My Nueva
York Visto y entrevisto
Mi amigo colombiano nunca había
estado, pero cuando se bajó del tren en Penn Station y
salió a la 7th avenue –cuarenta grados a la sombra y todo el sol del verano
contra el vértigo cristalino de los rascacielos– se sintió como en casa.
Nueva York, desde su más
remota infancia, formaba parte de su mitología familiar. En los años 70’s sus
tías de Medellín se volcaron sobre la Gran Manzana: primero fue su tía mayor y
el esposo los que alquilaron un apartamento en 5th Street, 343 East, entre la
segunda y la tercera avenida, en pleno Village, porque a ella la habían
contratado de secretaria en la Biblioteca de la NYU. Sólo que no contó con que
a la primera tarde de invierno, al regresar al pequeño apartamento, se
encontrara ya a su marido con nuevos amigos, todos trompetistas de jazz o
aspirantes a pintores que había conocido en Washignton Square, fumando pipas o
porro y en otra esquina un par de vagos jugando ajedrez. Al cabo se
aparecieron sus dos hermanas, artistas y psicólogas, pero después se marcharon a Londres y a Moscú respectivamente. Al rato llegó también su
hermano menor, el papá de mi amigo, que se había volado de un internado en un
aldea de pescaderos en Long Island a donde lo habían enviado por necio, para
que no se encontrarse con sus amigos hippies en el Village. Y preciso.
Rebeldía a Nueva
York
Mi amigo nació el mismo año
en que los Estados Unidos de América impuso la visa a los colombianos, 1982.
Creció cuando la imagen de Colombia, de café oscura, pasó a ser blancuzca y
polvorosa. Algo alcoloide movía con extraño vértigo a Manhattan por los aires
de Wall Street. En rebeldía viajó primero al Nueva York del Cono Sur, pero
Buenos Aires le pareció la capital de un imperio que nunca existió. Antes de
Nueva York viajó a Cuba, para hacerle pistola a Miami desde el malecón de La
Habana. Primero se bajó en Victoria Station que en Penn y atravesó primero el
Támesis que el Hudson. Y corrió por las Islas y por los lagos de Chapultepec y
comió tacos y chiles, volviéndose chilango durante dos años, antes que
embutirse un hot dog en alguna esquina del Central Park.
Incluso estuvo primero en Chicago, un Nueva York sin tanta gente y con torres
más altas, y en Los Angeles, que es un Nueva York extendido en varias valles y
asomado al Pacífico. Hasta que cedió a la tentación. Su Firts New
York. Manhattan elsewhere.
De
entrada
Entró en el tren bordeando el
estrecho de Long Island Sound. Venía con su hermano y con su novia mexicana de
New Haven, Connecticut, tras entrevistarse con una profesor de Yale para
cuestiones de su tesis. Avanzó hacia Madison Square Garden, ya iba anocheciendo
y vio o creyó ver, muy muy arriba, algún vampiro algún zombi a punto de planear
no bien se ensombrecieran los edificios anaranjados por el resplandor del sol
inclemente. Del suelo salía además todo el vaho caliente de los aires
acondicionados y de las tuberías y de los sótanos y del aliento y los humores
de tantos habitantes. También su novia seguía elevada, ida, con la boca hecha
agua con tanto espagueti de hierro o de acero: Manhattan a la boloñesa. Hasta
que advirtieron que si no avanzaban la masa de peatones chinos, dominicanos,
coreanos, italianos, mexicanos, franceses, argentinos, españoles, rusos, paisas
haría con ellos una bola de hamburguesa.
Se
desviaron por Broadway, viendo en una esquina viejos mendigos negros tocando
jazz, algo famélicos por tanto soplar el saxo o mariguana, discutiendo con la
prosodia neoyorkina que consiste en mover mucho el paladar y agitar mucho las
manos, como gigantescas grúas de puerto que recogen aquí y allá toques y
matices de medio mundo. Subieron a la Quinta avenida y a punta de Google Maps
ubicaron, en Park Avenue, muy cerca de Madison Square Garden, el hotelacho.
El mapa de Nueva York
Mi amigo
extendió en la mesita de noche de la habitación el mapa de Nueva York. Por la
ventana apenas se vislumbraba algo de la esquina de Park Avenue con 29th
Street. Ante sus manos los contornos de la isla de Manhattan que tanto le
gustaba delinear desde pequeño: el río Hudson antes de desembocar en el mar que
se abre en el pequeño brazo que se robustece al tocarse del agua salada
convirtiéndose en el East River, para volver a juntarse con el lomo denso del
Hudson en el mar, dejando la punta de Wall Street para que gobierne al mundo.
El tejido de Nueva York en su tejido neuronal: pegado como una película.
Siguió su
táctica de turista: actuar como un militar, tomarse la ciudad que visita,
conquistarla.
