Interrumpe. Cesa. Prosigue. Se
repite. Se enciende y apaga con periodicidad constante y frecuente para señalar
un cambio de dirección en la marcha. Pugnaz. Eso, a grandes rasgos, quiere
decir intermitencia.
Aplicado a los estudios latinoamericanos cobra un interesante
matiz.
El pasado 12 de marzo de 2013 (era un martes) escuchamos de viva
voz a Ignacio Sánchez Prado en un salón del Instituto de
Filológicas de la UNAM. En su su conferencia, titulada "Literatura y
pensamiento en la edad de la catastrófe", Sánchez Prado habló sobre dos
ensayistas contemporáneos, Sergio González Rodríguez y Fabio Morábito, con
cuyos pensamientos simpatiza. Recomendó sumamente de Morábito, un ensayista
mexicano de origen italiano, la lectura de Los
pastores sin ovejas (1996),
un severo tratado contra el anacronismo de ciertos géneros literarios, el
pastoril y el bucólico, que lleva a menudo a la anulación de la cultura dentro
de la cultura. A andar en busca de paraísos perdidos o edades de oro y a
fugarse hacia escenarios fabulescos, escamoteando el choque con realidades más
importantes. Lo bucólico y lo pastoril fueron bastante explotados durante el
nazismo y se siguen explotando, bajo distintas máscaras, por regímenes totalitarios
que prometen arcadias ilusorias –v. b, el feliz indigenismo prehispánico. Pero
el problema no es –no podría serlo– esos géneros en sí mismos, sino la lectura
contemporánea que se hace de ellos. Mejor dicho. Hay también una crítica
literaria bucólica. Una crítica que no se proyecta hacia otras dimensiones sino
que se encierra, hermética, dentro de las academias. Sánchez Prado
concluyó con una acusación genial. Que aquella crítica literaria que proclama
leer bajo una mirada puramente estética termina por ser la
más política. La más conservadora. Por lo tanto hay que arrebatarle la
filología a los más conservadores. Al final de su charla le pregunté si no resultaba muy apropiada la
idea de Alfonso Reyes de pedir a Virgilio para las izquierdas. Querrás
decir "latín para las izquierdas", me precisó Sánchez Prado. Y
admitió que el ensayo de Reyes, "Discurso por Virgilio",
efectivamente pedía que los "progres" de izquierda deberían curtirse
en clásicos como Virgilio porque allí, en sus poemas bucólicos y sobre todo en
su Eneida, hay muchos
saberes escondidos. La erudición sigue siendo el peor enemigo de las izquierdas –ramplonas.
Lo escuchamos por segunda vez el viernes 15 de marzo también en la
UNAM, pero en un perdido edificio de Postgrados. Hacía frío. Todo estaba
nublado. Tardamos en llegar a la cafetería. Y con Dianis (Diana Hernández Suárez, de la maestría en Letras Hispanoamericanas de la UNAM) charlamos con Ignacio over
a coffe. Subimos a la presentación de su nuevo
libro, Intermitencias
americanistas. Estudios y ensayos escogidos (2004-2010). Lo presentaron Héctor Perea, José
Ramón Ruisánchez y Evodio Escalante. Pero el libro no necesita presentación.
Aquello de "presentar libros" es un resabio hispánico-católico según
el cual el santo –el autor– debe hacerse presente para que haya milagro. Pero
Ignacio Sánchez Prado pertenece también a la academia anglosajona
–¿protestante?– donde no hace falta el santo. Basta el milagro. La obra. Y por sus
obras, por parodiar al Evangelio,
lo conoceréis. Por sus brillantes ensayos de este libro. Precisos y de largo
aliento. No exentos de sombras y susceptibles de algunos reproches, como
veréis. Por lo pronto no hay que perder de vista el lugar desde donde Sánchez
Prado articula su pensamiento, esto es, desde las universidades de Estados
Unidos, ávidas de comprender este subcontinente del sur que piensa en otra
lengua y parece vivir en otra dimensión histórica.
En uno de los ensayos de Intermitencias
americanistas, "Hijos de Metapa: un recorrido conceptual de la
literatura mundial", Sánchez Prado admite que todavía nada está dicho
sobre los estudios latinoamericanos. "Aunque mucha agua ha corrido en el
río de la crítica, la literatura latinoamericana sigue manteniéndose como un
elemento incómodo en las reflexiones literarias internacionalistas". (p.
118). Claro. Latinoamérica se sale de la lógica occidental. Es un problema
desde que Hegel, en su Filosofía de la historia, la
excluyera –y en gran medida, también a España– del porvenir de la civilización
occidental. El porvenir es el de la Europa protestante y puritana. Pero dos guerras mundiales vinieron a decirnos que ese porvenir de la civilización occidental
nunca está dado si se excluye de ella el componente judío. Tampoco estará dado
si se excluye a Latinoamérica, antítesis de todo purismo racial o
cultural. Pero abundan los que piensan lo contrario. El nuevo Hegel de nuestros
tiempos (curiosamente un anglosajón de origen judío) sería Harold Bloom, el gran crítico norteamericano. De hecho el primer libro de Sánchez Prado se llama así, El
canon y sus formas: la reinvención de Harold Bloom y sus lecturas
hispanoamericanos (Puebla,
2002). Con lo cual asombra la coherencia de la carrera crítica de este joven crítico mexicano: un continuo asedio al canon dentro del canon (dentro de la academia
norteamericana), un asedio al monstruo, para decirle que aquí está David –eh, Goliat– y no conviene descuidarlo. Bloom condesciende con la periferia. Admite
a Cervantes, pero no a otros genios del Siglo de Oro (Góngora, Quevedo, Lope). A Borges, pero no a toda la buena narrativa hispanoamericana. Los saca como con pinzas, como para no iluminar
mucho la tradición a la que Cervantes y Borges pertenecen: el mundo
hispánico.
En otro de los ensayos de Intermitencias
americanistas, "Canon, historiografía y emancipación cultural: Las corrientes literarias en la
América Hispánica en la
fundación del latinoamericanismo", Sánchez Prado vuelve recargado –reloaded–
sobre esta su vieja obsesión canónica. Se da cuenta de uno de sus principales
precursores, Pedro Henríquez Ureña, y repite con él la insistencia de
"metropolizar Hispanoamérica". (p. 194). De quitarle el halo
provinciano. Sumiso. Acomplejado. Y asumir que el español –esta lengua– es
planetaria por las dimensiones territoriales que cubre y por la enormidad de experiencias distintas y opuestas que
alberga en su literatura: la experiencia de un argentino de origen europeo, blanco, como también la de un mestizo mexicano, lo
mismo que la de un negro africano
del Pacífico colombiano, o la de un cholo de los Andes bolivianos. El
latinoamericanismo intermitente o itinerante que lleva a Sánchez Prado a saltar
de congreso en congreso por los Estados Unidos, lo empezó Pedro Henríquez Ureña
a principios del siglo XX también en los Estados Unidos, viajando en tren de
Nueva York a Minneapolis (fue profesor de la Universidad de
Minnesota) y de allí a San Francisco y Los Ángeles, por las universidades de
California, fundando el hispanismo y los estudios latinoamericanos (no deberían
ser cosas distintas) en el seno del imperio. (Otro ensayo muy actual
sobre la genésis de Las
corrientes es este de Rafael
Mondragón –otro brillante joven ensayista mexicano–: "Los gestos del pensar y
ética de la lectura..."). Pedro Henríquez Ureña también pasó por
México y fue el mentor de Alfonso Reyes. En 1908 le recomendó irse a estudiar a
Estados Unidos. Más de 100 años después, graciosamente, Sánchez Prado parece
aconsejar lo mismo a los jóvenes interesados en los estudios
latinoamericanos. A Dianis la anima a presentarse –a aplicar– a Washington University at St. Louis, Missouri. Él mismo se
considera dealer de
doctorados en USA. Así aconsejaba don Pedro a don Alfonso en 1908, salir de la
pereza latina, contagiarse de la disciplina anglosajona. Del trabajo constante.
Díganlo si no estas palabras de don Pedro que se parecen a las de Nacho (ya es
hora de llamarlo así):
Te vas a Nueva York: convenido.
Estudiarás en Columbia (es la principal universidad de Nueva York): es
decir, estudiarás allí cuando sepas inglés, y lo harás como estudiante libre…
me parece que debes ir antes de dos meses, y estarte por ejemplo hasta mayo o
junio preparándote en lo principal, sobre todo en lo principalísimo: en hablar
y oír el inglés. Eso es un poco difícil para jóvenes que gustan de dormir o,
como se dice en mexicano, “flojear”, y que además tienen horror a la sociedad
humana. Sócrates dice que el pueblo es mal maestro en todo, excepto en la
lengua. […] Porque si logras al fin estudiar cinco años de “humanidades”, creo
que mejor sería, después de un año de Estados Unidos, de conocer el espíritu de
este pueblo y de prepárate en tales estudios, ir los otros cuatro años a
Europa. ¡Imagínate! ¡Oxford! ¡Cambridge! […] te convendría infinito irte a los
Estados Unidos, y salir de este manicomio que forman tus amistades, de la
cuales el menos loco soy yo. (“De PHU a AR, enero 16, 1908”, Correspondencia, ed. de José
Luis Martínez, FCE, México, 1986, pp. 52-54).
En otro de los ensayos del libro, "Renovar a Reyes: cuatro intervenciones
contracanónicas", Nacho sostiene que hay que desmonumentalizar a Reyes. No
juzgarlo mármol sino carne viva. "Debatirlo, polemizar con su obra, pero,
sobre todo, releer ese pensamiento crítico a veces ilegible para una actualidad
lectora incapaz de ver más allá de sus anacronismos estilísticos". (p.
