¿Para qué citan a Héctor Abad Faciolince al inicio del
prólogo de una antología de Relato
Fantástico de la Ciudad de México (Almadía, 2013)? Nada tiene que ver. Le
da demasiado realismo; esos caprichos de los antologadores Vicente
Quirarte y Bernardo Esquinca.
Ignoro si ya
ha salido el Tomo II. Sólo he leído el Tomo I, claro, con los relatos
imprescindibles, clásicos, necesarios en cualquier selección de este tipo: “La
cena” de Alfonso Reyes, “Teoría del Candingas”, de Salvador Elizondo, “La
fiesta brava” de José Emilio Pacheco. No voy a entrar a juzgar éstos ni los
otros relatos de la antología. No es mi propósito escribir una reseña. Sino
aprovechar para recordar el relato inacabado que alguna vez me contó una amiga
desaparecida, cuando la ciudad de México le pareció que se alargaba en suburbios infinitos.
La dejaré hablar:
[…] Chale. Salí borracha del fiestón que se
puso cansado en una casucha de Chalco. Al llegar no me preocupé mucho para
saber cómo devolverme. ¿A dónde salgo ahora? He olvidado cómo llegué, chingada
madre. El pinche huey con quien vine se equivocó tres veces de ruta guiándome a
su propia casa. Y en lo que comprábamos las botanas y el six pack de chelas me hizo conducir por un laberinto de calles sin pavimento y llenas de escombros
y basura para encontrar algún Oxxo o Seven/11 por estos... Y ahora me
perdí. Pinche huey. Días que llevaba ya retándome en la Escuela. Acusándome de “fresa”,
explotando mi complejo de culpa de supuesta niña rica por tener coche y vivir
con mis papás. Cabrón. Claro que sé beber y coger, le dije. Y cogimos sin amor en su
habitación sórdida. Se sació en mí el muy infeliz. Luego se puso a beber con
sus cuates. Y se ha quedado vomitando con ellos. Se ha olvidado de mí. Ni me
besó una sola vez en toda la fiesta por estar fumando mota. Me vale ese huey, ya. Me seco las lágrimas. Son las tres y cuarenta y cuatro de la
madrugada. Bastante falta para amanecer. Es octubre 31, ay, ya Día de los
Muertos: debo estar para la ofrenda a mi abuela luria. No encuentro mi celular. Me lo robaron esos pendejos poca madre. Mi
papá debe estar llamándome desesperado. He dado reversa, por fin, para salir
por la que parece ser la única vía. Un gato se encandila con las luces del
coche. Mal augurio. No hay salida tampoco por esa calle: luego luego topo con
pared. O muro: muro negro grafiteado y con bocetos de patinadores. Calle
cerrada debieron haber puesto. Pinche delegación. Diviso a lo lejos una
autopista a juzgar por las luces. A lo mejor puede ser el Periférico. Salen
como fantasmas. Son ellos. El pendejo poca madre y sus cuates. Me ponen sus jetas contra el vidrio, queriéndome besar. “¿A dónde vas,
mamacita? Abre el carro, güerita. O no saldrás nunca”.
tomado de http://www.flickr.com/people/hotu_matua/ |
Mi amiga dice que les abrió.
Que siguieron hacia las luces que anunciaban el Periférico o al menos una
autopista. Que la niebla espesa impedía la visibilidad y caía una llovizna cenicienta, literalmente de
ceniza, que dificultaba la labor de los limpiabrisas rechinando en el
vidrio. Ella manejaba en tercera, a menos de 60 km, temerosa de estrellarse, y
a pesar de que seguían dentro de la ciudad, saturados de
urbanismo, se preguntó si no iban más bien por la carretera al Valle de
Tlaxcala, hacia el Paso de Cortés, bajo el Volcán, a juzgar por tanta ceniza. ¿O por qué por esa zona México y Puebla se juntaban como dos lagos
desbordados, sin orillas? "Tú sigue, güerita", le dijeron.
Y supo que el DF, a ciertas horas de la noche y por
ciertas desviaciones, carece de límites: se extiende por el mundo.
Tomaron una desviación al sur, o por donde
ella pensaba el sur en la noche inabarcable. La desviación zigzagueaba por
barrios de Iztapalapa, por la falda de ciertos cerros; siguieron avanzando por
Tlahuac y Xochimilco y Milpa Alta donde nació Octavio Paz, el que también se dio cuenta de otro laberinto mexicano.
Mi amiga, nerviosa, llorando, aterrada, no
giró por la calzada Ignacio Zaragoza ni por la de Tulyehualco ni advirtió el viaducto Tlalpán ni reconoció nunca la carretera a Cuernavaca. Dice que siguió a
Suramérica. A otra dimensión de la ciudad alargada, del DF infinito...
Ya desapareció. Se perdió en
Bogotá: le debió parecer una extensión del DF, otra delegación O llegó
hasta alguna costas, hasta el mar, porque hasta cierto punto –al menos– los Océanos ponen ciertos
límites a la expansión de la ciudad devoradora de lagos y costas. Imagina a mi amiga avanzado al sur, al sur, al sur: hasta el puerto
de El Callao, en la delegación Lima, Perú, o acaso más lejos, por Antofagasta, atravesando el desierto de
Atacama, camino a Valparaíso.
“Estás mal, Sebitas”, me dijo la última vez. “La carretera
a Suramérica sólo se acaba en el Tapón del Darién para los cautos como tú”.
Ayer ensayé esa dimensión y a esa hora de la noche –cuatro de la madrugada– y también desde Chalco, pero hacia el norte. Vi, en efecto, cómo una vía alargada cargada de trailers petroleros,
botaneros, con frigoríficos de refrescos y carne y pescado se alargaba,
conurbadamente y a cada lado rodeada de
molls y restaurantes y unidades residenciales, hasta Canadá.
No lo podía creer.
Me eché un par de chelas para el impacto. Dormí
en el trayecto.
He despertado en Boston.
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