En nuestra era el viajero
debería actuar como un militar: tomarse la ciudad que visita, conquistarla.
Días antes sentarse con un mapa
de Boston extendido sobre la mesa, y señalar con puntos rojos o amarillos o
verdes, según sus intereses. Pensar que sus armas y municiones son su cash y
su credit card; misiles de corto alcance con los cuales tendrá que
armar una defensa que consista en el ataque, en no dejarse quitar el dinero
gozando gratuitamente de cuanto sea posible y buscando lo más barato.
Aterrizamos en Logan a las seis
de la tarde. Las nubes del Atlántico Norte borraban del cielo el disco solar,
pero no llovía y la temperatura superaba los 20 grados Celsius. En shorts los
operarios de Fedex recogían mercancías de todo el mundo; había jarras de agua
gratuita en ciertos cafés, por tanto calor. Nos montamos en el subway –que es
uno de los más antiguos del mundo– en busca de Back Station. Las mochilas
pesaban. Hubiera querido seguir por la terminal A hasta el muelle y alcanzar la
ciudad por agua. Salen pequeños ferris hasta el Long Wharf, el principal muelle
de la ciudad, donde se empiezan a levantar todo tipo de rascacielos, algunos
hoteles, oficinas del Estado o bancarias o aseguradoras. Apretado bosque de
edificios de diversas siluetas, frente al mar; rascacielos a tiro de pájaro, de
frente a quien mire desde el aeropuerto porque están hechos también para
impresionar al viajero, al visitante; que no quepa duda del sentido grandeza.
Me imagino atracando en Boston como un famélico
irlandés con su familia flacuchenta en 1801, culpando a los británicos de su
desgracia para simpatizar con los yanquis. Me imagino a los primeros colonos
puritanos de la verde Inglaterra en 1640 gritándose unos a otros: “Here every
man may be master and owner of his owne labour and land... If he have nothing
but his hands, he may by industrie quickly grow rich”. La leyenda cuenta que
fondearon en una bahía de agua dulce y salada, formada por la desembocadura del
río Charles y del río Místico; ninguno de esos ríos es largo ni viene de reinos
lejanos; no había ningún imperio en los grandes lagos; ninguna civilización
había florecido en estas tierras húmedas, inundables, bochornosas en verano,
heladas en invierno.
Todo estaba virgen para
levantar una impresionante red de comercio y servicios de costa a costa, de
Boston a San Francisco, de Nueva York a Los Angeles. Pero las fuerzas que
desataron esta expansión de Estados Unidos de América fueron el resultado de
una larga serie de procesos históricos a lo largo de la Baja Edad Media, y es
en éstos donde debe buscarse la clave de las actitudes que signaron su
formación. El historiador argentino José Luis Romero, en Latinoamérica: las ciudades y las ideas[1]
se preguntó por qué no ocurrió lo mismo en nuestro caso. Desde la Edad Media el
ámbito de la Europa no mediterránea, la del Mar del Norte y de la costa
atlántica, logró mayor organización social, y el comercio circuló intensamente
de Inglaterra y el norte de Alemania por el mar Báltico hasta el interior de
Polonia y Rusia. Daneses, ingleses y normandos “dieron los pasos necesarios
para unificar políticamente el área creando una estructura de poder dentro de
la cual se moviera la nueva corriente económica”[2].
Y esa Europa del norte fue pionera en la expansión y el crecimiento de lo que
más tarde sería Estados Unidos y Canadá. Desde la caída del imperio romano, en
cambio, la Europa mediterránea o latina no llegó en la época carolingia a ver
constituido ningún poder político que encuadrara el sistema comercial de sus
grandes ciudades, Génova, Barcelona o Venecia. Tampoco lo logró el reino de
Castilla cuando desde mediados del siglo XIII se apoderó de costas
mediterráneas.
Nuestro hostal está cerca de
Chinatown, del Theatre District, de los Public Gardens y del camino hacia el
mar, Walk to Sea, a través de los rascacielos del downtown.
Nuestros misiles son de poco alcance. Tenemos un plan de tomarnos el museo de
Fine Arts el miércoles a las 4:00pm, el único día de la semana en que es
gratis. Hemos llegado el jueves en la noche. Durante el resto del día, mi novia
Dianis y mi hermano Santiago pasearán por el Downtown; yo estaré en el Congreso
de Colombianistas en Regis College. Para llegar hasta allí me abandono a las
indicaciones de google maps.
Google maps ha pretendido trazarnos la ruta de
todo. Paso a paso. Todo el mundo anda con dispositivos en la mano. Sin hablarse
unos con otros. Casi han desaparecido los mapas de papel. ¿Pero esa tecnología
no se agota hasta cierto punto por ineficaz?
Al salir del hostal berkeley 40, en Boston, una
pareja de chinos adultos de mediana edad, cincuentones, no paran de preguntar y
preguntar. Es la señora, la que mejor habla inglés, andando con un mapa en la
mano, indagando a cada transeúnte con cara de local en dónde está la estación Back
Bay. Le deben explicar muy bien. Pero a la otra esquina ella, escéptica, vuelve
a indagar a otro transeúnte. Tarda más de los normal en la taquilla,
adquiriendo el tiquete y de nuevo preguntando algo. Su esposo, entre tanto, la
espera con actitud oriental: pasivo, domado, en silencio. En las escolares
eléctricas, antes de abordar el tren, la señora vuelve a preguntarle a dos
estudiantes que se quitan de los oídos los audífonos y le responden politely.
El tren a Fitchburgh pasa por el pueblo llamado
Ayer (A/e-ier). ¿No sería triste vivir en Ayer? Para muchos románticos y
nostálgicos debería ser encantador. A lado y lado de la carrilera, en el camino
a Ayer, pantanos verdosos. Árboles raquíticos. La niebla del Atlántico
metiéndose continente adentro.
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