El Brooklin Bridge
Atravesaron varias veces en
un día el Brooklyn Bridge pensando en la crónica de José Martí, que todas las
mañanas se asomaba al Hudson asombrándose ante la construcción del primer
puente colgante del mundo. Su crónica, publicada en 1883, es una obra maestra
de Nuestra Prosa.
“Palpita en estos días más
generosamente la sangre en las venas de los asombrados y alegres neoyorquinos:
parece que ha caído una corona sobre la ciudad, y que cada habitante la siente
puesta sobre su cabeza: afluye a las avenidas, camino de la margen del Río
Este, muchedumbre premiosa, que lleva el paso de quien va a ver maravilla: y es
que en piedra y acero se levanta la que fue un día línea ligera en la punta del
lápiz de un constructor atrevido; y tras de quince años de labores, se alcanzan
al fin, por un puente colgante de 3, 455 pies, Brooklyn y New York. […]Ya no es
el suelo de piedra, sino de madera, por bajo de cuyas junturas se ven pasar,
como veloces recaderos y monstruos menores, los trenes del ferrocarril elevado,
que corren a lo largo de esta margen del río—a diestra y siniestra. Y por
debajo de nuestros pies, todo es tejido, red, blonda de acero; las barras de
acero se entrelazan en el pavimento y las paredes que dividen sus cinco anchas
vías, con gracia, ligereza y delgadez de hilos: ante nosotros se van levantando,
como cortinaje de invisible tela surcada por luengas fajas blancas, las cuatro
paredes de tirantes que cuelgan de los cuatro cables corvos. Parecen los dos
arcos poderosos, abiertos en la parte alta de la torre, como las puertas de un
mundo grandioso, que alegra el espíritu; se sienten, en presencia de aquel
gigantesco sustentáculo, sumisiones de agradecimiento, consejos de majestad, y
como si en el interior de nuestra mente, religiosamente conmovida, se
levantasen cumbres. El camino de los pedestres, ya bajo la torre, se abre, al
pie del muro que divide los dos arcos; lo ciñe en cuadro; vuelve a juntarse,
entre la colosal alambrería que en calles aparejadas, colgada de los cuatro
cables gruesos, desciende en largas trenzas, altas como agujas de iglesia
gótica junto a la torre, más cortas a medida que la curva baja hacia el centro
del puente; y al fin, en el centro, a nivel de éste. Y el puente,—encumbrado en
su mitad a 135 pies, para que por bajo él, sin despuntar sus mástiles ni
enredar sus gallardetes, pasen los buques más altos,—comienza a descender, en
el grado mismo en que su mitad primera asciende: la imponente cordelería, que
antes bajaba, ahora en curva revertida, se encumbra a la cima de la segunda
torre: el camino, al pie de ésta, se reabre en cuadro, como al pie de la torre
de New York, y se recoge: bajo de sus planchas de acero silban vapores, humean
chimeneas, se desbordan las muchedumbres que van y vienen en los añejos
vaporcillos, se descargan lanchas, se amarran buques: la calzada de acero,
cargada de gente, se entra al cabo por la de mampostería que lleva al dorso la
fábrica de amarre de Brooklyn, que, sobre sus arcadas que parecen montañas
vacías, se extiende, se encorva, sirve de techumbre a las calles del tránsito,
bajo ellas semejantes a gigantescos túneles, y vierte al fin, en otra estación
de hierro, a regarse hervorosa y bullente por las calles, la turba que nos
venía empujando desde New York, entre algazara, asombros, chistes, genialidades
y canciones. Regocija lo inmenso”.
Regocija Martí. La impresión cien años
después sigue siendo la misma. Al llegar a Brooklyn descansamos del vértigo de
Manhattan. Lo vemos desde lejos. Humanizado. Bajamos a saludar al East River
bajo el puente, como meros mendigos, descendiendo los escalones del Brooklyn
Bridge Dumbo. Al otro lado se queja y chirría la
maquinaria del metro cruzando el Manhattan Bridge. A nuestros
pies el río.
En Coney Island
Señalaron con yema del dedo la última estación que parecía
conducir a la playa más saturada de los Estados Unidos, se subieron al metro y
se bajaron en Coney Island. Compraron primero una hamburguesa de camarón y un
paquete de fish and chips. El sol reverberaba en todos los bañistas. Pasaban
avionetas extendiendo un anuncio gigantesca de alguna marca de gaseosa y otra
de otra cerveza. Sobre el malecón oyeron sones salseros y vieron bailando a un
grupo de puertorriqueños –neoyorricans con su banderita–, acaso amigos de
Héctor Lavoe, el ídolo. Más adelante se toparon con hippies arrugados, enmarihuanados,
tocando blues y de vez en cuando alguna canción de Lenon. En el largo malecón
también chocaron contra una fiesta techno
con transmisión directa a YouTube: ritmos rimados y extasiados por el éxtasis.
