Compartiré mis subrayados y anotaciones al margen de Lectores insurgentes. La formación de la crítica literaria hispanoamericana (1810-1870), el libro con el que Víctor Barrera Enderle ha ganado el Premio honorífico de Ensayo Ezequiel Martínez Estrada (Casa de las Américas, 2013).
En la compleja Hispanoamérica, donde escribimos una misma lengua pero
hablamos una docena, hay que mirar con reserva términos
como insurgencia y revolución. La avenida más larga de Ciudad de
México se llama Insurgentes y el Partido Revolucionario Institucional
(PRI) es el que gobierna. Pero tales palabras suenan muy distinto en Colombia
(el segundo país más poblado de Hispanoamérica, seguido de Argentina), donde no
ha triunfado ninguna revolución y lo insurgente se entiende
en su sentido más militar (¿terrorista?), es decir, como levantamiento contra
la autoridad que multitud de grupos (llámese guerrilleros, paramilitares o
simple insurgencia) esgrimen contra un Estado astutamente débil.
Criticar a nuestra insurgencia: he ahí una labor pendiente. Víctor
Barrera Enderle, que estudió su doctorado en la Universidad de Chile y que se
ha paseado por Suramérica, no parece ignorarlo.
Lo que él
entiende por el adjetivo insurgente también tiene una
dimensión política, sin duda, pero mucho más crítica y por lo tanto
más auténtica. Ni estatal ni anti-estatal. Tampoco marginada. Por lectores
insurgentes Víctor Barrera Enderle se refiere a los
intelectuales-creadores, no al simple lector o difusor cultural.
Habla de aquellos que tienen como rasgo común “ser modernos a través de nuestra
reflexión crítica”. Así, según él, los lectores insurgentes son los críticos-creadores
de principios del siglo XIX, los que antes incluso de la insurgencia política
se rebelaron contra un orden anacrónico a partir de lo que leían y escribían.
Los que advirtieron que el sentimiento de Independencia se respiraba entre los
ilustrados tanto de España como de Hispanoamérica porque ambos quería librarse
del pasado mutuo, el de la Contrarreforma y la Inquisición. Ellos, antes de
lanzarse a las armas, notaron que el problema también era de representación,
literario si se quiere. Vieron una crisis jurídica, una crisis filológica de la
lengua española –la lengua del gran imperio– y que la primera tarea consistía
en emprender una crítica profunda de sus viejos términos. Revisar el pasado.
Templarlo al aire de las nuevas ideas. Hacerlo fuerte.
"Como producto de ese deseo, entiendo los esfuerzos
intelectuales de José Joaquín Fernández de Lizardi (1776-1827), de Andrés Bello
(1781-1864), de Esteban Echeverría (1776-1827), de José Victoriano Lastarria
(1819-1888), de Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888) y de Ignacio Manuel
Altamirano (1834-1893), solo por mencionar los ejemplos más excelsos, las
puntas de ese inmenso iceberg que es la producción intelectual
hispanoamericana del siglo XIX". (p. 35).
¿En qué medida se levantaron esos lectores
insurgentes contra la autoridad? Y ahora bien, ¿contra cuál autoridad? Dos
épocas abarca el libro de Barrera Enderle: 1) el del desarrollo de las
independencias políticas, que cubre desde los últimos años del siglo XVIII
hasta la muerte de Bolívar en 1830; y 2) el que comprende el periodo de la
formación y consolidación de los Estados-nacionales, de 1830 a1870. La primera
empieza poco antes de las guerras civiles de la Independencia, en plena
decadencia del Imperio español.
“El
intelectual hispanoamericano saltará a la escena pública en el momento en que
se hagan evidentes las falencias de la monarquía hispánica y su furioso control
sobre la expresión de las ideas heterodoxas […] el intelectual hispanoamericano
nacerá como un disidente porque en el mundo colonial no hay espacio para el
cuestionamiento social. Las instituciones culturales de mayor importancia (la
Iglesia, la Universidad y el Palacio) cumplen una función estática: garantizar,
a través de la burocracia y la ortodoxia, la continuidad del orden jerarquizado.
En segundo lugar, este “sujeto moderno adelantado” se sabrá subordinado en el
ámbito público y cultural. Y en tercera instancia, a lo largo de la
administración colonial las élites criollas ilustradas desarrollarán una serie
de identidades alternativas (sobre todo en la Nueva España), cuya
característica principal será, en casi todas ellas, su anti-hispanidad".
(p. 50).
