El ventanillo se abre, sobre un remolino de tejados, frente a los montes de Toledo. Al fondo, la Ermita de la Virgen del Valle, de rosa pálido entre las sombras azules de las rocas, el verde nuevo de la primavera y el pasto desteñido al sol. La Ermita deja caer una vereda en zigzag. La curva del Tajo se adivina –allá donde la cascada de casucas se hunde hasta confluir con los pies del monte y sobresalen unos árboles altos. A veces, desde la Ermita escapa un repiqueteo loco, que viene como a desflecarse en las rejas del Ventanillo.
Una arquitectura de baraja sirve al Ventanillo de pedestal: los tejados se encaraman unos a otros como barcos apiñados por la resaca, dejando apenas escurrir, por las hendeduras, tortuosos hilillos de calles. Los montes, al frente, llenan el horizonte hasta medio cielo, y acogen y multiplican los ruidos de la ciudad.
La ciudad se pone ceniza a medio día. "Dan ganas –dice Eugenio d’Ors–, dan ganas de bañarla toda en purpurina." La ciudad se pone ceniza a mediodía, salvo los reposos verdes de algún patio sembrado, tal jardín de azotea, tal sombra de yerba libertina crecida entre los tejados de barro, y dos o tres árboles lanceados que ahogan, entre el follaje esmeralda, corimbos rojos. A la izquierda y a la derecha, altos edificios monásticos y vetustas iglesias arquean el lomo, y alzan los brazos intentando en vano levantar la tela caída –irremediablemente caída hasta mojarse las puntas en el agua– de la ciudad. Duermen las veletas. Por los techos ambulan gatos, huéspedes naturales de la noche toledana, perdidos ahora bajo el fuego del mediodía. Y todo aquel universo de formas, colores, sones, ráfagas, apunta, como a una boca de concentración, al Ventanillo: centro del mundo, aéreo camarote de tres pasos por cuatro, que se encarama, travieso, sobre la onda cristalizada y poliédrica de tejados.
La piedra se tuesta bajo el sol. Hierven los rumores. Acaso, de lejos, zumba el río sus endecasílabos clásicos. Dominan los cantos de golondrinas y las voces de los niños. Se oyen, a ratos, los pregones; y el cuerno del carbonero suena por entre las calles, torciéndose al capricho de éstas como para untarse en las paredes. El órgano llega en jirones –suave humo tornasolado. Los gallos, atentos al tiempo, centinelas del meteoro, maestros de las horas, descargan clarinadas largas. El rebuzno pánico del asno bombea y electriza el aire. Tejen su danza las campanas, y su minueto señorial se prolonga en ondas que el monte multiplica y borra en alas. Y todo ruido que sobre sale, o se parte en dos con el eco, o fulgura en un vago halo de resonancias que pronto lo vuelven atmósfera.
En el orbe cristalino y vibrátil voltea el alma, henchida de olvido. Y, de pronto, estalla como cohete, da en el campanile de la Ermita y estremece frenéticamente la campana
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