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julio 20, 2013

Kafka en Nueva York



Un verano en Nueva York, caminando con Diana de la mano por la Quinta Avenida, me acordé en voz alta de una de las impresiones neoyorkinas más memorables de la literatura. Fue escrita por alguien que nunca vino a Nueva York. Se trata de una escena del segundo capítulo de El desaparecido (o América), la primera novela de Franz Kafka. Ocurre después de que el protagonista Karl se baja del barco alemán, frustrado por no brindar ninguna ayuda precisa al fogonero, confuso por la pérdida de su maleta y por la aparición de su tío, el tío que ya es senador, que se pone a contarle a toda la tripulación cómo su sobrino Karl había tenido que viajar a América porque dejó embarazada a la criada de su casa, que lo había seducido en la cocina de la manera más ridícula. El tío lo hospeda en su apartamento, un sexto piso en algún edificio de Wall Street de 1920, antes de la Gran Depresión cuando mucha gente comenzó arrojarse por los balcones. Precisamente la escena es una advertencia a no asomarse mucho por el balcón, so pena de quedarse petrificado eternamente viendo la ciudad de cristal  o de vidrio, asombrado de tantas edificios con tantas ventanas. Manhattan es una experiencia vertical. Para arriba. 

Antes de transcribir algo del unseen New York de la novela de Kafka, quisiera acordarme de otra cosa que le dije a Diana aquella noche calurosa de julio de 2013 caminando por la Quinta Avenida. Aunque el verdadero Franz Kafka nunca estuvo en Nueva York ya antes de que él naciera, según la paradoja borgiana de los precursores, Franz Kafka ya vivía en Nueva York. Se llamaba Bartleby, y era un sombrío escribiente de Wall Street que trabajaba y dormía y aun pasaba los fines de semana en su cubículo, sin preocuparse de las llamadas de atención de su jefe ni seguir sus órdenes. I would rather prefer no to (prefería no hacerlo), le respondía.

"Un estrecho balcón se prolongaba ante su habitación abarcándola en toda su longitud. Pero lo que en la ciudad natal de Karl habría sido el mirador más elevado, allí sólo permitía contemplar el panorama de una calle rectilínea, que corría entre dos hileras de edificios cortados a plomo, perdiéndose en una lejanía donde se elevaban gigantescas, como en una bruma, las formas de una catedral. Y tanto por la mañana como por la noche y en los sueños nocturnos esa calle quedaba congestionada por un tráfico que, visto desde arriba, tomaba el aspecto de una mezcla de figuras humanas desdibujadas y de techos de vehículos de todas clases que parecían entremezclarse sucesivamente, y de la cual se elevaba una confusión multiplicada y desenfrenada de ruido, polvo y olores, y todo eso era abarcado y penetrado por una luz poderosa que una y otra vez se veía dispersada, transportada y absorbida con vehemencia por la cantidad de objetos, apareciendo tan corpórea al ojo deslumbrado como si sobre esa calle se rompiese a cada instante y con toda la fuerza un cristal que la cubría por entero.

Cuidadoso como era el tío en todos los asuntos, aconsejó a Karl que provisionalmente no emprendiera nada. Debería examinarlo y comprobarlo todo, pero sin comprometerse. Los primeros días de un europeo en América se podían comparar a un nacimiento, puesto que allí también, para que Karl no tuviese ningún miedo, uno se acostumbraba con mayor rapidez que si llegase al mundo humano desde el más allá, sin embargo debía tener presente que la primera impresión siempre se sustenta en piernas débiles y que por esa causa se podrían distorsionar los juicios futuros, con cuya ayuda debería conducir en ese país su vida. Él mismo había conocido a recién llegados que, por ejemplo, en vez de comportarse conforme a esos buenos principios, habían permanecido días enteros en su balcón y habían mirado hacia la calle como ovejas perdidas. ¡Eso tenía que confundir irremediablemente! Esa solitaria inactividad en que se solazaba en el día intensamente laborable de Nueva York podía estar permitida a un turista y quizá, aunque no sin reservas, pudiese resultar en ese caso hasta aconsejable, pero para alguien que viviera allí sería la perdición; se podía emplear tranquilamente esa palabra, por más que se tratase de una exageración. Y, ciertamente, el tío arrugaba enojado el rostro cuando, en una de sus visitas, que siempre se producían una vez al día y a cualquier hora, encontraba a Karl en el balcón. Karl se dio cuenta en seguida y, por consiguiente, renunció en lo posible al placer de permanecer en el balcón".


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