113). Está bien. Pero decir que Visión
de Anáhuac "es un texto
bastante poco representativo del corpus reyista de esos años" [de los años
de España] y que además ha servido "para entroncar el funesto canon de lo
mexicano", me parece poco afortunado. No estoy de acuerdo con él. Tampoco
lo estuve con Rafael Lemus y su desaguisado texto "Revisión
de Anáhuac" en Letras
Libres (diciembre, 2012). Dan
palos de ciegos. Hasta, sin querer, cometen erratas. Como el del epígrafe del
primer ensayo de Intermitencias
americanistas, el titulado "Las reencarnaciones del centauro: El Deslinde después de los estudios
culturales", en donde está mal citado una frase de Visión de Anáhuac. El epígrafe original, que está en la última
parte de aquel texto y en donde Reyes –traduciendo a su modo el verso "A thing of beauty is a
joy for ever"–, dice literalmente: "No renunciemos –oh Keats– a
ninguna objeto de belleza, engendrador de eternos goces". De tal manera, no hay necesidad de pensar Visión de Anáhuac como un apología de lo mexicano si
Reyes mismo no renuncia a ninguna tradición, sea foránea o local. Menos cuando,
como dice Beatriz Colombi, Visión
de Anáhuac "remite al
tríptico medieval cuya dispositivo en tres hojas plegables (tris, tres, ptykhe,
pliegue) connota una forma narrativa no necesariamente secuencial aunque
invariablemente vinculada, que admite la simultaneidad de lecturas"
(Colombi, Viaje intelectual,
Rosario, 2004, p. 147). Otras observaciones por el estilo señala el crítico inglés Anthony Stanton.
Tampoco estoy muy de acuerdo con Nacho en concederle tanta importancia al
ensayo de Robert T. Conn, The politics of philology: Alfonso Reyes and
the invention of Latin American literary tradition (2002). Pienso que no hay una
conexión tan explicita entre literatura y construcción nacional, entre crítica
literaria y discurso nacionalista en Latinoamérica. El que ciertos letrados
burócratas del ex imperio español contribuyeran a dibujar los signos de la
conquista y la evangelización en Latinoamérica, no debe considerarse por
consiguiente que la literatura de creación y menos la crítica literaria sean
políticas de Estado. Por el contrario:
la literatura fue explícitamente prohibida por las leyes coloniales. Y la
auténtica crítica literaria, como la de Pedro Henríquez Ureña y la del mismo
Reyes, siempre ha tenido mucho de heterodoxa –término que por cierto inventó,
desde la otra cara de la moneda, el gran crítico hispánico del siglo XIX,
Menéndez Pelayo, a quien don Pedro y don Alfonso siempre admiraron más allá de
sus pruritos liberales. Además, como bien advirtió Rafael Gutiérrez Girardot, Reyes y Pedro Henríquez Ureña sucumbieron aun en las academias de hispanismo que ayudaron a fundar por culpa de políticas filológicas opuestas, como la de la estilística, una crítica irracional y al mismo tiempo revestida de un apariencia conceptual y matemática que rechazó todo elemento histórico y desplazó la historiografía literaria de Las corrientes... y de El deslinde. Lo curioso es que también Sánchez Prado reconoce que la teoría literaria de Alfonso Reyes, El deslinde, está marginada precisamente porque no pertenece a la oficialidad, a las politics of philology.
Reyes plantea que Isócrates no
teniendo, pues, la urgencia de atender a las ocasiones públicas, ni la
necesidad de plegarse a las circunstancias del auditorio, conserva la libertad
del ensayista en la elección de asuntos, y el tiempo para concentrarse en la
perfección de la prosa, algo que hace eco de su comentario de que los liberales
del XIX se encontraban atrapados en las urgencias de la hora, y que el
intelectual americano debe encontrar un espacio para la reflexión autónoma. En
estas caracterizaciones se encuentran, a mi parecer, el sentido histórico de la
crítica literaria y de la operación del deslinde en la formación del ideal
americano. (Cito del libro Alfonso Reyes y los estudios latinoamericanos, Pittsburgh, 2009, p. 105)
De ahí otro de los valientes ensayos de su nuevo libro, "Para una
literatura comprometida", donde Nacho, a riesgo de que lo acusen de
izquierdista anacrónico, insiste en que "el problema de fondo es que la
literatura ha dejado de ser un compromiso y se ha convertido en una commodity
que busca un lugar en la circulación de capitales y en lo que hoy se llama
"industria cultural". (p. 60). Claro. No se trata del compromiso
meramente político. En la medida en que el escritor esté absolutamente
comprometido con el lenguaje, con el estilo, también lo estará con una buena visión
política. Perfeccionar el discurso (decía Reyes citando a Isócrates) es perfeccionar al hombre todo. Otro ensayo genial
–revelador– es el “La última utopía de la Modernidad: reflexiones en torno a La literatura en la historia de las
emancipaciones latinoamericanas de Hernán Vidal”, en donde justamente Nacho
acusa de commodity a varios
escritores del boom latinoamericano
cuyos juicios políticos son de una ligereza lamentable. Sin perfeccionar al discurso no se perfecciona al ser humano. Sin salir de la academia, la crítica queda anquilosada. Como le ha pasado a cierto feminismo y marxismo que, muy cómodos en la academia, se han olvidado de renovarse a la luz de nuevas realidades.
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