Ahí estaba en original Le Café de Nuit. De las lámparas brotan brochazos de amarillo limón; una luminosidad verdosa, amarillenta, fulgurante; los parroquianos del café están tan absorbidos por los colores intensos y las formas alambicadas de los objetos que parecen como chupados. Son en sí mismos solitarios, desesperados, borrachos; son borrosos los trazos del jugador que nos mira como una tristeza infinita. Cuando compré una litografía de ese cuadro y la pegué encima de la pared de la sala de mi apartamento, ¡cómo combinó con los muebles rojos! ¡Cómo me alegró en mi soledad y mi tristura! ¡Cómo me sigue alegrando, tranquilizando en el amor sereno!
Seguí paseando por la Galería de la Universidad de Yale, que es de acceso gratuito todos los días del año. Está en New Haven, un pueblo entre Boston y Nueva York, al frente de Long Island, entre la desembocadura del Hudson y la del Connecticut River. Que las imágenes hablen por mí –más tarde me extenderé sobre mi almuerzo en Yale con el gran teórico de nuestra narrativa latinoamericana, Roberto González Echevarría, el autor de Mito y Archivo, uno de mis libros de cabecera.
Mientras, un preludio de la impresión del Puente de Brooklyn y algo sobre las corridas de toros de la antigüedad, es decir, los bárbaros romanos en su Coliseo.
Brooklyn Bridge, de Joseph Stella |
Ave Caesar (1859), Jean-Leon Gèrome |
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