Dos días en St. Louis
Alguien de repente
lanza como un artefacto de pólvora que estalla afuera del restaurante contra
varios hombres y mujeres de piel negra que esperan en una parada de autobús. A todos nos asusta pero a nadie hiere: un humo blancuzco amenaza filtrarse por la puerta
del restaurante donde estamos. Pienso si no será otro ataque del Ku Klus Klan.
Porque aquí la tensión racial se respira en el aire. Recorta los vecindarios de
St. Louis como un tablero de ajedrez: piezas negras, piezas blancas. Es el único recuerdo
algo desagradable de nuestro paso por St. Louis, in the very heart of the US.
Ahora vamos por la mítica ruta 66 (con otro
6 sería diabólica) con destino a
Chicago. La carretera navega por planicies salpicadas de
maizales, luego de arrozales, después de habichuelas, al cabo de cañaverales: un plano
tras otro plano de cultivos. También un poste tras otro poste de electricidad cada
cincuenta metros, y los cables se mecen y ondulan con precisión puntillosa.
Ni una montaña a lo lejos. Hay cierta ausencia de plasticidad, de figurativismo, y las llanuras me
parecen abstractas de tan planas. Cubistas.
El bus es de dos
pisos. Diana, Santiago y yo vamos arriba como sobre la proa del barco. Ha sido muy grato nuestro
paso por St. Louis, por el centro de los Estados Unidos, por la confluencia de
carreteras y de los ríos Missouri y Misisipí. Nos recibió Nacho Sánchez Prado
en el aeropuerto. Veníamos de Nueva York, y nos sorprendió la desenfadada extensión
horizontal de la ciudad, sin la furia vertical de los rascacielos de
Manhattan. Una ciudad hecha en la campiña: el sueño del ranchero.
El desenfado también lo notamos en la gente. Nacho nos llevó a almorzar a un restaurante de algún
descendiente de los amigos de Tom Sawyer, un viejo cuate de Huckleberry Finn. Arroz con frijoles salpicado de camarones, de pedazos de carne y de salchicha como cualquier
recalentado paisa o valluno. La cocina afro en todo su esplendor. Todo el sabor
del Misisipí. También toda la tragedia y la estupidez del racismo. Esta comida
podría ser un plato nacional de Estados Unidos: una receta para exportar al
mundo entero, un sabor distinto, diferente al artificioso y prefabricado de las
grandes cadenas de comida rápida. No necesito echarle nada a este arroz: ya
está sazonado y ya de por sí viene picante. Sabroso. Pero el racismo blancuzco nunca
se asoma por estos lares. Entre las piezas blancas y negras del tablero de ajedrez que es Estados Unidos a veces
entramos espectadores amarillos o morenos o no tan blancos, hispanos como Nacho
Sánchez Prado, como nosotros, quienes no tememos a la mezcla porque nuestra esencia de por sí es la mezcla.
Después de almorzar, acompañamos
a Nacho a su despacho en la facultad de lenguas romances, en el departamento de español
y portugués de la Washignton University in St. Luis. En las estanterías más títulos de narrativa reciente que de otra cosa. "Los de ensayo los tengo
en mi casa", nos dice. "Leo casi todo lo que sale, lo importante o
más famoso, para estar al día en mis clases; pero la narrativa me aburre a no
ser que sea muy buena. Pero lo cierto es que nada bueno ha salido últimamente
en Hispanoamérica".
Por la carretera a
Chicago, cruzando todo el estado de Missouri, de vez en cuando aparecen
fábricas abandonadas. O parques de producción automotriz. A veces cruzamos riachuelos
sin corriente o pequeños lagos que se explayan a lo lejos. Hay producción de
truchas en cantidades, nos contaba Nacho.
En la librería de la
Universidad de Washington in St Louis nos encontramos también con la esposa de
Nacho, de nombre Aby. Compramos un par de libros. Diana, Ideologías del hispanismo de Mavel Moraña, el nombre de una profesora uruguaya
también asociada al departamento de lenguas romances y experta, según nos dijo en la cena organizada en casa de Nacho, en Juan
Carlos Onneti. Yo me compré The Great War
and the language of modernism, de Vincent Sherrry. Leí la introducción muy
de mañana al despertarme en la habitación del hotel: los escritores que a
comienzo de siglo vivieron en carne propia la experiencia de la Primera Guerra
Mundial, como Robert Graves, fueron los más renovadores de lo clásico,
helenistas; los que la presenciaron desde lejos o sintieron sus efectos, como
Elliot (que por cierto nació en St. Louis) los más vanguardistas. Me sirve para
el enfoque de mi tesis.
