No sé por qué Borges desdeñó a los novelistas españoles de
su época como Pío Baroja. Mentiras: sí sé porque. Porque Baroja, que era
políticamente incorrecto, denunció la arrogancia y la petulancia de los
argentinos en Europa (ver Baroja contra los argentinos). Una novela como Rayuela
de Cortázar –quintaescencia de ese argentinismo europeo– le hubiera
parecido aburrida, vulgar y sin interés, esnobista y chabacana. Le
hubiera también quitado el misticismo a los cuentos de Borges como “El
inmortal”, donde el mítico argentino
habla de que en Londres, a principios del mes de junio de 1929, el anticuario
Joseph Cartaphilus era “un hombre consumido y terroso, de ojos grises y barba
gris, de rasgos singularmente vagos”, y que hablaba “una conjunción enigmática
de español de Salónica y de portugués de Macao”.
Bah…
Tipos como ese judío sefardí de origen español pinta varios
Baroja en La ciudad de la niebla
(1911) sin tanta mística y con más realismo. Borges dice de Londres en El Aleph: “vi un laberinto roto (era
Londres)...”. Pero Baroja describe minuciosamente ese laberinto roto y se
pierde en él, sale, vuelve a perderse, sale. La verdad no ha habido leído
mejores descripciones de la capital inglesa, la ciudad más grande de Europa,
como en esta novela. Y por un novelista español, por Baroja, a quien en
Latinoamérica suelen vendérnoslo como alguien parroquiano, arrogante, cerril,
cerrado, es decir, español, vasco y castellano.
Pero no hay nada
de eso en La ciudad de niebla, que
hace parte de la trilogía que comienza con La
dama errante (1908). Y Baroja, al
mismo tiempo que G. K. Chesterton en El
hombre que fue jueves, escribe una novela contrarrevolucionaria,
reaccionaria si se quiere, contra la fiebre anarquista que calentaba a toda
Europa antes de la Primera Guerra Mundial. Londres era el centro de
operaciones. Hacia allá parten el doctor Aracil y su hija María, perseguidos
porque la policía española busca al doctor por sus conexiones con el anarquista
catalán Nino Brull, el mismo cabecilla detrás del atentado perpetrado en la
madrileña calle Mayor contra los reyes de España el día en que se casaron (31
de mayo de 1906). Esa historia pasa en La
dama errante. En La ciudad de la
niebla ya es María, la hija del doctor Aracil, la protagonista-narradora
que arranca contándonos cómo navegan el Canal de la Mancha –the English Chanel–, penetran la desembocadura del Támesis y atracan en Londres.
Su voz femenina es fascinante. Su padre, que es
médico como lo era Baroja, tienen todo la frialdad descarnada de cualquier
cirujano para no creer en nada. Una visera –que no perla– de frases contagian
de gracia y sensatez:
“Los ingleses son entusiastas frenéticos de los
revolucionarios de los demás países pero no de los suyos […] un revolucionario
inglés es un hombre absurdo”. (p. 25).
“El socialismo…: un rebaño de hombres
tranquilos y contentos.
–¿Y te parece mal?
–¡Psé! Yo prefiero ser de un país en donde casi
todo está por hacer y ha viveza y rabia, que no de aquí donde la gente se
sienta en una banca con la boca abierta y espera a que pase el día”. (pp. 75-76).
“El socialismo en todos los países sajones y
anglosajones tiene una gran relación con la cerveza”. (p. 180).
“Una costumbre indica mucho más el carácter de
un pueblo que una idea”. (p. 78).
“Yo quisiera desear y obtenerlo todo, para
después desdeñarlo todo. Sería una manera de consolar a los que no tienen
nada”.
Londres en los ojos de Baroja adquiere gran
realismo. Reconocía José Ortega y Gasset, hasta cierto punto amigo de Baroja, cómo
este novelista cumplía con el primer mandamiento del artista: “mirar, mirar
bien el mundo en torno”. Es la diferencia con el activista, con el hombre
ideologizado sin mirada limpia y con venda o gaza en los ojos.
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