A juzgar por la mexicana, las revoluciones comienzan cuando una protesta de campesinos resulta apoyada por la clase media de las ciudades y aun por las clases acomodadas. Cuando la Extrema Izquierda y la Extrema Derecha se estremecen por una protesta de la clase trabajadora y acomodada.
Me pongo en guardia contra los brutales entusiasmos revolucionarios y fríamente miro, desde la distancia de casi cuatro años de vivir fuera de Colombia, lo que sucede en mi país. Sufrí con lo que me contaba mi familia ayer 29 de agosto de 2013 en la Plaza de Bolívar, en Bogotá: los revoltosos que toda marcha infiltra pusieron talanqueras a los tanques de la policía para que no avanzaran y les lanzaban piedras gigantes como locos, y los gases lacrimógenos del Esmad, la fuerza antidisturbios, a todo dar para espantarlos. Periodistas golpeados por policías vestidos de civil. Funcionarios escondidos en el último piso de sus oficinas, tapándose con trapos húmedos contra ese infame gas lacrimógeno (¿armas químicas?), sin poder salir como no fuera en helicópteros que nunca vendrían o en una ambulancia que los sacara como heridos.
¿Se trata del comienzo de una Revolución? Hace uno cuantos días el Estado y las Guerrillas colombianas negociaban sabrosamente entre enemigos, fumando habanos en Cuba, la isla comunista, y toda la atención de los grandes medios se dirigía a las peticiones de esos criminales –los jefes guerrilleros– que en nada representan las peticiones de la gente trabajadora, de los campesinos y menos de la clase acomodada cuya comodidad nunca nos ha sido regalada sino que ha sido fruto del trabajo permanente –oficio que desconoce el actual Presidente.
Viendo a los jefes guerrilleros y a los enviados del Estado charlando graciosamente recordaba la lección de Cicerón: ¡con qué facilidad se entienden siempre entre sí los canallas poderosos, por muy enemigos que parezcan, para arruinar al trabajador! Por lo visto el Estado colombiano le tiene más temor a su clase media –a sus campesinos y trabajadores y aun a su clase acomodada– que a sus enemigos, las guerrillas. Negocia una paz con vilezas. Y la concentración de poder, el despotismo desplegado por el actual presidente colombiano, se exacerbará cuanto más motivos de temor tenga: la impopularidad, la inminencia de perder el poder sin reelegirse lo obligarán a tender celadas a la multitud. A infiltrar vándalos. A suscitar zozobras. A militarizar el país.
Decía que vivo fuera de Colombia: llevo tres años en el exterior, y me fui por segunda vez en agosto de 2010, poco después de que a Santos lo eligieran los inocentes votos de los seguidores de Uribe –porque el mal ama la inocencia–; me fui porque el Estado colombiano no ofrece a nadie ninguna educación de alto nivel en humanidades ni en nada y, mucho menos, financia maestrías o doctorados como no sea con amañados préstamos que no estoy dispuesto a pagar. En cambio, antes de la crisis, la Fundación Carolina del gobierno español me extendió una beca en euros –regalo, nada de préstamo– para estudiar Filología Hispánica en el CSIC.
Se vino la crisis española y fuerza fue migrar otra vez –ni pensé en regresar a Colombia, que nada me ofrecía–: por suerte El Colegio de México me aceptó en el programa doctoral en Literatura Hispánica con beca durante cuatro años. Y aquí vivo. Y México podrá tener altos índices de pobreza y explosiones de violencia, pero su clase media goza de privilegios que la española va perdiendo poco a poco y que la colombiana nunca ha tenido: becas para maestrías y doctorados, gratuidad para licenciaturas o pregrados; mayor oferta de trabajos y, por lo tanto, menor clasismo. Algunos estudiantes colombianos en México, pese a que el Estado mexicano los tiene becados, acusan signos de ese clasismo provinciano insoportable de la élite bogotana que representa Juan Manuel Santos. La conozco: estudié en Uniandes. Pero ese es otro tema.
Quienes vivimos fuera de Colombia creemos informarnos por los grandes medios. Pero para estos medios, salvo algunas noticias imposibles de disimular, la verdad no existe. Pregonan la arrogancia del presidente Santos, su fausto, su lujo, su prodigalidad como si fuera una especia de sabia insensatez, de elegante inmoralidad de tan buena forma que sus vicios parecen cobrar cierto esplendor para la gente ignorante y de poco juicio. En el paro campesino y agrario, que ya es nacional, el presidente Santos del campo sólo sabe de los de golf. Sufre algún tipo de locura, porque no ve la realidad directamente sino a través de una camarilla de servidores. Y esos servidores –ministros, asesores, periodistas de grandes medios– son aun más perversos que él.
Y en momentos así, de angustia, cuando se produce un paro que genera tanto pánico por escasez de alimentos, verán cómo la población votante se dirigirá hacia el partido que les alivia el temor; sin preocuparse de lo porvenir ni de las leyes. Ya lo decía mi agudísimo Baruch Spinoza en su Tratado político: en momentos de anarquía las multitudes se dirigen hacia el hombre destacado por sus victorias: ¿Uribe? No puede ya gobernar. ¿Su candidato? Dictaron orden de captura contra Luis Alfredo Ramos. ¿A quien entonces? No lo sé. Ojalá aparezcan otros líderes.
En momentos así, en todo caso, no me siento un intelectual moderno inconforme sino un campesino medieval indignado.
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