En la tarde Aby, la esposa de Nacho, nos
acompaña a tomar malteadas en un barrio de la periferia de la
ciudad (en los outskirsts), famosas por su sabor. Es lunes y está repleta de comensales; de ve en cuando compiten por quien sea capaz de beberse cuatro malteadas seguidas, a riesgo de morir de coma diabético, porque la cuenta les sale gratis. Atardece. El día ha durado bastante y ha sido uno de los más calientes del año.
Caminando por el campus universitario he recordado una canción de jazz, una de mis favoritas, cantada por la bella Fitzgerald, acompañada del vozarrón de Louis Amostrong, Summertime:
Summertime and the livin' is
easy
Fish are jumpin' and the cotton is high
Oh, your daddy's rich and your ma is good-lookin'
So hush, little baby; don't you cry
Fish are jumpin' and the cotton is high
Oh, your daddy's rich and your ma is good-lookin'
So hush, little baby; don't you cry
Detrás de nuestro
asiento, en el segundo piso del bus, dos estudiantes de matemáticas discuten la
posibilidad de representar una cuarta dimensión, una especie de pantalla que
fuera como un cubo. El chico comenta con su compañera de varias posibilidades.
Se me escapan breves palabras de lo que dice. No alcanzo a ver lo que
dibuja. Volteo muerto de la curiosidad, pero en realidad juega con el cubo
tridimensional de Rubick, del arquitecto húngaro Ernő Rubik.
Los Estados Unidos son potentes
y grandes en arquitectura y en ingeniería. También en Literatura y en Artes y
en Música. Nadie ha dicho lo contrario: cerca de St. Louis, en Hannibal, nació
Mark Twain cuyas novelas Huckleberry Finn
and Tom Sawyer ponen a leer en todas
las escuelas gringas; cerca también de St. Luis, en Alton, nació el gran Miles
Davis cuyo Blue in Green o So What tanto me relajan –sin mencionar sus Sketchesof Spain–; pero a la hora de exaltar su
talento reconocen, en lugar del literario o musical, el arquitectónico y el matemático. Lo más práctico. En las plazas de
los pueblos de Colombia o Venezuela en cambio, cuando no hay un busto del
“Libertador” Bolívar, hay el de un poeta bigotudo bebedor de ajenjo.
La obra humana más
impresionante de St. Louis es el Arco Gateway, el monumento celebratorio de la
expansión al oeste: 191 metros de altura en acero inoxidable, tal vez la
estructura humana en forma de arco más alta del mundo. El arco fue diseñado en
1947 por el arquitecto Eero Saarinen y el ingeniero Hannskarl Bandel. Eran
poetas de los números. Los obreros de cinco estados lo terminaron en casi 20
años, en 1965.
Vuelvo a parar oreja a oír lo
que dice el chico matemático que manipula el cubo de Rubick y las preguntas que
le hace su compañera sobre la posibilidad de una pantalla cuatridimensional.
Acaso así diseñaron el Arco Gateway tanto
Bandel como Saarinen, lanzando digresiones geométricas frente a las llanuras
abstractas del Midwest, de camino a Chicago, para registrarlo en la oficina de
patentes. Las dimensiones hiperbólicas del Arco no dejan de sorprenderme –mi
noción geométrica-matemática es de escuela primaria–: ¿cómo hicieron para girar
191 metros cuadrados, que es la máxima altura del arco? Si sólo pensarlo da
vértigo, no menos da subirlo adentro, en cápsulas selladas movidas como norias
o tranvías, hasta el observatorio situado en la punta donde gira el arco. El
río Misisipí –sus llanuras–; los edificios del centro de St. Louis; un
helicóptero aterrizando en un planchón sobre el río. Todo eso vi los cinco
minutos que permanecí arriba.
El autobús de dos pisos se
detiene cerca al Willis Tower. Hemos llegado a Chicago.
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