nítido: autopistas surcadas de autos diminutos, postes de electricidad, casas solitarias en la estepa salpicada de crestas...
También vimos una mancha sepia levitando sobre La Mancha, como si la fuerza del descenso o tantos automóviles en miniatura, o don Quijote galopando invisible hubieran levantado una, esa estela de polvo rubio. Mancha sobre La Mancha. Cielo del cielo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario