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noviembre 29, 2025

Método para ser culto


 Cómo ser culto. La educación clásica que nunca recibiste, de Susan Wise Bauer, historiadora y madre angloamericana, defiende una idea sencilla y radical: el conocimiento no se hereda ni se compra, se conquista leyendo. Pero no cualquier lectura sirve; no todo texto ilumina ni todo saber ennoblece.
 
“Early to bed and early to rise make a man healthy, wealthy, and wise”, cita Bauer con ironía benévola a Benjamin Franklyn. Pero lo que hace sabio al hombre no es despertarse temprano sino despertar del letargo intelectual.  

Ahora bien, la lectura no se lleva bien con el manual de instrucciones ni con el coaching de productividad. Es, como la oración o la meditación, un acto ligeramente subversivo: exige un lugar y un tiempo que no se puedan justificar en una hoja de Excel. Leer es retirarse un rato del circo de lo útil, con la insolencia de quien pierde el tiempo a propósito. Y, sin embargo, ahí, en esa pérdida, se filtra la única ganancia que importa: una mente menos domesticada.

Los griegos tenían la desfachatez de llamar scholé a ese ocio serio, ese descanso que no se llena de entretenimiento sino de atención. De scholé viene escuela, lo cual hoy suena casi a sarcasmo: del ocio contemplativo al horario escolar, del tiempo lento al timbre que suena cada cincuenta minutos. Hemos convertido la scholé en agenda, y luego nos preguntamos por qué nadie piensa...

Gómez Dávila sospechaba que toda idea fabricada en Estados Unidos viene con sabor a coca-cola: chispeante, azucarada, adictiva, pero sin espesor. El riesgo con ciertos “métodos de lectura” es precisamente ese: que conviertan la educación clásica en un producto de supermercado espiritual, con pasos numerados y resultados garantizados, como si la mente fuera un abdomen que se marca con un plan de veintiún días.

No. No hay método posible, en el sentido tranquilizador que el mercado sueña. Lo que hay es algo mucho más viejo y más exigente: ensayo y error. Leer bien es equivocarse de libro, subrayar tonterías, admirar lo que luego se detestará, aburrirse donde otros juran ver una obra maestra, volver años después y descubrir que el libro era el mismo pero el lector ya no. La educación clásica no es una escalera de peldaños claros, sino un laberinto donde uno aprende precisamente porque se pierde.

Tal vez por eso la lectura necesita ese espacio inútil que llamamos scholé: porque solo cuando dejamos de buscar un beneficio inmediato aparece la posibilidad de una transformación real. El lector que entra en un libro sin saber muy bien para qué entra rompe el hechizo de la cultura como adorno y se aventura en algo más incómodo: dejar que lo que lee le cambie las prioridades. La gran ironía es esta: mientras el mundo repite “aprovecha el tiempo”, el buen lector, silencioso, comete la herejía de gastarlo sin justificación… y termina siendo el único que no vive de rodillas.

Esta concepción de la lectura como acto dialógico es, además, un antídoto para la soledad contemporánea. 


abril 27, 2025

Consejo para novelistas

 –“Distintas aventuras a idéntico protagonista o idéntica aventura a protagonistas distintos: quien pasa de la primera interpretación a la segunda, descubre la historia.
...y la diferencia entre el folletín y la novela”.

N. Gómez Dávila, Escolios a un texto implícito II. (Bogotá: Villegas Editores, 2005, p. 287).

El escolio  de arriba abre el cofre de la poética narrativa. Pues su mecanismo secreto reside en la arquitectura del relato y en la profundidad de sus criaturas.

 – Distintas aventuras, un solo rostro

Imagina el folletín decimonónico: una sucesión de peripecias, cada una más vertiginosa que la anterior, donde el protagonista –invariable, casi inmutable– es arrojado de tempestad en tempestad, de abismo en abismo. El héroe del folletín, como el Dick Sand de Verne o el Tom Sawyer de Twain, es un eje fijo alrededor del cual giran los engranajes de la aventura. El lector asiste a un desfile de pruebas, peligros y emociones, pero el protagonista permanece, en esencia, idéntico: su función es la de un imán para la acción, no un espejo del alma.
El folletín, por tanto, se alimenta de la repetición de la estructura: cada capítulo es una nueva aventura, un nuevo sobresalto, pero el protagonista es el mismo, y su transformación es escasa, si no nula. El suspense, el cliffhanger, la promesa de la próxima entrega sostienen la atención del público. Así pues, el folletín encarna una epopeya superficial: el héroe no cambia, cambian los decorados y los peligros.

 El rostro múltiple – Una aventura, múltiples rostros


En la novela –esa invención moderna, hija de la introspección y el desencanto– la mirada se desplaza. Ya no importa sólo lo que ocurre, sino a quién le ocurre. La misma aventura, si es vivida por distintos personajes, revela su pluralidad de sentidos: cada protagonista la interpreta, la sufre, la transforma según su carácter, su historia, sus heridas. Aquí la aventura es pretexto y espejo: lo esencial es la metamorfosis interna, la variación de la experiencia.
La novela, a diferencia del folletín, no se contenta con la acumulación de peripecias. Busca la profundidad, la ambigüedad, la resonancia. El protagonista puede ser muchos, o uno solo que se desdobla, se fragmenta, se interroga. La historia se convierte en una exploración de la conciencia, un laboratorio de identidades. Así, quien pasa de ver la narración como “distintas aventuras a idéntico protagonista” a “idéntica aventura a protagonistas distintos” ha comprendido el salto de la superficie a la hondura, del entretenimiento a la indagación.

Ensayo sobre la diferencia – Folletín versus novela

El folletín, como señala la crítica, tiende a la simplificación y la exageración, a la repetición de esquemas y emociones intensas, a la fidelización por medio del suspense y el cliffhanger. La novela, en cambio, busca la complejidad, la ambigüedad, la exploración de la interioridad y el sentido último de la experiencia humana.

Epifanía en la penumbra

Quien narra, pues, debe decidir: ¿quiere ofrecer al lector la embriaguez de la aventura incesante, la promesa de un héroe inalterable, o el vértigo de la transformación, el temblor de la identidad? ¿Quiere multiplicar las peripecias o desdoblar las conciencias? El tránsito de la primera a la segunda interpretación es la puerta de entrada a la historia –no como suma de sucesos, sino como exploración de lo humano.

La diferencia entre folletín y novela no es sólo de técnica o de formato, sino de visión del mundo: el folletín celebra la exterioridad; la novela la interioridad. Y, en el fondo, quien descubre esta diferencia, descubre también el arte de narrar: no basta con inventar aventuras, hay que inventar destinos.