Los paseantes inofensivos se detenían a mirar todo tragando helado,
derritiéndoseles si se demoraban mucho y no lo lamían. Quisieron bañarse, pero
las olas arrojaban lama verdosa y negruzca y jugaban mar adentro con la mierda
neoyorkina y con los deshechos industriales. Multitud de barcos pasaban a lo
lejos.
También Martí se indignó de la
masificación de la playa y de los bañistas y del mar de Coney Island. Toda la
working class in progress:
"En
los fastos humanos, nada iguala a la prosperidad maravillosa de los Estados
Unidos del Norte. Si hay o no en ellos falta de raíces profundas; si son más
duraderos en los pueblos los lazos que ata el sacrificio y el dolor común que
los que ata el común interés; si esa nación colosal lleva o no en sus entrañas
elementos feroces y tremendos; si la ausencia del espíritu femenil, origen del
sentido artístico y complemento del ser nacional, endurece y corrompe el
corazón de ese pueblo pasmoso, eso lo dirán los tiempos.
Hoy por hoy, es lo cierto que nunca muchedumbre más feliz, más jocunda, más bien equipada, más compacta, más jovial y frenética ha vivido en tan útil labor en pueblo alguno de la tierra, ni ha originado y gozado más fortuna, ni ha cubierto los ríos y los mares de mayor número de empavesados y alegres vapores, ni se ha extendido con más bullicioso orden e ingenua alegría por blandas costas, gigantescos muelles y paseos brillantes y fantásticos.
Los periódicos norteamericanos vienen llenos de descripciones hiperbólicas de las bellezas originales y singulares atractivos de uno de esos lugares de verano, rebosante de gente, sembrado de suntuosos hoteles, cruzado de un ferrocarril aéreo, matizado de jardines, de kioscos, de pequeños teatros, de cervecerías, de circos, de tiendas de campaña, de masas de carruajes, de asambleas pintorescas, de casillas ambulantes, de vendutas, de fuentes.
Los periódicos franceses se han hecho eco de esta fama.
De los lugares más lejanos de la Unión Americana van legiones de intrépidas damas y de galantes campesinos a admirar los paisajes espléndidos, la impar riqueza, la variedad cegadora, el empuje hercúleo, el aspecto sorprendente de Coney Island, esa isla ya famosa, montón de tierra abandonado hace cuatro años, y hoy lugar amplio de reposo, de amparo y de recreo para un centenar de miles de neoyorquinos que acuden a las dichosas playas diariamente”.
My Little Colombia
Por fin alguna tarde terminó en 82th Srteet, Jackson Heights, en
Queens, tomando jugo de lulo y comiendo patacón pisado. Pero eso fue después de
perderse y volverse a perder en Central Park llenado su botellita de agua en
los bebederos públicos, sediento de calor, y después del Battery Park al final
de la isla, en donde abordó el ferry a Lady Liberty y a Staten Island donde
había nada, y después de fascinarse ante la pequeña iglesia de Trinity, con su
diminuto cementerio y desdeñosa de los infinitos edificios de Wall Street, en
cuyos resquicios se gobiernan las finanzas del mundo, y de acordarse de
Bartleby, el escribiente, y antes de saludar a la luna roja de Manhattan
en un muelle (pier 35) sobre el Hudson, cerca de Washington Square, donde una
tarde vio un halcón encima de la rama de un árbol como si también escuchara al
actor callejero que recitaba allí, abajo en el calor del parque, un monólogo de
Hamlet, y después de refrescarse con dos rubias cervezas en el Fat Cat, un bar
de jazz, y de ingresar al Metropolitan Museum y de contemplar un cuadro de
Venecia, pintado por Canaletto, en una sala del segundo piso del Metropolitan
Museum, poco después de penetrar –comprender– esa otra dimensión que es Nueva
York, ciudad doblemente acuática, fluvial y marítima, Nueva Venecia, juego de
máscaras, derroche de millonarios, delirio de vanidosos, ilusión de
cosmopolitas que piensan en traducido...
Un buen día, cansado del vértigo de Manhattan, tomó el metro a
Queens y se bajó en la estación Jackson Heigths, en el pequeño rincón de
su universo, calle 82, Calle Colombia. Entró con su novia mexicana al
restaurante Seba y Seba, y después de que le hizo probar un plato de patacón
pisado ella salió hablando en acento paisa, colombiano. Los meseros del Eje
Cafetero celebraron el hecho. Pero no era solo ella. Toda la colonia de árabes,
peruanos, ecuatorianos y aun gringos rubios amenazaban con convertirse en
colombianos. Caía la tarde. Tomaron el metro de regreso a Manhattan. Al otro día,
despegando de La Guardia, comenzaba otra gran aventura.
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