En el Antiguo Régimen, cuando las universidades se confundían con los monasterios, los académicos alternaban entre rezar y estudiar. Fray Luis de Granada se quejaba con astucia de cómo las bibliotecas tienen grandes garfios para prender a los lectores y esclavizarlos. "¡Oh –decía– cuántas veces acaece estar el hombre de rodillas
en oración, y a ratos entre los coros de los ángeles, rezar para que se termine
la misa, de tal suerte que pueda dirigirse a la biblioteca para leer tal o cual
libro!"
¡Oh –decimos ciertos estudiantes– cuántas veces acaece estar sentados en clase, y a ratos entre los coros de los profesores, rezar para que se termine su cátedra, de tal suerte que pueda uno dirigirse a la biblioteca para leer tal o cual libro en paz! !O al café para conversar con tal o cual escritor o amigo; o asistir y salirse libremente de cualquier conferencia, como en cine si a uno no le gusta la película!
Me alegra pensar que el
café (como producto y como punto de encuentro) sea inseparable de nuestra cultura. La idea de Europa, para George Steiner, es una plaza y un café, es decir, discursos y diálogos. En uno de esos cafés, pide a menudo Gabriel Zaid, deberíamos sentarnos cada vez que la academia nos sature. El ensayista colombiano Baldomero Sanín Cano complementó en cierta forma el deseo "quejoso" de Fray Luis. Soñó con que las bibliotecas públicas rompieran con los viejos moldes de la educación,
y se constituyeran en institutos absolutamente libres, de pórticos
siempre abiertos para los entusiastas.
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