A cierta conclusión parecida había llegado
Gutiérrez Girardot cuando en su ensayo Temas y problemas de una
historia social de la la literatura hispanoamericana (1989) señaló
cómo dos de los principales intelectuales del continente, Andrés Bello y
Domingo Faustino Sarmiento, contemporáneos de lo que se pregona como
"formación nacional", habían concebido sus obras en oposición esa "formación
nacional", politizada, de sus repúblicas. Por politizada hay que entender
absolutismos velados. Entre 1810 a 1870 dominaba en Hispanoamérica esa clase de
absolutismo. Había, por decirlo así, muchas autoridades –no insurgencias–
y cada una quería hacerse con el poder total. De hecho, parte de ese
absolutismo disfrazado de anarquía podría explicar una de las paradojas más
singulares de la historia del mundo occidental, esto es, la desintegración del
ex imperio español en una veintena de repúblicas sin más vínculos
concretos que una lengua en común. Los países
hispanoamericanos nunca han tenido una moneda ni un pasaporte ni un
parlamento: ninguna integración real como lo es la de Estados Unidos
de América o la de la Unión Europea. Y siempre ha habido cierto
infantilismo y un abuso retórico alarmante cuando los políticos hablan de
Latinoamérica y dicen con la mayor sinvergüenza "Nuestra América".
Alfonso Reyes lamentó y aclaró muy bien en qué consistía el verdadero
latinoamericanismo.
"Hay que estar a mil
leguas de las mecánicas preocupaciones políticas… desatenderse de toda esa
andamiada jurídica del panamericanismo, y fundarse sólo en un impulso de
colaboración superior que dicta el sentimiento y que la razón corrobora. Porque
son una gran mentira todos esos centros de propaganda, todos esos congresos
parlantes, todas esas tramas diplomáticas. Porque la fraternidad americana no
debe ser más que una realidad espiritual, entendida e impulsada de pocos, y
comunicada de ahí a las gentes como una descarga de viento: como un alma".
(A. Reyes, "Rodó: una página a mis amigos cubanos", en OC III, FCE,
1996, p. 134).
Envío memorioso
Nada sabía de Víctor Barrare Enderle hasta que el domingo 13 de agosto de 2006, buscando en
Google, di con la referencia de La mudanza incesante, su tesis doctoral sobre la teoría literaria de Alfonso Reyes. También di
con su e-mail. Le escribí de inmediato con la suposición de que mi mensaje lo pillaría en
Monterrey, al norte de México y que acaso me contestaría en el transcurso del
mes. Éramos pocos los que nos dedicábamos a la teoría literaria de Alfonso Reyes. Seis horas después de escribirle recibí su respuesta contándome que estaba en Bogotá y que al otro día, el lunes 14, daría una ponencia en la Biblioteca Luis Ángel Arango. El vago azar o las precisas leyes...
Víctor Barrera Enderle, autor también de La amistad literaria, no ignora en absoluto esa secreta red de lectores insurgentes. En él, además, hay cierta especie de simpatía o cortesía que hace que quien lo conozca lo aprecie de inmediato, a juzgar por las impresiones de mi novia de ese momento, Lili Rivera Orjuela y por la de un par de amigos con quienes nos bebimos unas cervezas en Bogotá Beer Company. Gracias a ese encuentro azaroso y preciso del 14 de agosto de 2006, recibí de Víctor La mudanza incesante, cuyo título es ya una precisa y preciosa definición del fenómeno literario. En octubre del año siguiente volvimos a tomarnos otro par de cervezas ya en Monterrey, en el Parque Fundidora, al calor del Forum Universal de las Culturas 2007. Entonces también conocí otro de sus libros, La otra invención (2005). Lo releí varias veces para seguir su consejo: elaborar una historiografía literaria con fórmulas caseras, capaz de enfrentarse con las estrategias de poder de nuestros cánones estéticos e ideológicos. Parte del enfoque de mi "Breve historia de la narrativa colombiana" se la debo a ese consejo. No basta sino celebrar que Víctor Barrera Enderle haya recibido el Premio de Ensayo Casa de las Américas. Significa un gran impulso para quienes nos dedicamos a esa otra invención: la crítica.
Víctor Barrera Enderle, autor también de La amistad literaria, no ignora en absoluto esa secreta red de lectores insurgentes. En él, además, hay cierta especie de simpatía o cortesía que hace que quien lo conozca lo aprecie de inmediato, a juzgar por las impresiones de mi novia de ese momento, Lili Rivera Orjuela y por la de un par de amigos con quienes nos bebimos unas cervezas en Bogotá Beer Company. Gracias a ese encuentro azaroso y preciso del 14 de agosto de 2006, recibí de Víctor La mudanza incesante, cuyo título es ya una precisa y preciosa definición del fenómeno literario. En octubre del año siguiente volvimos a tomarnos otro par de cervezas ya en Monterrey, en el Parque Fundidora, al calor del Forum Universal de las Culturas 2007. Entonces también conocí otro de sus libros, La otra invención (2005). Lo releí varias veces para seguir su consejo: elaborar una historiografía literaria con fórmulas caseras, capaz de enfrentarse con las estrategias de poder de nuestros cánones estéticos e ideológicos. Parte del enfoque de mi "Breve historia de la narrativa colombiana" se la debo a ese consejo. No basta sino celebrar que Víctor Barrera Enderle haya recibido el Premio de Ensayo Casa de las Américas. Significa un gran impulso para quienes nos dedicamos a esa otra invención: la crítica.
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